VERANO12 • SUBNOTA › JORGE ACCAME
Hace poco, una señorita que llamaré Elisa Villagarcía, me facilitó un diario que escribió su abuelo (ya muerto) en la selva paraguaya, mientras se desempeñaba como explorador para el ejército boliviano durante la guerra del ‘32.
He quitado todas las referencias personales. Descontando algunos ajustes literarios que creí convenientes, el texto es sustancialmente el mismo.
Primer día
Soy el teniente primero Ernesto Villagarcía, al frente de un grupo de exploradores encargado de hallar el camino más directo y menos trabajoso hasta C. Mis hombres son: Tobías, un indio mataco esmirriado; Abel Nieve, un gigante de dos metros, corpulento y calvo, parece una enorme rodilla atrapada en un uniforme militar; Agamenón y Teófilo Sánchez, dos mellizos idénticos que hablan a dúo, como si pensaran las mismas cosas exactamente al mismo tiempo; por último, Cancio Cruz, el benjamín del pelotón, ignora su fecha de nacimiento, pero no le doy más de 17 años.
Ayer salimos del campamento militar y nos internamos en la selva.
He visto por lo menos tres pájaros que no conocía hasta el momento. Le pregunté por ellos al mataco, que es nuestro guía; me ha dicho los nombres en su lengua y ya nos los recuerdo.
Guardia de anoche: Agamenón Sánchez, sin novedad. Hoy me toca a mí.
Segundo día
Noche serena. Ruidos de animales que no conozco; debo acostumbrarme a ellos.
Por la mañana se nos cruzó en el camino una tortuga. El mataco la partió rápidamente en cruz con dos tajos de machete. Dice que son animales que traen mala suerte. Aunque confieso que me repugnó su ensañamiento, lo he dejado hacer sin comentar nada. No es inteligente ir en contra de sus creencias. Con los indios hay que tener cuidado. Son extremadamente susceptibles y no se subordinan al orden militar o a los valores de nuestra cultura. Si se disgustara, podría abandonarnos en medio de la selva sin remordimientos.
Atravesamos zonas húmedas. Un par de kilómetros atrás empezaron los pequeños esteros.
En las ramas más altas de los árboles, se trenzan los bejucos formando unos nudos enormes y compactos. Desde aquí abajo parecen sólidos; pienso que alguien podría vivir dentro de ellos cómodamente.
Me apena ver a Cancio, desesperado por el acoso de los zancudos. Está dejando su rostro de color púrpura, de tanto cachetazo que se pega.
Los Sánchez han pasado la tarde refiriendo anécdotas. Se hace difícil entenderles, porque casi nunca se turnan para hablar. Cuentan todo simultáneamente. Son extraños.
Guardia: Teófilo Sánchez.
Tercer día
Noche serena.
Monte adentro.
Hoy cazamos un chancho. Aunque llevamos provisiones, no estará mal un poco de carne fresca.
No ha sido una cacería común. Ibamos abriéndonos paso a machete por el monte, cuando escuchamos un chillido. Nieve y yo soltamos nuestros equipos y salimos corriendo; los demás quedaron más retrasados. Me sorprende la agilidad de Nieve para sortear escollos en la espesura. Llegamos a un descampado y encontramos al chancho empacado contra la pared de una barranca. Nos miramos sorprendidos, porque nada ni nadie le cortaba el paso. Sin embargo, el animal no se movía de su lugar, como asustado o paralizado por algo. Tanto que yo pensé si no estaría enfermo. Nos acercamos apuntándole con nuestros rifles. Uno, dos, cinco metros. Creo que habríamos podido matarlo desde una distancia aún menor. Aquello no fue una cacería, más bien pareció una ejecución. El chancho no hizo ni siquiera el intento por escapar o atacarnos, sólo aguardó a que disparáramos y se desplomó sobre el suelo.
Mientras lo contemplábamos agonizar, descubrí en el rostro de Abel Nieve una expresión de inquietud. No sé cómo explicarlo, pero yo también he sospechado que aquella presa no era para nosotros.
Los demás no se han enterado y en este momento aguardan con impaciencia a que se termine de asar. Desde mi tienda huelo que ya no falta demasiado.
Esta noche estará de guardia Cancio.
Cuarto día
Noche tranquila.
Estamos ya bastante lejos de nuestro último campamento militar. A veces, por donde transitamos aparece una pequeña senda. Durante un buen trecho se pierde y vuelve a aparecer. Hacia la tarde, Tobías encontró algo y nos llamó. Era una osamenta, blanca y opaca, de huesos fuertes pero delicados, como de un pájaro grande.
Pregunté al mataco de qué se trataba.
El respondió que estábamos en el territorio de los pitáyovai y que el esqueleto pertenecía a uno de ellos. Es una raza que no entierra ni quema a sus muertos.
Ya antes había escuchado el nombre de estos indios, pero nunca me he topado con ninguno. Miré a mi tropa.
Tobías dijo que son unos hombrecitos que caen desde los árboles con sus hachas de doble filo talladas en piedra. Matan a la gente y se la comen.
Se hizo un silencio intenso. Me habría gustado indagar más, pero me pareció que insistir sobre el tema podía afectarnos y la selva no es buen lugar para ponerse nervioso.
Después de todo, qué puede importar. Hay muchas clases de indios por estos lados: chiriguanos, chorotes, chulupíes, matacos, tobas, casi todos pacíficos.
Me tranquiliza saber que llevamos armas y balas suficientes como para hacer frente a cualquier peligro.
De guardia, Abel Nieve.
Quinto día
La noche estuvo rara, se escuchaban a lo lejos unos aullidos que no pudimos identificar; hoy hemos pasado una jornada infernal. Desde que salió el sol, los hombres estuvieron inquietos. La vigilia destempló el ánimo de Abel Nieve y ha peleado con los mellizos Sánchez, impacientado por sus respuestas a coro. Yo había ido a buscar agua al río con Cancio y Tobías y al regresar me encontré con una batalla campal. Los hermanos se trepaban sobre Abel Nieve como si fuera un cerro. Abel los pillaba del cogote, se los sacaba de encima y los revoleaba por el aire. Tratamos de separarlos, primero a gritos, después a empujones, pero era inútil; caímos también nosotros en la refriega. Al cabo de unos segundos, he logrado abatir a Nieve rompiéndole una gruesa rama contra su espalda (lo he lamentado: aprecio al gigante), y luego he tenido que defender su cuerpo a punta de fusil, porque los dos hermanos querían abalanzarse y matarlo a golpes.
Nos hemos quedado allí quietos, jadeando, mirándonos, hasta que nos calmamos.
Atendimos a Nieve y hacia media mañana estuvimos en condiciones de partir. El gigante aún estaba un poco mareado, pero se repuso durante la marcha.
Por la tarde, cerca de un estero maloliente, encontramos unas pequeñas y raras huellas de pies. No tenían dedos.
Tobías dijo que eran de pitáyovai.
Se cree que los pies de los pitáyovai o talón-yovai (yovai significa “al revés”) terminan en un borde redondo, sin dedos; de este modo nunca se sabe hacia dónde se dirigen sus huellas y no se los puede seguir.
A poca distancia de allí, Cancio creyó percibir un sacudón entre las plantas parásitas de un árbol. Abrimos fuego, como locos, vaciando las armas sobre el follaje. Una y otra vez atronamos el monte. De pronto, cesamos de disparar, esperando cualquier indicio del enemigo. Cayó sobre nosotros una lluvia de hojas y ramas destrozadas, mientras se expandía en el aire un silencio espeso que nos aturdía. Quizá fue un mono o un pájaro. O quizá nuestra imaginación.
Esta noche le toca la guardia a Tobías.
Sexto día
Ignoro qué está pasando. El mataco nos ha despertado hace una media hora. Son las tres de la mañana y se escuchan unos alaridos desde la espesura. Resbalan entre los árboles y llegan hasta las tiendas. Podrían ser simplemente de algún pájaro nocturno o de alguna fiera, pero en nuestras cabezas late la misma idea. El pulso de las arterias que nos golpea las sienes susurra: pitáyovai. Pitáyovai.
¿En qué lugar de nuestras almas se origina el miedo? Nace como un pequeño animal que en pocos minutos crece hasta ocupar cada rincón. Y somos nosotros mismos quienes lo cuidamos, le damos de comer, y lo malcriamos.
No tengo deseos de moverme. Creo que estoy aterrado, como todos. Sin embargo, he tomado una decisión que estimo correcta: en instantes más reuniré a mis hombres, nos separaremos en grupos y saldremos a investigar. No podemos seguir así. Tenemos una tarea que cumplir y el miedo nos está entorpeciendo el juicio.
Octavo día
Dios mío, ojalá no lo hubiera hecho. Ojalá nunca hubiéramos abandonado las tiendas. Más valía permanecer en el campamento, aguardando el amanecer. Al menos así habríamos tenido una oportunidad.
Me cuesta relatar esto. No puedo dejar de pensar que no es verdad, que se trata de una pesadilla. En cualquier momento despertaré en mi casa y bajaré las escaleras para tomar el desayuno con mi familia.
La última noche que estuvimos juntos formé tres grupos: Tobías y Abel, los mellizos, Cancio y yo. El plan era avanzar describiendo un amplio círculo que rodeara el sector de donde provenían los gritos y encontrarnos en la playa del río. Nos despedimos, acordando que nos llamaríamos en seguida con un silbido ante cualquier novedad. Los gritos continuaban, ahora sonaban como risas.
Cancio y yo caminamos hasta la playa sin hallar nada. Esperamos un rato, pero nuestros compañeros no aparecieron. Al cabo de una hora, empezamos a preocuparnos. Regresamos a las tiendas, siguiendo el camino que debían tomar los Sánchez. Cada tanto soltábamos un silbido sin recibir respuesta. Los misteriosos gritos habían cesado. Busqué en vano a mis hombres toda la noche.
Entrada la mañana, como a dos kilómetros al este, hemos encontrado a Tobías, parado contra un árbol. No hemos logrado arrancarle palabra durante horas. Hacia el mediodía, nos ha conducido a través del monte hasta un precario campamento deshabitado. No puedo ni quiero describir en detalle lo que vimos, porque excede la fantasía de la mente más perversa. Sólo recuerdo miembros humanos descarnados y cráneos secos repartidos por el suelo. También telas de uniformes hechas jirones. De un tiento atado entre dos árboles, pendían tres pellejos humanos: con terror suponemos que son las pieles de nuestros compañeros. Próximo a los restos de un fogón había un pozo de medio metro de diámetro y poco más de profundidad, lleno de un líquido espeso y negro; era sangre.
He recogido entre los despojos una pequeña hacha de piedra sin mango y la he guardado en mi morral.
Noveno día
Ninguno de nosotros durmió anoche.
Tobías me ha relatado lo que sabe.
Dice que cuando salimos a investigar los gritos, en cierto momento se apartó de Nieve unos metros porque le pareció escuchar pisadas tras los arbustos. Al regresar, su compañero ya no estaba allí. Esperó unos instantes. Luego probó llamarlo con un cauto silbido, sin éxito. En un claro cercano, bajo la luna, creyó descubrir huellas de botas, entreveradas con huellas de pitáyovai. Con dificultad, anduvo varias horas rastreándolas por el monte, hasta que al amanecer llegó al lugar donde halló los despojos que ya he mencionado. Seguramente, los indios sorprendieron también a los Sánchez y los ejecutaron junto a Nieve.
Según el mataco, los pitáyovai son los únicos demonios vivos, de carne y hueso, que caminan en la selva; capturan víctimas en las noches de luna y guardan la carne como alimento.
Décimo día
He pensado todo el día en el relato del mataco. Obsesionado por el recuerdo de aquel pozo lleno de sangre, le he preguntado qué significa. Me ha dicho lo que otros le han contado: los pitáyovai cortan a sus prisioneros en pedazos, sin matarlos; les extraen la sangre y la juntan en un recipiente o en un pozo. Entonces se sientan a esperar a que acudan las almas de los difuntos a beber.
Trato de serenarme para considerar objetivamente esta situación, pero no puedo.
La falta de sueño y las escenas que he presenciado me descalifican para tomar decisiones. ¿Qué debo hacer? ¿Suponer que las pieles y los huesos que enterramos no pertenecen a mis hombres? ¿Que Abel Nieve y los hermanos Sánchez han desertado, puesto que les encomendé una misión y no regresaron? Ojalá así fuera y me los encontrara dentro de unos meses en la ciudad, con otros nombres, ocultándose de las autoridades.
Hoy hemos revisado la zona tímidamente, tan sólo como para asegurar que seguimos buscándolos y justificarnos frente a cualquier acusación.
Undécimo día
Mañana, si Dios quiere, llegaremos al campamento militar. Ayer emprendimos el regreso. Tomé la resolución de no continuar el viaje de reconocimiento. De todas formas, no es un paso aconsejable para nuestro ejército.
Pitáyovai. Cuando hacemos un alto para descansar y cabeceo un breve sueño, aparecen las imágenes de sus huellas sobre el cieno. Entonces despierto agitado, frío de sudor. ¿Será posible que no tengan dedos en los pies? Quizá sea un truco que logran mediante algún instrumento fabricado por ellos.
El mataco Tobías nos abandonó apenas pisamos tierras conocidas.
Cancio y yo somos los únicos sobrevivientes del grupo. En nuestros corazones no existe la menor duda de que los demás han perecido y de que no pudimos hacer nada por ayudarlos. Nadie habría podido. Sin embargo, nos sentimos culpables, como si los hubiéramos abandonado. Debo convencerme: la única culpable es la selva, murieron víctimas de un fenómeno natural. Los pitáyovai son un fenómeno natural en este mundo, tan natural como un terremoto o un huracán.
Mientras toco el bulto del hacha de piedra en mi morral, pienso qué les diré a mis superiores: no me creerían si les cuento lo que ocurrió en realidad. Lo más sensato será referir que fuimos atacados por el enemigo y tuvimos tres bajas. El enemigo es algo simple de comprender durante la guerra. Pensarán sin duda que digo la verdad.
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