VERANO12 • SUBNOTA › EDGARDO COZARINSKY
Mi hermano no se me parece. En nada. Sé que debería decir mi “medio hermano” pero la expresión me resulta cómica: me recuerda al mago que, de chico, vi serruchar por el medio la caja donde una muchacha poco vestida, de muslos generosos y sonrisa invitante, se había acostado sin temor ni vacilación. (Y por cierto que pocos minutos después, tras los esfuerzos muy sonoros de su cómplice transpirado, había emergido más sonriente, más invitante aún, para inclinarse ante los aplausos del público.) Ni yo ni mi hermano, por más “medios” que seamos para la jerga jurídica, hemos sido una sola, única persona en ningún pasado imaginable, ni siquiera en el útero de esa madre que nos concibió, de padres diferentes, a ocho años de distancia. Lo llamo hermano por cortesía, aunque no estoy seguro de que a él le importe. Tal vez lo hago como un vago gesto, cuyo sentido se me escapa, hacia esa mujer que iba a desaparecer de su vida del mismo modo en que pocos años antes había desaparecido de la mía.
Lo miro cebar el mate, espesar la yerba, no dejar enfriar el agua. Está sentado en un banquito, ante el brasero; a mí me ha señalado una silla plegadiza, de lata, que me parece precaria y, adivino, no es usada a menudo. A la sombra del alero posterior de la casa, el calor de la tarde parece soportable aunque el sol sigue castigando el pastizal descuidado, qué digo: salvaje, que ha invadido lo que en algún tiempo debió ser un huerto. Pero en este momento es él quien me interesa. Insisto:
–¿No cambiaste de idea? Se ríe, bajito, como si mi pregunta no fuera en serio, o como si requiriese una réplica graciosa.
–¿Para qué preguntás si sabés que no? Y es cierto, sé que no quiere dejar esa tapera que para él no puede tener sentido, si no lo tiene siquiera para mí. Mi propuesta, sin embargo, es muy razonable: vender el terreno, por más devaluado que esté, con la casa incluida, ruina que sólo él es capaz de considerar habitable; ocuparme de todo, no cobrar la comisión que me correspondería, y dividir por partes iguales el resultado. Intento conmoverlo por la franqueza.
–Hay algo que no entiendo. ¿Sos cuánto menor que yo? ¿Ocho, diez años? Sos joven todavía. Está bien: entiendo que no querés ejercer de ingeniero. Pero... enterrarte aquí... ¿No hay nada que te interese en el mundo? No te hablo de trabajar, te hablo de elegir un lugar menos triste, menos abandonado...
Ahora su sonrisa crece, aunque ha dejado de reir. Se queda en silencio, y la sonrisa se le hace mueca.
–Qué querés que te diga... Así es la vida.
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Al llegar a Gualeguay esa mañana, Ariel Verefkin había creído posible encontrar un taxi que lo llevase hasta la casa; estaba a sólo veinte kilómetros de la ciudad y el día se anunciaba seco.
(Recordaba un viaje frustrado al que su padre lo había arrastrado de chico, en el decrépito Chrysler 1938 del que en los años cincuenta se obstinaba en no separarse. “Qué querés, mejor un auto viejo y bueno que esas latas que ahora fabrican en el país.” Su intención era hacerle conocer el lugar donde se habían instalado los abuelos cuando llegaron de un país inimaginable llamado Besarabia. Ariel, que por entonces consumía novelas de la colección Robin Hood y films en CinemaScope de la Fox, no veía en ese proyecto nada novelesco capaz de seducirlo. Apenas salidos de Gualeguay, la lluvia transformó el camino de tierra en un barrial; el noble Chrysler se empantanó y una camioneta debió arrastrarlo con cadenas hasta devolverlo al pavimento en las afueras de la ciudad.)
Pero esta mañana la ciudad estaba aturdida por un encuentro nacional de motocicletas: unas quinientas se habían dado cita frente al balneario municipal y él había pasado cuarenta minutos en un bar, el Monte Carlo, donde le prometieron llamar a un taxi o conseguir alguien que lo llevase. Pero ningún vehículo salvador se había materializado. Su instinto comercial le hizo suponer que lo demoraban para instigarlo a consumir, pero pronto debió rendirse a la evidencia de que se habían olvidado de él: tanto el dueño como los mozos se habían unido a los pocos clientes para dialogar ante la puerta con los desconocidos que estacionaban sus vehículos, rugientes apariciones minutos atrás, súbitamente convertidos en silenciosas esculturas metálicas.
Poco a poco se dejó contagiar por la curiosidad ajena. Su propia falta de reticencia lo sorprendió: él, que no se permitía fácilmente distraerse de sus intereses profesionales (y éste, se repetía, era un viaje profesional), empezó a interesarse en el espectáculo que se organizaba espontáneamente. El cine norteamericano le había enseñado a asociar este tipo de festivales con el terror de bandas apocalípticas: obesos veteranos de Vietnam, sucios, tatuados, calvos e hirsutos a la vez, con hembras ávidas y sumisas que se adherían a sus espaldas forradas de cuero, todo bendecido por la abundancia de drogas y alguna cruz svástica. Ahora, en cambio, tenía ante él a muchachos afables, de barbas decorativas y orejas perforadas por aros nada amenazantes; hasta sus tatuajes proponían criaturas mitológicas más fantásticas que letales. El tono de su reunión, se dijo, no era demasiado diferente de esas excursiones a Bariloche que los graduados del llamado ciclo medio suelen organizar...
Entre esa multitud sonriente y locuaz que rodeaba a los forasteros debía estar su taxista, o el particular deseoso de hacerse unos pesos extra, cuyos servicios se había apresurado en descontar... De pronto, un vocerío convocó todas las miradas hacia un extremo de la plaza. Varias motos se pusieron en movimiento y acudieron para formar la escolta de honor de una Toyota polvorienta que hacía su entrada triunfal. la conducía, saludando con una mano en alto, una silueta alta y delgada.
–¡La abuela Toyota! –exclamaron voces jóvenes. Acogida por una ola de afecto evidente, la moto se vio forzada a deternerse. rodeada por muchas Nissan y Harley Davidson, por Hondas Rebel y Hondas Varadero, aun por modestas Gilera. El casco, al alzarse, reveló la cara bronceada, surcada, y el pelo blanco, cortísimo, de una anciana risueña.
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No, mi hermano no se me parece. Se llama Hugo Acuña y creo que no ha trabajado un día en su vida, si no es para inventar estratagemas que le permitan vivir sin trabajar. Algún dinero en el banco debe tener este niño mimado, de otro modo no podría comprar la yerba para el mate que se pasa el día tomando ni darle de comer al caballo en el que sale a dar una vuelta todas las mañanas. ¿Qué hace que un hombre de treinta y cinco años, educado en Europa, con un título universitario, venga a enterrarse en este campo de donde mi abuelo y sus hermanos no veían la hora de escapar?
Pero no estoy aquí para analizar su conducta sino para evaluar la casa, la propiedad donde alguna vez hubo un huerto, donde se intentó cultivar girasol y aún más tarde, cuando el campo se anegó, arroz. Parece que la visita anual de las langostas, que en pocos minutos ennegrecían el cielo, y dejaban pelados los árboles más rápido aún, y los golpes de mi abuela y sus hermanas sobre cuanto tacho tenían a mano, estruendo que hubiese debido espantar a las langostas y pocas veces lo lograba, bastaron para que toda una generación eligiera la ciudad. Es lo único, la ciudad, que me emparienta con todos esos médicos, contadores públicos y dentistas que tantos diplomas le dieron a la satisfacción de sus padres. Yo compro y vendo propiedades. Aunque en la agencia la secretaria me llame doctor, no tengo ningún título.
Miro la casa, el cuerpo principal de adobe, que se había procurado adecentar con un revoque del que poco queda, y el otro cuerpo de ladrillos, el que hubo que construir años más tarde después del cuarto hijo. En ambos el piso era, es de tierra apisonada. la cocina está al fondo, abierta sobre el campo. A unos cien metros, una garita esconde el retrete. El registro catastral menciona una hectárea, pero aun si esta tierra, inculta desde hace tanto, pudiese ser resucitada, aun si la tapera fuese demolida para construir una verdadera casa, aun si el camino, que ya no es de tierra, como en mi infancia, sino de ripio, estuviese asfaltado, el golpe de gracias para la evaluación lo da, a un lado, a unos cientos ciencuenta metros pero lindando con la propiedad, lo que fue la vieja escuela Barón Hirsch, que ya no tenía alumnos hace muchos años: dos pabellones que el ministerio provincial de salud pública había ecuperado para instalar el asilo psiquiátrico doctor Marcos Trachtenberg. Dicen que al caer la tarde, cuando sacan a los internados al patio para que estiren las piernas, de atrás de la alta tapia llegan sus voces, sus insultos, sus risas obscenas. Y es esta propiedad invendible la que las leyes de la herencia me han hecho compartir con Hugo Acuña, al que tengo la deferencia de llamar hermano.
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Ariel Werefkin no se da por vencido. Sentado ante una cerveza, en el fresco relativo del Monte Carlo, pasea la mirada sobre las motocicletas que cubren el predio llamado Planta de Campamento: cucarachas gigantes, inmóviles, que sus dueños y esclavos han lavado para el desfile en el Corsódromo Gualeguay; libres del polvo del camino, relucen al sol de la tarde. En una mesa vecina, la “abuela Toyota” les explica a dos jóvenes barbudos, que lucen en los dedos de la mano derecha idénticos cintillos, la necesidad de viajar con un teléfono celular, sobre todo por caminos tan azarosos como los de Chubut y La Pampa.
Pero estos personajes y su conversación no lo distraen. Más de una vez ha pensado que debería olvidarse de la propiedad: aun si apareciese un comprador, el precio que podría obtenerse sería ridículo, y “el cincuenta por ciento de lo ridículo es lo patético”, como dcía su padre. Pero también piensa que sería una manera de evacuar definitivamente de su vida a Hugo Acuña, cuya mera existencia le recuerda que su madre los dejó, a Ariel y a su padre, para seguir a un tal Acuña, conocido en el casino de las termas de Río Hondo; que poco después lo había seguido a España cuando los negocios del tal Acuña lo llevaron a instalarse en Barcelona; que allí había dado a luz un hijo, ese Hugo que años más tarde, desaparecida su madre quién sabe en qué circunstancias, había elegido instalarse no sólo en la Argentina sino en ese rincón de Entre Ríos que no le correspondía, que no era su historia, ese Hugo Acuña que ahora calzaba alpargatas y tomaba mate: tan ridículo como esos vástagos de la clase media que hace unas décadas se rapaban, se envolvían en túnicas color azafrán y andaban cantando “Hare Krishna” por las calles...
Una noche de verano, cuando Ariel era muy chico, su padre había desocupado la mesa del comedor después de cenar y llamó a su hijo para que presenciara una ceremonia privada. Durante media hora, tal vez más, procedió a cancelar cuanta efigie de su esposa encontró en el departamento. Minuciosamente, la tijera separaba su imagen de quienes podían compartir con ella la fotografía; una vez aislada, la cortaba en todos los sentidos, verticalmente, horizontalmente. Ariel veía emerger ya una sonrisa, ya una mirada, ya un ademán de la mano. La falta de contexto entregaba esos recortes al juego de interpretaciones innumerables, los cargaba de nuevos sentidos; son esos fragmentos de un cuerpo, su variada, múltiple mutilación más que una presencia, un calor, una voz cada vez más borrosos, lo que Ariel recuerda de su madre: sin nostalgia, ya casi sin rencor. Si la casa y el terreno se vendieran, quiere creer, nada me la recordaría, ni siquiera las boletas de los impuestos inmobiliarios que cada doce meses, como un cumpleaños malvenido, llegan a mi escritorio. Decide insistir por última vez. Entre los más entusiastas que festejan a los visitantes reconoce al propietario del Renault que pocas horas antes ha sido su chofer. No le cuesta convencerlo, por el mismo precio, de repetir el trayecto, de esperarlo (“no más de media hora, estoy seguro”) y traerlo de vuelta a Gualeguay antes que anochezca.
Las nubes rosadas han empezado a enrojecer, se deshilachan en un cielo cada vez más azul, cuando el automóvil estaciona al borde del camino, a pocos metros de la casa. Un perro cansado se asoma a recibirlo, se le acerca hasta husmear los zapatos embarrados; tiene cataratas en el ojo izquierdo y se queda a su lado, acompañándolo mientras él entra en la casa vacía y la recorre con la mirada, sin llamar a Hugo. Finalmente emerge de esa penumbra fresca a la cocina abierta, que el alero de lata ya no protege del calor acumulado durante el largo día de verano. La silla y el banquito están donde estaban tres horas antes, la pava y el mate también. El perro sigue los movimientos de Ariel, resignado a su ir y venir. A lo lejos, la puerta abierta del retrete declara que allí no hay nadie. El caballo, atado flojamente un sauce, parece ignorar la presencia de un visitante.
Ariel escucha como por primera vez el rumor de la brisa en el pastizal, una brisa que trae las voces discordantes de pájaros invisibles, que promete refrescar el aire. A esa hora en que el día acelera su partida y la luz regala colores cambiantes al paisaje más familiar, Ariel siente que para él el tiempo se ha detenido. Esa casa en ruinas, esa parcela de tierra estéril ya no lo amenazan como el testimonio de un pasado que ha querido erradicar; al contrario, entiende que pueden tener un encanto, aunque él aún no lo perciba y sólo empiece a aceptar su existencia. Mezclada a las voces de los pájaros, cree reconocer una voz humana, aunque la distancia, y tal vez el llanto, la desfiguran. Busca con la mirada y distingue a lo lejos una mancha que parecería agitarse en su sitio, contra el paredón encalado del asilo. Al fijar en ella la atención, esa mancha resulta ser un hombre, por momentos de pie, por momentos en cuclillas; sus manos arañan la pared; dirige la voz hacia lo alto pero no debe esperar que llegue al cielo, se contenta con que pase por encima de esa pared y sea oída del otro lado. A Ariel le llegan sólo ráfagas de lo que dice, y ahora comprende que sí, la interrumpen la distancia y los sollozos. –Mamá... ¿me oís? Estoy aquí... Soy tu hijo, Hugo. ¿me oís, Mamá? Yo no te abandono, yo estoy aquí, a tu lado...
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No quiero pasar la noche en Gualeguay. No bien llegue voy a buscar la manera de irme, y si a esta hora no la hay encontraré un auto, éste u otro, con ganas de ganarse unos pesos, que quiera llevarme de vuelta a Buenos Aires. Ya al entrar a la ciudad veo por todos lados que los motoqueros festejan, tienen latas de cerveza en la mano, alguno ha sacado una guitarra y empieza a entonar “Salamanqueando pa’ mí”. A la “abuela Toyota” los chicos la llevan en andas alrededor de la plaza.
Estoy esperando al chofer: ha ido a avisarle a su mujer que no estará de vuelta antes de la madrugada. Lo espero sentado en una mesa al fondo del Monte Carlo. Todos están en la calle. Nadie me ha preguntado qué quiero tomar. Mejor así. Bastante tiempo y dinero ya gasté en este viaje, total para no arreglar nada, a lo sumo para enterarme de que mi madre, como lo había predicho mi padre, iba a terminal mal, que Acuña sin duda la había plantado, como ella a nosotros.
Lo que no podía imaginar es que al final se la iba a guardar mi hermano, él solo, él, el buen hijo, el gallego, el goi, el otro.
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