VERANO12 • SUBNOTA › POR CARLOS GAMERRO
Una conversación entre William
Johnson, John Fletcher y William
Shakespeare, en la Taberna Mermaid
de Londres, el 25 de septiembre de 1615.
Huésped: ¡Eh, Davy! ¿Todavía no está listo el caballo de maese Shakespeare?
Davy: En breve se lo tendré pronto, señor.
Huésped: ¿Puedo invitarte con alguna cosa mientras esperas, maese Shakespeare? ¿Y a ti, maese Fletcher?
WS: Un jerez no estaría mal.
JF: Y una cerveza oscura para mí. Eso sí, te suplico que pases adelante con tu historia. Ya he perdido la cuenta de las veces que le he pedido a Will que me la cuente.
Huésped: Es su natural modestia la que pone el sello en sus labios. Por aquel entonces era también algo tímido, salvo cuando lo envalentonaba el trago; entonces se pavoneaba como rey del gallinero, y con sobrados motivos, pues todos los teatros de la ciudad habían rendido sus puertas ante el triple embate de sus sextos Enriques; este hombre aquí sentado tan tranquilo llevaba camino de convertirse en único sacudescenas del reino; y si esta estampa quieres que te dé completa, debes tener en cuenta que por aquellos días la peste rugía por las calles y casas de Londres como un fuego que solo a las gentes quemaba y respetaba lo demás; el cómputo de muertos crecía con el verano y aun así en los teatros no cabía un alfiler; sabíamos que no podía durar, y por eso nos entregábamos en alma y vida al carpe diem: cada teatro era un Elíseo y un campo de asfódelo floreciendo a la vera de una estigia fatalidad.
JF: Bien dicho, ilustre huésped de la Mermaid. Un día de estos te coronaremos con los lauros del poeta.
Huésped: He bebido con los mejores ingenios del reino. Algo del vuestro se me había de pegar. Nuestra escena, entonces, se representa bajo el signo de la taberna del león rugiente. En el día en que transcurre se habían derramado miles de lágrimas por la muerte del pequeño Rutland y la del buen rey, y donde cada una cayó brotó un penique, a la buena cosecha de todos los cuales alzaron sus copas los actores reunidos en el salón de la granada, a saber, los hermanos Burbage, Harry Condell, Kit Beeston, Nick Tooley y el pequeño Sinklo; y en toda aquella alegre compañía no había nadie más animoso que este káiser, este uchalí, este príncipe de los poetas, que no cesaba de pedir más vino para sí mismo y las dos buonarobas que había sentado sobre sus rodillas –tan buonas, al menos, como podían proveerlas los albañales de Shoreditch–. Todo era buen ánimo, fiesta y diversión, cuando de un empujón se abrió la puerta de calle y entró un tropel de poetas rivales, los de la compañía de Ned Alleyn: maeses Tom Kyd, Tom Nashe, maese Robert Greene, y con ellos el hombre que aquella tarde había reiterado el milagro de extraer dinero de un judío; maese Marlowe, quién si no. Apenas se hubieron sentado, nuestro Homero inglés aquí presente pidió vino para todos, instándolos a “beber a baldes del más fuerte moscatel”, palabras que maese Marlowe correctamente interpretó como su pie para preguntar:
“¿Y a la salud de quién o de qué brindaremos, si puedo saber?”
“A la de las muy famosas victorias de la casa de York,” contestó nuestro Will. “¡Pago la ronda de tragos! ¡Y también la de mozas! Maese Marlowe, ¿Cuál prefieres de las dos? ¿Melpómene? ¿Talía?” levantando una rodilla a la vez, maese Shakespeare se las ofreció. “Me parece que Melpómene agradará más a tu paladar.”
Conociendo todos que maese Marlowe profesaba la contraria fe, tuvieron el aliento hasta que respondió:
“¿Esta, Melpómene? Me parece que te confundes. Se trata de nuestra vieja amiga Clío una vez más.”
“¡Se le asoman los pergaminos tras el antifaz!” aportó maese Kyd, y los de su facción –Tom Nashe y Dick Greene– le festejaron la gracia con risitas de complicidad.
JF: No entendí.
WS: A la musa de la historia, Clío, suele representársela sosteniendo un haz de pergaminos enrollados. Melpómene, musa de la tragedia, nunca sale sin su máscara trágica.
JF: Ah.
WS: Por algo los llamaban los ingenios de la universidad. Voy a poner en orden lo necesario para mi partida, Jack, pues al paso que vamos terminará nuestro huésped su relato antes que el mozo de empacar.
Huésped: ¡Ve con Dios, flor y nata de los poetas ingleses! ¿Y tú, maese Fletcher, Antonio de este César, Alcibíades de este Sócrates, Alejandro de este Aristóteles, atenderás a lo que resta de mi historia?
JF: Solo para ello me he llegado hasta aquí.
Huésped: ¿Dónde la habíamos dejado?
JF: En que Marlowe le bajó la cresta a Will recordándole que había escrito un puñado de comedias y dramas históricos, pero ninguna tragedia. Y después de eso, maese Kyd exprimió su módico ingenio sobre las musas y los emblemas de sus respectivos oficios.
Huésped: Intromisión que poco hizo por endulzar el ánimo de maese Marlowe, puedo decirte, pues al sumarse a la lid la hoja de maese Kyd no había hecho sino mellar el filo de la suya, obligándolo a dejar de lado toda sutileza y decirle a maese Shakespeare del modo más directo:
“Nunca escribiste una tragedia, ¿o me equivoco?”
“¿Y qué hay con eso? Pudo escribirte una cuando quieras,” replicó Will, a lo que maese Marlowe dijo:
“¿Y por qué no ahora?”
“¿Qué quieres decir?”
“Lo que dije. Dijiste que podías escribir una tragedia cuando quisiera. Adelante pues.”
“Quisiera creer”, comenzó a decir maese Shakespeare con voz bastante más sobria, “que menos importa cuándo empiece que cuándo deba entregarla”.
“¿Qué dices”, volvió a entrometerse maese Kyd, “antes de que el primer rayo de sol se asome a los tejados de St. Leonard?”
Nuestro Will lo fulminó con la mirada, pero dirigió sus palabras a maese Marlowe:
“A ver si entendí. Querrías verme escribir una tragedia completa en una noche.”
“Me encantaría,” respondió maese Marlowe.
Mesa de por medio sus miradas se habrán trabado en el más absoluto silencio por un minuto o más.
“Despejad la mesa,” dijo Will al fin. “Papel. Tinta. Plumas.”
La primera hora garabateó cual poseso, apenas tomándose cada tanto un respiro para afilar sus plumas y sonarse los dedos. En acabando la página, maese Kyd la tomaba y la leía a los circunstantes, en el cuarto vecino para no distraer a la nueva musa de Will. Primera: Tito Andrónico, vencedor de los godos, regresa a Roma con cuatro hijos vivos y las momias de los otros veintiuno; página siguiente: sacrifica al primogénito de Tamora, reina de los godos, a despecho de sus lágrimas y súplicas; tercera: renuncia a la corona imperial a favor de Saturnino, primogénito del recientemente muerto emperador, destruyendo así las esperanzas de Bassiano el segundón y prometido de Lavinia, única hija de Tito; otra, el emperador Saturnino anuncia su boda con Lavinia, y Tito no tiene más remedio que dar su consentimiento; siguiente, Bassiano roba a su prometida, apoyado por el tío y los hermanos de ésta, y Tito, al tratar de impedir el rapto, atraviesa con su espada a uno de sus propios hijos; última, Saturnino toma a Tamora por esposa y ésta manifiesta la decisión de vengarse del hombre que hizo burla de su llanto y de sus ruegos. Nada bueno parece augurarle la fortuna al cano guerrero, ni tampoco al joven poeta, que llegado a este término sudaba copiosamente y apenas podía tener, por los calambres, la pluma.
“¿Qué, maese Shakespeare, te das por vencido?” preguntó maese Kyd. “No tengas pena. Puedes abandonar el campo sin gran descrédito. Después de todo has escrito un primer acto nada desdeñable para un novato en la lid trágica, se entiende.”
“Mi mente recién ahora está entrando en calor,” respondió nuestro Will, “apenas es mi mano la que se entumece.” No terminó de decirlo que maese Condell había tomado su lugar en la mesa y nuestro amigo, sin tomarse una pausa para pensar ni, podría creerse, respirar, comenzó a disparar verso tras verso, conjurando en la vasta quietud de la noche la oscura figura de Aarón el moro, barragán de la lasciva reina goda; el cual disuade a los dos hijos de ésta de seguir disputándose el amor de Lavinia y compartir como buenos hermanos el rapto y el estupro, usando, para mayor comodidad, el cadáver del asesinado marido de colchón; y no contentos con tales tropelías se determinan de seguir las enseñanzas del mítico Tereo, mejorándolas en un punto, amén de la lengua le cortarán las manos a esta nueva Filomena, para que no sea capaz de publicar su crimen ni a viva voz ni por escrito. Y fue ahí que Condell tomó ocasión para soltar la pluma y gritar “¡Tan manco estoy como ella!”, a lo que Will exclamó “¡Postas! ¡Es preciso hacer postas!” y maese Burbage la tomó al vuelo para acompañar a los dos hijos de Tito, engañados por el moro, en su caída al pozo donde yace Bassiano, para ser acusados de su muerte; de la mano de Harry pasó a la de Kit Beeston, a tiempo para recibir de manos de Aarón el perdón del emperador, a condición de que alguno de los Andrónicos se corte una mano y se la envíe como presente; y mientras su hijo Lucio y su hermano Marco se disputan el privilegio, Tito alarga la suya a la alzada cuchilla del moro. Un general gemido acompañó el golpe de su caída, y maese Beeston aprovechó la pausa para entregar la pluma a maese Cuthbert Burbage: justo a tiempo, porque en ese momento llega el mensajero del emperador para devolverle a Tito su mano y las igualmente inservibles cabezas de sus dos hijos, y en el silencio que descendió sobre la estancia todos escucharon las palabras del viejo, apenas susurradas a través de los labios de su vocero: ¿Cuándo podré despertar de este sueño espantoso? Y al punto, para horror de todos, comienza a reír: es la locura de Tito que así se manifiesta por primera vez. Acto seguido indica a su hermano que tome una de las cabezas, que él llevará la otra en la mano que le queda, mientras su hija trae la otra.
JF: ¿Cabeza?
Huésped: Mano. No acabó Will de decirlo que con un brinco de saltimbanqui maese Kyd exclamó “¡Ella no tiene manos!” y Will, sin mirarlo siquiera, se volvió hacia mí y me dijo “Dame una pipa bien llena, muchacho,” y cuando se la alcancé dio dos o tres pitadas, todavía sin mirar a maese Kyd, y luego soltó las memorables palabras: Y tú, dulce muchacha, mi mano entre tus dientes trae; al oír las cuales todos los presentes, tirios y troyanos, dieron voces y sombreros al aire y se abrazaron emocionados, apenas maese Kyd y sus acerbos bachilleres se ausentaron del festejo general. Pero el reloj había dado las dos, y Will no había recorrido todavía la mitad de su carrera. Y es aquí, justamente, que mi historia crece hasta hacerse peregrina e inaudita como ninguna.
Will pidió plumas nuevas, hizo despejar la mesa de todo lo que no fueran el papel y éstas, y dividió la pila en dos. Frente a cada una se sentó uno de los hermanos Burbage, y en ese punto nuestro Virgilio inglés se bifurcó en un Horacio y un Ovidio, y mientras uno se metamorfoseaba en Tito pidiendo cuentas a su hermano por la muerte de un moscardón, el otro ayudaba a la estuprada Lavinia a guiar con muñones y dientes el báculo de su padre para escribir en la arena los nombres de su deshonor. Y si no fuera ya grandísimo milagro ver a un poeta partir cual manzana su mente en dos, lo que vino a continuación pareció cosa de hechicería o necromancia: pues mientras Sinklo era testigo del nacimiento del hijo de la emperatriz, un bonito niño color carbón, al mismo tiempo su padre el moro era apresado por Lucio, el único hijo de Tito que la muerte perdonó, que conduce a los godos contra Roma para vengar a su padre y deponer al emperador, siendo maese Condell el cronista de esta segunda y simultánea invención. “¡Alguno que lleve la cuenta de los muertos!” Will bramó corriendo de escena a escena y escriba a escriba como lanzadera de tejedor, y maese Heminges exclamó “¡Si mis cálculos no fallan son siete los que van!” a lo cual Will reclamó plumas nuevas, y entregándoselas a maeses Cuthbert Burbage y Beeston repitió el milagro anterior, logrando que los hijos de Tamora visitaran a Tito disfrazados de Asesinato y Violación al tiempo que colgaban degollados cabeza abajo llenando dos profundos cuencos con la sangre que, helada y cocida, llegaría a los labios de su madre entre las dos tapas de un pastel. “¡La monta de los muertos, Phil, si no es mucho pedir!” demandó Will, y maese Heminges contestó “¡Nueve!”. Aquí Will se tomó un respiro de sus malabares para dictar la confesión de Aarón, susurrándola audiblemente, segura tras segura palabra, en los oídos de Dick Burbage; pero en ese momento las campanas dieron la hora cuarta, y todos advertimos que tras los rombos de la ventana comenzaba a clarear.
“Te queda una hora, maese Shakespeare,” dobló la de maese Kyd. “A no ser que nos pongas a todos una pluma en cada mano, no sé cómo vas a hacer.”
“Una sola me bastará,” contestó Will, “pero solo puede empuñarla una mano incapaz de temblar ante el horror.” Era, quién podía dudarlo, el pie para que maese Marlowe entrara en escena.
“Veré qué puedo hacer,” dijo, y la tomó de manos de Will.
Bienvenido, señor, y vos, soberbia
reina; aunque es pobre mi mesa, vuestros
vientres llenará. ¡Ea, comed, comed!
Mientras dice estas palabras Tito, vestido de cocinero, coloca dos grandes pasteles humeantes sobre la mesa y gruesas tajadas en el plato de cada comensal. Las palabras volaban de labios de Will, Kit las cazaba al vuelo y las ataba al papel, y todos los presentes, con la notoria excepción de Kyd y Greene, comenzaron a golpear las mesas con sus jarros de peltre al tiempo que cantaban “¡Sí, sí, sí!” como una timbal que marcara fúnebre el ritmo de este banquete final. Mientras comen, Tito le pide al emperador que lo ayude a resolver una perpleja tribulación: si un padre se entera que su hija ha sido forzada, ¿está en su derecho de matarla y lavar con su sangre el deshonor? Y no termina Saturnino de dar su veredicto positivo que Tito ha hundido su acero en el anhelante pecho de Lavinia; y por encima del “¡Diez!” de Heminges el espantado emperador exige saber quién fue el violador; a lo que Tito, bailoteando cual bacante en torno a la pareja real, señala los menguados pasteles y chilla: ¡Ahí están, horneados en ese pastel! Y al punto pone remedio con su cuchillo a las arcadas de la emperatriz, iniciando un conteo que Heminges apenas podía seguir: “¡Once! ¡Doce! ¡Trece!” mientras Saturnino ultima a Tito para vengar la muerte de su cónyuge y Lucio salta sobre Saturnino para vengar la de su progenitor.
“El trece es número de mala suerte, Will,” le advirtió su contador.
“No te preocupes, Jack, que en el tintero me queda uno más. Kit, ¿estás listo para acabar con mi moro como acabaste con tu judío?”
“Mi pluma está a tu servicio, Will” replicó maese Marlowe, y la compañía volvió a su cántico de ¡Sí, sí, sí! con la excepción de maese Kyd que solo tenía ojos para las ventanas y ese sol maldito que no acababa de asomar.
WS: ¿No has terminado aún, amigo huésped?
Huésped: Estoy apenas a un cadáver del final. Lucio ya ha hecho enterrar a Aarón hasta el pecho en el pozo donde la muerte lenta lo consumirá, ya se ha despedido el malvado moro con su inolvidable Si alguna buena obra hice en esta vida, me arrepiento de todo corazón, ya había empezado maese Kyd excitadísimo a gritar “el sol, el sol” y lo único que faltaba para cerrar eran las obligadas palabras finales de Lucio, el nuevo emperador: pero a todos les fue dado ver que ya se había gastado todas sus doradas palabras nuestro Séneca inglés, y que las pocas que salían de su boca estaban oxidadas y rechinaban, más que tintinear. Y a esa hambrienta tigresa Tamora, crujía su lengua cual eje sin engrasar, échenla a las bestias y... “aves de presa” todos alcanzamos a ver cómo lo labios de maese Marlowe moldeaban el aire sin hacerlo vibrar, todos excepto maese Kyd, demasiado ocupado en espiar tras los remolinos del vidrio la incierta presencia del sol, porque había amanecido un día nublado y el contorno de su disco no se alcanzaba a discernir con claridad, aves de presa, graznó Will; como final no estaba tan mal, pero no había logrado rimar, y en aquellos días los pareados eran tu única manera legítima de terminar; Bestial fue su vida y sin compasión, siguió, arrastrando las palabras, que las aves... las aves... “le coman un pezón” propuso socarrón maese Greene, pero nadie le hizo caso, todos rastrillábamos la lengua inglesa en busca de la palabra adecuada, y ya maese Kyd había empezado a gritar “¡El sol! “¡El sol! ¡Ahora sí! ¡Lo veo con claridad!” cuando con un monstruoso eructo en el que pareció dar el alma Will exclamó ¡Que las aves le tengan compasión! Y allí todo fue besos y abrazos y alzar a Will en andas y en medio de la algarabía maese Kyd clamaba en el desierto “¡No, no puede hacerse! ¡Perdiste! ¡No se puede rimar en la misma palabra!”
“¿Quién dijo?” lo desafió maese Shakespeare, los pies de nuevo en la tierra.
“¡Todos los dicen! ¡Eso no se hace!”
Y con eso le dio el pie a maese Condell, que había hecho el fantasma en La tragedia española, para recitar:
A Baltasar iban a asesinar;
pero fueron a Horacio a asesinar,
y abusaron de mi Bel-Imperia,
a quien yo amaba más que a todo el mundo,
porque me amaba más que a todo el mundo.
“¡Esperad!”, exclamó entonces maese Kyd, “¡No es lo mismo! ¡Esa es una figura legítima! ¡Se llama epístrofe! Además, yo no las usé en la conclusión,” suplicaba ya, sabiéndose vencido, y se volvió a maese Marlowe como desesperado recurso final: “¿Kit?”
“A mí me parece un final rimado tan bueno como el mejor. Bienvenido a nuestro club, maese Shakespeare, te felicito por tu obra maestra. Lo que a otros le lleva siete años de esfuerzo has logrado condensarlo en el estrecho vidrio de una noche estival.”
Y hasta aquí llega mi historia. Antes de que esa semana llegara a su fin la peste había obligado a cerrar los teatros y cuando volvieron a abrirse, y Tito Andrónico pudo ver la luz en el Theatre, estaban muertos maeses Marlowe, Greene y Kyd. ¿He dicho bien, mi valiente rufián?
WS: Mejor que un compuesto de Demóstenes y Cicerón, mi alegre huésped de la Mermaid, has hablado como poeta y como príncipe. Esto va en pago de tu caballo y tu hospitalidad. ¿Nos ponemos en marcha, Jack, nos echamos a andar?
JF: Te acompaño hasta la puerta de Ludgate. Hasta pronto, mi buen huésped.
Huésped: Adiós, corazones míos. Buen viaje, maese Shakespeare, y dale mis saludos a tu familia y a los ilustres ciudadanos de la villa junto al Avon.
JF: Bueno, por fin logro escuchar la verdadera historia de tu gran hazaña.
WS: Tan verdadera como cualquiera que haya salido por las puertas de marfil. No fue una noche sino una semana entera, y la escribí de mi puño y letra del principio al fin, aunque es cierto que no me dejaron salir de la taberna hasta que la terminé, por prevenir que acudiera a algún ayudante o colaborador. Me encerraron en el salón del pavo real, y a cambio de las páginas que les iba pasando por debajo de la puerta me traían agua y alimentos y me cambiaban el orinal.
JF: Esa historia es todavía más extraña que la que nuestro huésped me contó. Y ya que estamos en tema, nunca deja de maravillarme tu justísima imitación de sus modismos y fraseología. El huésped de la Posada Garter en Las alegres comadres es el genio y figura de éste.
WS: Es a él a quien debes felicitar. Fue después de ver mi comedia que empezó a hablar así.
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