Jue 18.02.2016

VERANO12 • SUBNOTA  › JUAN SASTURAIN

Poynton

Hammett había conocido a Donald Poynton y a su mujer el primer día, la primera y fresca mañana en que llegó en taxi desde la estación de Katonah a la residencia de los Irongate, y el atlético negro dejó a un lado la revista The Ring que estaba leyendo bajo el amplio alero de la casa para ayudarlo con el somero equipaje.

–¿Es todo, señor?

–Sí, por ahora.

–Bien, señor.

–El resto llegará mañana, espero.

El resto eran tres o cuatro cajas de libros, las máquinas de escribir y un pesado baúl que permanecería intocado durante mucho tiempo.

–Soy Hammett –dijo entonces el huésped, con el cortés embarazo de quien reconoce haber transgredido una mínima pauta de cortesía.

–Donald –dijo Poynton y le estrechó la mano–. Y ella es Linda, mi mujer.

Ella había aparecido a su lado como una sombra y la mano que estiró tenía esa misma consistencia.

En camino a la cabaña donde el hombre flaco se instalaría, una vivienda de troncos de tres habitaciones pequeñas pegada al bosque cercano, los caseros le explicaron –sobre todo ella, locuaz y exhaustiva– que estaban a su disposición, que le lavarían la ropa y que le harían la comida, que la leña para el hogar estaba estibada en el cobertizo del fondo.

–Qué bien –dijo Hammett.

Entraron, atravesaron un mínimo living saturado por una mesa y dos sillones, depositaron las maletas sobre la colcha india que cubría el catre bajo la ventana del pequeño dormitorio. Mientras Donald le mostraba el baño y Linda le explicaba que tenía café, leche, pan y mantequilla en el pequeño refrigerador bajo la barra, Hammett dijo:

–¿Te interesa el boxeo, Donald?

Y le dio un leve toquecito a la revista que el otro había guardado, doblada, en el bolsillo externo de la chaqueta.

Poynton asintió con una sonrisa silenciosa.

–¿Has sido boxeador?

Volvió a asentir, y la nueva sonrisa le marcó no sólo las leves arrugas en las comisuras de los labios sino también un par de cortes rosados que atravesaban las cejas anchas y aplastadas.

–Trabajé de sparring hasta el año pasado –dijo de corrido–. Dejé cuando surgió la oportunidad de venir aquí.

–¿Y ella qué opina? –la cabeza de Hammett volteó hacia la habitación contigua, desde donde Linda decía que si necesitaba más frazadas, jabón o toallas, sólo tenía que avisarle.

–Está feliz acá. Le gusta esta vida.

–¿Y a ti?

Poynton volvió a sonreír e hizo la cabeza a un lado y dio un leve paso al costado, como hacen los boxeadores hábiles para esquivar un golpe anunciado o para disimular que han sentido un impacto.

Hammett no pudo saber en ese momento qué había significado ese gesto exactamente. Pero no tardaría mucho en averiguarlo.

La oportunidad se dio cuando días después, en una larga sobremesa, Gus Irongate le comentó que había hecho contacto en su momento con Poynton y su mujer a través de las referencias de un amigo que frecuentaba, por mero gusto de entrenar y golpear a la bolsa, el gimnasio de Tony Lomuto en el Bronx.

–¿Shadows?

–Sí. ¿Lo conoces?

–Quién no.

Hammett sabía que Shadows, el gimnasio que el inoxidable Tony Lomuto y su hijo Andrea regenteaban desde hacía veinte años en el corazón del Bronx era –y sobre todo había sido– algo más que un salón mal ventilado con olor a resina, actividad de cuerpos sudorosos y voces rectoras porfiadamente dialectales. El lugar funcionaba de algún modo como una escuela, una manera original y revolucionaria de entender el ir y venir de los golpes que no tenía nada que ver con la usual concepción del gimnasio en tanto “fábrica de campeones”. Que Donald Poynton hubiese pasado por ahí era un dato que ya hablaba de su singularidad.

Aunque los Lomuto habían sabido descubrir diamantes en bruto y esculpir con ellos peleadores estelares –un par de docenas de púgiles formados entre sus transpiradas sogas habían accedido a las diferentes coronas–, su paradójico orgullo nunca había pasado por ahí. Tony jamás se había constituido en manager o apoderado de sus pupilos exitosos. Por el contrario, maestro del side step clásico, solía dar un paso al costado una vez que los ponía en el ranking mundial y en la antesala de la gloria. Después, los acompañaba, pero sólo hasta ahí.

En realidad –y eso de algún modo sedujo a Hammett cuando comprendió de qué se trataba– su atención estaba puesta en otro objetivo, una tarea más ardua y sutil: la creación de perfectos plastic boxers, boxeadores dúctiles, sin estilo propio o capaces de encarnarlos todos, en apariencia funcionales sparrings, en el lenguaje tradicional del deporte de los puños, pero mucho más que eso: shadows en su concepción. De ahí el nombre de su emprendimiento.

Lomuto, que en algún momento de mediados de los años treinta había trocado las bolsas de harina de la incipiente cadena de pizzerías familiar por la bolsa de arena de un oscuro sótano lleno de negros transpirados, desde aquel lejano comienzo tuvo claro que su gimnasio debía ir más allá del manoseo de bíceps e ilusiones. Supo que el servicio ofrecido no se agotaría en baños limpios, el punching tenso, el aceite verde a punto y el manejo del jab, las rutinas de la soga y la mecanización de movimientos en ataque y retroceso. Había una tarea anterior a la que no cabía, literalmente, sacarle el cuerpo: la detección de aptitudes, el desglose profesional. No todos los que iban al gimnasio eran o serían alguna vez boxeadores genuinos aunque repitieran los gestos, se soñaran pasado mañana bajo las luces del Madison Square Garden. Muchos, casi todos, quedarían en el camino.

La idea, el sueño de Tony, había sido que el destino de los más –esa mayoría empeñosa– no tenía por qué ser simplemente residual. Había otra orientación vocacional no menos importante, un arte específico que no era el mero resultado del descarte y la golpeada resignación. Y trabajó sobre eso.

Desde el comienzo, cuando reclutó desde estibadores a diarieros barriales todo tamaño y todo terreno para instruirlos en el arte de pegar y no dejarse pegar, Lomuto tuvo claro –y así lo transmitió– que la tarea de sparring no consistía simplemente en ser blanco móvil de los aspirantes a campeón, sustituto de la sufrida bolsa. Ser sparring era un oficio, una vocación diferente –y así lo enseñaba– de la del boxeador pleno: “El buen boxeador debe tener un estilo, una modalidad de pelea; el buen sparring, no: debe ser más y menos que eso. Debe ser un actor, un transformista capaz de copiar, imitar estilos y boxeadores puntuales”. Según la teoría de Lomuto, mientras el boxeador actúa, obra; el sparring, en cambio, representa. El boxeador debe –y en eso va su destino– ser sí mismo; el sparring -y en eso radica su arte– parecer otro. Lo que es ensayo para los boxeadores –el entrenamiento– es el momento de la verdad para los sparrings, devenidos, según esta concepción activa de su papel, shadows.

A partir de los dos modelos básicos –el fighter o peleador frontal, atacante, y el estilista contragolpeador–, Lomuto desarrolló una nutrida tipología, simulacros de estilo con variantes adecuadas a las diferentes tallas y categorías: un lujo. El prestigio del gimnasio hizo que se acercaran más sparrings vocacionales que boxeadores...

Así, Shadows se jactaba en su momento de máximo esplendor, los años de la inmediata posguerra, de tener un sparring a la medida no sólo de cada boxeador sino para cada pelea puntual. Eso hizo que el servicio se hiciera cada vez más completo, personalizado y caro, sólo apto para campeones genuinos: no cualquier boxeador podía “usar” esos sparrings exquisitos sin quedar desairado.

Los mejores y más famosos shadows –como el increíble Jesse “The Plastic” Carter– desarrollaron aptitud para representar estilos diversos: podía ser un peleador agresivo de continuidad extenuante, un tiempista sistemático, un huidizo bailarín, un pegador lento y estático. Incluso, su capacidad mimética le permitía, en casos puntuales y con el adecuado estímulo, subir diez kilos o bajar otros tantos. Hammett lo había pensado alguna vez como protagonista de uno de esos relatos experimentales que jamás escribiría.

Y fue ahí precisamente, en ese mítico gimnasio, donde desembarcó como tantos otros –de regreso de la guerra en el frente del Pacífico y dispuesto a volver a las trompadas– el todavía joven Donald Poynton. Sin embargo, el fuerte pegador de manos frágiles de Filadelfia, con un record nada despreciable como Donny Brown, tardó pocos meses y apenas un par de sufridos combates en darse cuenta de que el boxeo profesional ya no sería una opción de vida para él.

–No fue necesario que Tony me lo dijera –le confió a Hammett la primera vez que hablaron del tema–. Me di cuenta solo, y puedo decirle el momento preciso. Fue durante mi última pelea, que gané por decisión. Mi rival era un chico de Atlantic City, un pelirrojo blanquísimo al que le quedaban marcados todos los golpes. Valiente pero muy frontal, sin recursos. Al final del cuarto lo tenía sentido y contra las cuerdas. A esa altura ya no contestaba. Lo medí dos veces con la izquierda y en el momento de tirar la derecha a fondo para dejarlo en el piso me detuve un instante. Todavía hoy no sé por qué. Fue apenas un instante. Y cuando al final puse la mano, fue sin soltar todo el brazo, como si lo empujara, como si estuviera esperando que se cayera solo.

Hammett levantó las cejas:

–¿Y se cayó?

–No, claro que no. Terminó el round de pie e incluso me metió un par de manos. Durante los dos últimos, era a seis rounds, caminé manteniéndolo a distancia. Gané por puntos pero me fui silbado. No subí más.

–¿Te dolía la mano?

–Eso le dije a Andrea, en el rincón.

–¿Y era cierto?

–Yo entonces creía que sí. Ahora creo que no, señor Hammett.

Según Poynton nunca se había hablado explícitamente del tema en el gimnasio pero en las semanas siguientes nadie programó a Donny Brown ni él pidió explicaciones. Siguió yendo, y seis meses después se había convertido casi sin darse cuenta en uno de los integrantes del selecto staff de shadows de Lomuto con su verdadero nombre y encontrada vocación.

Y así fue, por varios años, de los mejores en el oficio de ser otro. Era un welter natural, dúctil y trabajador. De Sandy Saddler a Kid Gavilán, todos los grandes campeones y ocasionales challengers lo buscaron en su momento para ponerse en forma y emplearse a fondo. Poynton ofrecía todas las garantías de la aptitud, la profesionalidad y el fair play.

Hasta que un episodio oscuro lo había dejado definitivamente fuera del negocio. La primera versión al respecto la tuvo Hammett a través de Gus Irongate, que conoció a Poynton y lo contrató poco después del suceso. Según el pintor, todo comenzó cuando Donald fue tentado, pese a los consejos en contrario de los Lomuto, por la propuesta y el dinero de los tipos que le manejaban la carrera a un supuesto, o por lo menos desconocido, campeón sudamericano. Lo habían traído a New York en el verano del 50 con la idea de armarle en tres o cuatro meses media docena de peleas accesibles que le dieran buenos números y algo de prensa para poder justificar el desafío a Ike Williams por el título de los mediomedianos. El tipo, un bocón pintoresco, no era malo, pero se creía el mejor. Finalmente, la pelea se hizo en el Madison y el fulmíneo Williams puso en su lugar y en la lona al soberbio Mono Gatica en menos de dos minutos.

Fin de la historia; al menos de la historia oficial.

–I like Ike –acotó Hammett.

–A mí también me parece buen boxeador –dijo Gus–. Pero el desenlace fue muy llamativo, casi sospechoso. Y Poynton cayó en la volteada.

Hammett no recordaba el caso, y menos el personaje de Gatica, pero cuando Donald estuvo dispuesto a hablar –la única vez que lo mencionó–, el sparring le mostró sonrientes fotografías de prensa y recortes de diarios de los días previos al combate en que aparecía de frente a la cámara y haciendo guantes con el campeón argentino y su equipo de infructuosos entrenadores. Eran los únicos y felices recortes que conservaba.

–Lo que vino después no vale la pena –concluyó.

Hammett pensó que en esa reticencia acaso estaba el germen de una buena historia.

–He escrito alguna historia de boxeo o al menos con boxeadores –dijo.

–Esta termina mal, señor Hammett.

–Suele suceder, Donald. La mía también terminaba mal. Se llamaba El guardián de su hermano y creo que la mayoría no la entendió.

–¿Puedo leerla?

–Supongo que sí. Pero cuéntame la tuya primero.

–No hay mucho que contar. Supongo que cometí el primer error al encariñarme con Gatica, no con el personaje insoportable que componía para la prensa sino con el hombre divertido y generoso que era en privado. Compartimos muchas horas en las semanas previas al combate. Y el segundo error fue aceptar acompañarlo en el rincón. Es difícil acumular tanta basura en un espacio tan pequeño.

Hammett pensó que la frase era inusualmente buena para un narrador oral que trabajaba con una historia sin elaborar, de primera mano.

–¿Qué sucedió? –dijo.

–Lo mandaron al frente, a desbordarlo a Williams tirando todo el tiempo, incluso desde fuera de la distancia. A quemar las naves de salida, porque decían que Ike no estaba bien, que había tenido fiebre esa mañana.

–¿No era ése el plan de pelea?

–No. Lo decidieron en el vestuario, o incluso ya camino al ring. El argumento que hicieron correr, después del nocaut, fue que Gatica estaba mal entrenado, que tenía gasolina para no más de diez minutos y que sólo podía salvarlo una mano, un lucky punch en los dos o tres primeros rounds.

–Y no era cierto.

–No. Nada era cierto. Ni lo que le dijeron a él del campeón, ni que Gatica estaba fuera de forma: hizo más de doscientos rounds sólo conmigo y estaba afiladísimo esa noche. Por eso, lo que me sorprendió fue lo que pasó al día siguiente, lo que declararon ante la prensa argentina. Fui el chivo expiatorio, la influencia perniciosa. Hicieron correr la bola de que todo lo que progresaba en el gimnasio lo dilapidaba de noche saliendo conmigo de bares, copas y mujeres. Y él, el Mono, aceptó o al menos no desmintió esa versión que de algún modo atenuaba su pelea desastrosa.

–Más basura en el rincón.

–Tal vez, señor Hammett –aceptó a medias Poynton–. Mejor digamos que el Mono era un tipo débil que prefirió conservar su fama de desaprensivo sobrador antes que reconocer la verdad de que ya no aguantaba el castigo. Por eso, lo que me sacó no fue tanto que me hiciera socio de su supuesta irresponsabilidad, una gruesa mentira que yo podía neutralizar, sino lo que me dijo en el hotel, borracho y delante de todo el equipo.

–¿Qué te dijo?

–Me reprochó que el Ike que yo le había armado como modelo no tiraba ganchos y uppercuts de zurda, que fue la combinación con que el campeón lo sacó. Y era una verdad a medias. El problema con él había sido que aunque estaba bien preparado ya no tenía aguante en la mandíbula. Todos lo sabían y ellos mismos me lo habían pedido: nada de tirarle fuerte a la punta de la pera. Porque si bien estaba bien entrenado no encajaba bien los golpes ascendentes. Y entonces, ya que los otros no hablaban, se lo dije.

–¿Y él?

–Ni me escuchó: “Te pagamos demasiado bien para un trabajo que hiciste mal, negro”. Metió la mano en el bolsillo de uno de esos coloridos sacos de solapas anchas que usaba y me tiró un puñado de dólares a la cara. Poynton suspiró, hizo una breve pausa como si esperara el efecto que habían causado sus palabras y prosiguió–: Le aseguro, señor Hammett, que los billetes todavía no habían tocado el piso y Gatica ya estaba en el suelo. Lo puse acá –y se señaló el lado derecho del mentón–. Le podrían haber contado cien.

El hombre flaco lo miró por un momento serio y en silencio. Después, levemente, comenzó a esbozar una sonrisa que Poynton agradeció, acompañó y desarrolló hasta que estallaron juntos en una estruendosa carcajada. Y ambos sintieron que algún tipo de acuerdo o pacto tácito se había establecido entre los dos.

La cuestión es que aunque a la semana Poynton volvió al gimnasio del Bronx, a la rutina de Shadows, su puño izquierdo estaba inflamado sin remedio –hubo que operarlo– y su imagen de confiabilidad estaba destruida. Aunque recibía felicitaciones en privado, le hacían el vacío o al menos no lo reivindicaban en público y los mismos Lomuto le facilitaron la inevitable salida. Así, Donald Poynton dejó el gimnasio, aceptó el trabajo de casero junto a su mujer en una tranquila residencia en Katonah y convirtió su vocación y oficio de peleador en un vicio amable que despuntaba un par de fines de semana por mes, cuando se escapaba a New York y al Madison.

A veces Hammett lo acompañaba. Compraban The Ring y The New Yorker en el kiosco de la estación y volvían leyendo en el tren. A veces, si se quedaban en la casa sitiados por el invierno y el bosque helado, la trasnoche los encontraba arropados frente al televisor, iluminados por el resplandor intermitente de la pantalla blanco y negro, viendo un nocaut más de Rocky Marciano o los últimos elegantes pasos de Robinson. Alguna vez Poynton recurrió a la caja donde guardaba los guantes y un averiado protector bucal junto a un afiche de su primera pelea en Filadelfia doblado en ocho y un par de recortes. Una vez, acaso a modo de retribución, Hammett le mostró una foto de la redacción de The Adakian, en las Aleutianas, con un Joe Louis de visita, ya gordo y cansado.

Estos simulacros de intimidad y confidencia, las entrecortadas conversaciones, cordiales y saturadas de equívocos, entre el hombre flaco como un palo que ya no podía escribir y el negro armonioso como una pantera que ya no boxearía más no eran frecuentes. Pero aunque hablaban de todo, de la casa, de los perros, de la comida de esa noche, de cualquier cosa, siempre estaría tácito ese territorio común, sus respectivos y caros oficios de manipular, figurar sombras sin dejar de poner el cuerpo.

Nota madre

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