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La nueva “monstruosidad” de Danny DeVito tiene la cara de Robin Williams
“Maten a Smoochy” es una comedia ácida sobre el mundo de la TV, que sorprende por el papel retorcido que le toca al bueno de Robin.
› Por Horacio Bernades
Lo de Danny DeVito es de una coherencia total. Así como suele aceptar sólo los papeles más ruines y despreciables, las “comedias” dirigidas por este verdadero midget humano (es el único cómico del planeta más pequeño que Jorge Guinzburg) son una exhibición de monstruosidades casi sin parangón en el cine contemporáneo. Recuérdese su opera prima como realizador, Tira a mamá del tren, donde DeVito hacía de hijo castrado por su madre, una bruja que parecía salida de algún cuento de los hermanos Grimm. O La guerra de los Roses, donde el matrimonio integrado por Michael Douglas y Kathleen Turner se pasaba la película entera tratando de exterminarse con los métodos más crueles y estrafalarios. O Matilda, cuento de hadas dominado por la figura de una rectora-ogro, cuyo sueño era regir un colegio en el que no hubiera niños.
La única monstruosidad que le faltaba a DeVito era dirigir una película protagonizada por Robin Williams. Esa película ya existe, y está aquí. Se llama Maten a Smoochy, en Estados Unidos se estrenó el año pasado y el sello AVH acaba de lanzarla en video, sin previo paso por los cines. Para los críticos estadounidenses fue demasiado: prácticamente no hubo nadie, desde el encumbrado Roger Ebert hasta el crítico de turno de The New York Times, que no pusiera el grito en el cielo ante lo que consideraron una rechinante fealdad. Acusar de esto a Death to Smoochy es como acusar a Blancanieves de naïf o a David Cronenberg de oscuro: la fealdad, la corrupción, los malos sentimientos son la materia prima del mundo que muestra Maten a Smoochy. Ese mundo es la televisión. Más precisamente, el submundo de la televisión infantil, al que sólo los talk-shows y ciertos realities pueden disputar la condición de último círculo del infierno contemporáneo. Un submundo que tanto el guionista David Resnick (que empezó como libretista de David Letterman) como el propio DeVito (que empezó haciendo un papelito en la serie “Taxi”) conocen de primera mano.
De hecho, el propio Resnick había escrito ya sobre la corrupción televisiva en Número de suerte, comedia negra protagonizada por John Travolta, que se conoció aquí hace un par de temporadas. Sombrerito de clown, peluca rubia, traje de lentejuelas multicolores y mucho patinaje en skate, Robin Williams es Rainbow Randolph, superestrella del canal KidsNet, a quien en la segunda escena de la película puede verse tal como es, aceptando un soborno multimillonario en un barsucho roñoso. Los sobornadores resultan ser dos agentes del FBI, Rainbow va a parar a la cárcel y a las primeras planas, y al día siguiente el mandamás del canal ya le está encargando a su ejecutiva más dura, Nora Wells (Catherine Keener, la morocha ácida de ¿Quieres ser John Malkovich?) que consiga un reemplazo urgente. La nueva estrella debe ser tan limpia y cristalina como el piso de un McDonald’s, cuestión de lavar urgentemente el escarnio ocasionado por ese huevo podrido que es Rainbow.
Para limpio y cristalino, nadie como Sheldon Mopes (Edward Norton). Capaz de cantarle canciones de amor y fe a los internados de un centro de drogadictos, Mopes (que para más datos sólo come comida orgánica, y parece no haberse enterado de que el hippismo murió hace vaya a saber cuántos siglos) cuenta con un personaje a la hora de entretener a los niños. Ese personaje es Smoochy, gigantesco rinoceronte de peluche de color fucsia, cuyos shows de bailes y canciones harían quedar a Xuxa, Flavia Palmiero y Piñón Fijo como titanes del arte popular contemporáneo. A partir del momento en que Smoochy asoma su maldito rostro por la tele, las fuerzas que rigen el cine de DeVito se ponen en acción. De allí en más, todo es odio, resentimiento, sed de venganza e instinto criminal, elevados a la enésima potencia, como de costumbre, con los encuadres deformes, iluminación enceguecedora y furor de dibujo animado que son característicos del cineasta más pequeño del mundo. Aunque al final –¡ay!– terminen aflojando, toda esa colosal fuerza de destrucción se concentra aquí en dos bastiones: la gran Catherine Keener (capaz de hundir a un ser humano con un mínimo gesto de desprecio) y sobre todo un Robin Williams magullado, decadente, retorcido y dueño de una boquita equivalente a cien mil cloacas. Williams debería estar eternamente agradecido a DeVito de que le haya obsequiado un papel así, el más perfecto anticuerpo para los John Keating, Peter Banning y Patch Adams con los que el Benigni yanqui viene torturando, desde hace décadas, a generaciones enteras de espectadores.