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Un viaje al interior del cerebro de un hombre clave del siglo XX
El documental Niebla de guerra, de Errol Morris, deja hablar a Robert S. McNamara, histórico estratega político de los EE.UU.
› Por Horacio Bernades
Es uno de los hombres de Estado más poderosos y emblemáticos de la segunda mitad del siglo XX. Frente a cámara se muestra amable, entusiasta, bien dispuesto y en asombroso estado físico y mental, teniendo en cuenta que ya suma 86 años. Que está habituado al mando se evidencia de entrada, cuando le recuerda al director de la película que sabe perfectamente en qué punto había interrumpido una frase, y que no piensa retomar su discurso en ningún otro punto que no sea ése. Lo que el curtidísimo hombre de Estado no llega a advertir es que el director filmó ese fuera de cámaras y va a usarlo como comienzo de la película. Esa es en realidad la única ocasión en que el realizador le juega al entrevistado una pequeña trampita. Durante los restantes 106 minutos, el documentalista reproducirá el discurso de su interlocutor con una transparencia tal, que hasta podría pensárselo sospechoso de complicidad.
De complicidad con un criminal de guerra, que es así como el propio Robert McNamara se define durante un momento de Fog of War, el documental de Errol Morris, que lleva como subtítulo Eleven Lessons from the Life of Robert S. McNamara. Es la película que ganó el último Oscar de su categoría y el sello LK-Tel acaba de editarla, en VHS y DVD, con el título de Niebla de guerra. No hay más que revisar rápidamente la biografía de McNamara para hallarlo como protagonista principal de varios de los hechos clave de la política norteamericana del siglo XX. Durante la Segunda Guerra tuvo una alta responsabilidad en el frente del Pacífico, incluyendo –nada menos– la supervisión del lanzamiento de la bomba atómica sobre Nagasaki e Hiroshima. Hombre del riñón demócrata, en cuanto John F. Kennedy ganó las elecciones, lo convocó para ser su ministro de Hacienda, aunque finalmente terminó asumiendo la cartera de Defensa.
Fue en ese cargo que McNamara participó de la resolución de la célebre Crisis de los Misiles, que en octubre de 1962 puso al mundo al borde mismo de la guerra nuclear, por culpa de ciertas ojivas descubiertas en territorio cubano. Como si fuera poco, McNamara diseñó la mismísima guerra de Vietnam, conduciéndola bajo dos administraciones –la de JFK y la de Lyndon Johnson– hasta que renunció, por diferencias con este último. De hecho, a esa guerra se la conoció, en su país, como “McNamara’s War”. Retirado de la función pública, dirigió durante un buen par de décadas el Banco Mundial, tras haber sido presidente de la Ford Motors. Frente a este pedazo de historia norteamericana se sienta Errol Morris, a quien tampoco le faltan blasones. Morris nació a fines de los ’40, fue opositor activo a la guerra de Vietnam dos décadas más tarde y es, desde fines de los ’70, uno de los más destacados documentalistas de su país.
Morris suele especializarse en echar luz sobre los costados más bizarros de la vida de su país: el negocio de los cementerios de animales (Gates of Heaven, 1978) o el inventor de un nuevo y expeditivo método de ejecución (Mr. Death, 1999). Desde esta perspectiva, no llama la atención que se haya mostrado interesado en McNamara. De hecho, el propio Morris declaró que su intención era hacer de Niebla de guerra algo así como un viaje al interior del cerebro de este think tank de la política norteamericana. De allí que lo deje hablar como quien filma el flujo de la conciencia del otro, casi sin interrumpir, refutar o repreguntar. Salvo sobre el final, cuando se pone más incisivo e interroga a su interlocutor sobre su sentimiento de culpa, obligándolo, por primera vez en todo el documental, a eludir explícitamente la respuesta.
En el resto del metraje, las estrategias de defensa del por otra parte no particularmente reaccionario McNamara son mucho más sofisticadas, oblicuas, inteligentes y en general exitosas, en su voluntad de convencer sobre sus razones, honestidad e inocencia. Justamente por eso Niebla de guerra puede considerarse un registro modélico del arte de la política en tanto retórica, cortina de humo y espectáculo, a cargo de uno de sus más eximios representantes. Exhibiendo la gestualidad de un adolescente franco y entusiasta, McNamara se permite confesar presuntas ignorancias, perplejidades e inocencia, y hasta llega a moquear en un par de ocasiones. Como si en lugar de uno de los cerebros de la Oficina Oval durante varios de los momentos cruciales de la vida del planeta durante el siglo pasado hubiera sido un simple boy scout, visitando circunstancialmente la Casa Blanca.