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Un “bebé”, atrapado en una espiral de violencia racial en Los Angeles

El director John Singleton recupera en “El rey de la calle” la energía que había mostrado una década atrás en la recordada “Boyz’N the hood”.

 Por Horacio Bernades

El cine afroamericano reconoce dos grandes hitos en su historia reciente. Uno es Haz lo correcto, que al filo de los 90 presentó al mundo a Spike Lee, y el otro es Los dueños de la calle (Boyz’N the Hood), un par de años posterior y opera prima de John Singleton, de 24 años en ese momento. Salvando la distancia geográfica y cultural que lleva de Nueva York a Los Angeles, los dos films tomaban por las astas el toro bravo de la identidad afroamericana, en un entorno social signado por la violencia pura y dura. Ambas eran películas vivas y urgentes que señalaban una situación social en estado de estallido, sin alzar el dedo admonitorio ni forzar conclusiones.
Se percibía, sin embargo, una significativa diferencia: mientras Spike Lee hacía foco en el odio interracial, Singleton encontraba la semilla de la destrucción en el propio interior de la comunidad negra. De allí en más, a Singleton le costó mantenerse a la altura de su debut, y las sucesivas Poetic Justice, Higher Learning y Rosewood (editadas en video como Justicia poética, Sin miedo en el corazón y Rosewood: cacería de inocentes) lo mostraron en ocasiones vacilante, altisonante o declamatorio en otras. La reciente remake de Shaft fue un puro trabajo de encargo al servicio de la industria, y ahora llega su opus más flamante, donde Singleton recupera, una década más tarde, aquella potencia y espíritu polémico, dando un nuevo giro a su discurso.
La película en cuestión es Baby Boy, ganadora de un premio, hace pocos meses, en el prestigioso festival de Locarno. Por estos días, el sello LkTel la edita en video, con el título de El rey de la calle. La película enuncia, en la propia secuencia de títulos, una tesis que, por su estrecha explicitez, parecería condenar al resto del film a la mera exposición y demostración. Según esa tesis, la sociedad blanca condena al hombre negro a comportarse durante toda su vida como un niño. De allí el título original. Una imagen de fantasía –un adulto negro atado al útero materno por un cordón umbilical– no hace más que refrendarla, con la máxima obviedad y dudoso gusto. De allí en más, Baby Boy no hace más que complejizarse, por suerte.
El bebé del título es Joddy, un joven de veinte años que vive con la mamá y mantiene, fuera de casa, una relación de virtual bigamia con dos mujeres, con cada una de las cuales tiene un hijo. De impreciso empleo (en algún momento se sugiere que vive de la venta de drogas al menudeo), Joddy es un mantenido por partida triple, tomándose encima la libertad de tener las aventuras sexuales que le plazcan. Pasaron diez años desde Los dueños de la calle, y el mismo barrio –el South Central de Los Angeles– presenta ahora un aspecto más aburguesado, como si sus habitantes se hubieran corrido varios pasos, desde la marginalidad hacia el centro. Si el comienzo del film encuentra al protagonista cómodo y asentado en el ejercicio de un narcisismo sin contradicciones, el desarrollo consistirá en el incesante socavamiento de esas certezas.
A la vez que enfrenta a Joddy a la necesaria asunción de su condición de adulto (el propio autor es ya un hombre de treinta y pico), Singleton no se olvida de enmarcar el trayecto del (anti)héroe en un contexto social y cultural signado por la violencia. Como en Los dueños de la calle, ésta se manifiesta tanto en el afuera como en la intimidad. Tanto Joddy como el nuevo amante de su madre (Ving Rhames, el morochón de Tiempos violentos y Misión imposible, en impresionante aporte) tienen un pasado carcelario y delictivo, y en determinado momento el ex novio de Yvette, una de las mujeres de Joddy, volverá de prisión para darle un último empujón a la espiral de violencia.
Singleton hace una radiografía completa de la violencia, mostrándola como una pirámide sexual y generacional en la que impera la ley del más fuerte y cualquier disputa se resuelve a trompadas o a los tiros. En la base de la pirámide están los niños, que pueden ser testigos involuntarios o, como revelaba ya el demoledor final de Los dueños de la calle, iniciados en el arte de asesinar al prójimo. Pero el grupo más dolorido son aquí las mujeres: víctima de palizas, sexo forzado e intentos de violación, el rostro de la actriz Taraji P. Henson condensa toda la angustia de la película. Atrapado en esta red, Joddy es a un tiempo víctima y victimario, hasta que decida dejar de ser un baby boy. Para ello, ha debido pasar por el tormento de ser agente del dolor ajeno, por acción u omisión.

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“El rey de la calle”, radiografía de la tensión social en L.A.
El film muestra una sociedad en la que impera la ley del más fuerte.
 
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