Lunes, 27 de diciembre de 2010 | Hoy
Por Juan Sasturain
Es curioso (o no) que la palabra inocente, en el lenguaje cotidiano, signifique por lo menos tres cosas o se utilice en tres sentidos diferentes. En términos ético-jurídicos, donde se valora la responsabilidad y/o la malicia de los actos individuales, el inocente es el libre de culpa (objetiva y subjetiva) opuesto al culpable. En términos caracterológicos o de descripción de conductas, se llama inocente al ingenuo (opuesto al advertido) y –yendo un poco más lejos– al crédulo, iluso, opuesto al perspicaz/suspicaz. En ninguno de los dos casos, la inocencia es un valor positivo en sí: califica lo que no tiene (culpa) y señala lo que le falta: experiencia.
La palabra inocente sólo adquiere valor (relativo y condescendiente) en su tercer uso habitual, cuando se la usa para referirse a los chicos, a los niños como inocentes. Y los chicos son inocentes –en los dos primeros sentidos: no tienen malicia, no pueden ser culpables; y son ingenuos: creen– porque no pueden dejar de serlo: es su (nuestra) provisoria condición, no su (nuestra) elección. Como la devaluada virginidad y la mitificada capacidad creadora de la imaginación, la inocencia es algo que se tiene sólo para perderlo. Como la felicidad, a la que está tácitamente asociada, la inocencia no soporta la autoconciencia.
No debe ser casual la contigüidad de crear y creer. Los imperativos o recetas de Jesús o de Picasso de volver, a contrapelo, a ser como niños, de volver a la inocencia, van por ahí. Pero de más está decir que ésta no es la tendencia, la moda, lo que se usa. Porque tampoco debe ser casual la reserva ideológica contemporánea (enferma de escepticismo y suspicacia) respecto de todas las formas de la inocencia: no sólo se la considera como una debilidad o una condición sospechosa sino que se la acorrala hasta que confiese su naturaleza fraudulenta. De ahí –de no valorarla y ponerla en tela de juicio– podemos pasar sin pudores a destruirla en cuerpo y alma de sus portadores. La lógica utilitaria de la sociedad que hemos construido sólo se acerca a la inocencia encarnada –los niños, los “incultos”– para manipularla (fundando el escepticismo) o desnaturalizarla (instaurando la perversión). El “problema de la educación” al que se recurre para definir la falencia básica que nos embarga y empantana es sólo el aspecto más aparatoso y equívoco de la falta de fe. Y no es cuestión de religiosidad sino de poder creer, que es la forma más perfecta del saber, porque incluye, presupone, la saludable, amorosa inocencia.
Quiero decir con estas estériles, presuntuosas obviedades que pareciera –puntualmente– que Herodes tenía razón. Que más allá de ciertos excesos de forma, no hizo nada raro o ajeno a cierta lógica respetable. El asesinato indiscriminado de la inocencia desde paranoicas o razonables razones de Estado es un hecho. Todos los niños que murieron y no eran el futuro rey de los judíos (e incluso el rey de los judíos) seguramente algo habían hecho. Si murieron, no eran del todo inocentes. Aplicar antibióticos de amplio espectro para “curar” enfermedades sociales, utilizar plaguicidas de amplio espectro para salvar especies o intereses excepcionales, aplicar leyes de extranjería o armas de destrucción masiva para exterminar gérmenes políticamente o socialmente patógenos no son más que metáforas, aplicaciones, derivaciones de la doctrina Herodes.
Pero, no hay que olvidarlo, más allá de lo que digan los escépticos, no funcionó. Hoy, mañana y siempre, que la inocencia nos valga.
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