Lunes, 27 de diciembre de 2010 | Hoy
EL PAíS › EL CARáCTER DE PERSEGUIDOS POLíTICOS RESALTó EN LOS TESTIMONIOS DEL ATLéTICO, BANCO Y OLIMPO
“Hace quince años tomé la decisión de que esta lucha era una lucha colectiva”, dice Paula Maroni, cuyo padre fue uno de los desaparecidos en el circuito de campos clandestinos Atlético-Banco-Olimpo.
Por Alejandra Dandan
El presidente del Tribunal leía la sentencia. Era el día de la condena a los 17 acusados por los crímenes del circuito Atlético-Banco-Olimpo. A unos metros, entre las sillas de los sobrevivientes de los campos, familiares e integrantes de los organismos de derechos humanos, Paula Maroni escuchaba una y otra vez cómo se caía el nombre de su padre: los represores eran condenados por algunas víctimas, pero a su vez absueltos por otras. Por el caso de su padre, al comienzo había seis acusados pero a medida que avanzaba la sentencia los nombres de- saparecían de la lista: “¡Qué feo que me sonaba!”, dice Paula, que finalmente escuchó el nombre de Juan Patricio como parte de la condena a prisión perpetua de Julio Simón. “Mi viejo es un caso que no fue visto por muchas personas, la única testigo es mi mamá porque va al Atlético con él y mi abuela que presenció el operativo –dice ella–; afuera, el día de la sentencia, mis compañeros estaban preocupados porque escuchaban que se caía de las condenas, pero yo estaba feliz porque hace quince años tomé la decisión de que esta lucha era una lucha colectiva, y me dije: está bien, el Tribunal habrá dicho: ¡vamos con los casos recontraprobados!, el resto los dejamos afuera, cosa que sea inobjetable la sentencia.”
El casi medio centenar de represores que fue condenado por crímenes de lesa humanidad no debería ser un dato más. Las sentencias que alcanzaron a celebridades como el ex presidente Jorge Rafael Videla o Luciano Benjamín Menéndez en Córdoba y Samuel Miara, Julio Simón y Raúl Guglielminetti en Buenos Aires, también hicieron foco en nombres poco conocidos: en general autores materiales de la represión, muchos juzgados por primera vez y que son quienes estaban del otro lado de las vendas de los tabicados, los que secuestraron, torturaron, trasladaron y ejecutaron a las víctimas. Para los querellantes, el fallo que condenó a 12 de los 17 acusados a prisión perpetua está marcando avances históricos, aunque también los límites de la lógica penal: entre algunos, marcan el silencio al omitir en las condenas la condición de perseguidos políticos de las víctimas o la idea de convalidar de alguna manera que sin cuerpos no es posible probar que los traslados fueron exterminios.
“La sentencia es muy importante”, vuelve a decir Ana María Careaga como el primer día. Ana María es sobreviviente del circuito y fue uno de los motores de la causa. “Este fue uno de los primeros juicios grandes de Comodoro Py: es la primera vez que se juzga colectivamente a los represores como parte de un circuito y eso trasciende a cada uno de los desaparecidos de ABO y permite que se juzgue también un plan sistemático, para analizar el método aplicado por todas las fuerzas de seguridad”.
Atlético-Banco-Olimpo fueron tres campos clandestinos operados principalmente por policías que funcionaron de modo sucesivo, por lo que iban mudando a las víctimas. Funcionaron de mediados de 1976 a comienzos de 1979. El juicio oral empezó el 24 de noviembre de 2009, se juzgó a 17 represores por un total de 183 casos. “Fue además muy importante para el escenario de Comodoro Py –sigue Careaga– porque inaugura las otras sentencias que van a venir en ese mismo escenario.”
La sentencia se conoció el miércoles pasado: las 12 perpetuas alcanzaron a Miara y el Turco Julián; hubo cuatro condenas a 25 años de prisión y una absolución para Juan Carlos Falcón, conocido como “Kung Fu” por el modo marcial que tenía de golpear a los detenidos. Más allá de las razones por las que se condenó a cada uno –razones que se conocerán en marzo con la difusión de los fundamentos, o de si es verdad o no que en el caso de Falcón pesó su coartada según la cual, para la época, era custodio personal de Albano Harguindeguy–, cuando escuchó la absolución, Delia Barrera salió de la sala llorando para encerrarse en el baño.
“No volví a entrar, no pude”, dice a Página/12. “Falcón estuvo en mi casa, es el que nos torturó, nos separó de las celdas con mi primer marido, el que lo trasladó a él, el que decide mi libertad.” El operativo de su secuestro se hizo en un departamento de la calle Superí 135. Kung Fu apareció entre los primeros hombres del grupo de tareas, Delia lo describió con los ojos achinados, el cuerpo alto y como la persona que llevó adelante todo su caso adentro del campo: desde los interrogatorios hasta los traslados. “Siento dolor y bronca –dijo–: ¿qué otra prueba les puedo dar? Estoy muy contenta con la sentencia, pero siento que me quedé con un Falcón atragantado en la garganta, yo di bastante prueba, muchos de mis compañeros también lo reconocieron por fotos, pero no me importa, vamos por más y seguramente lo vamos a agarrar con el ABO II.”
Algo de esa misma sensación de poco se repitió con Guglielminetti y Ricardo Taddei, extraditado de España en 2007. Ambos recibieron condenas a 25 años de prisión, sin perpetuas. Guglielminetti porque no lo condenaron por homicidio como al resto; sólo se lo consideró partícipe secundario entre otras cosas –se supone– porque no lo situaron en los tres campos como sostienen las víctimas. A Taddei, porque un convenio con España le impide a la Argentina aplicar sanciones más altas de las que se permiten allí. Pero más allá de las razones, lo que cuestionan es la lógica de la Justicia Penal que todavía está pidiendo pruebas tangibles, causas y efectos, como si no hubiese pasado el tiempo.
“Es la herramienta que tenemos para juzgar a estos delitos aberrantes y estas herramientas tienen sus limitaciones”, dice Careaga. “Se necesita de este tipo de herramientas para juzgar una práctica que se hacía en forma clandestina: con campos clandestinos, con represores con apodos, con los nombres de las víctimas cambiados, por eso creo que doce perpetuas son un avance.”
Isabel Fernández Blanco es una de las testigos con más declaraciones a cuestas: seis veces en total. Sin embargo, la experiencia no alcanza: antes de declarar esta vez estuvo durante días perseguida por esos miedos que todavía pesan en las espaldas de los sobrevivientes: ¿qué pasa si se olvidan de algo? ¿De alguno de los nombres de los compañeros que no volvieron de los centros?, esa promesa que se dieron unos a otros, y que los comprometió para pelear por la justicia. El susto siguió. Un día antes de declarar visitó a una vieja compañera. Le pidió ayuda; lápiz y papel y que anote lo que iba diciendo. Habló. Siguió. Hasta que esa compañera agarró la lista, la dobló en dos y le dijo: “¿Sabés qué tenés que hacer? Hablar de lo que viviste”.
“Sentía que los recuerdos que se me habían borrado de pronto aparecían y creo que tuvo que ver con que por primera vez yo iba a ahí para hablar de mí”, dice Isabel. “Cuando estás sentadito ahí es como que los recuerdos fluyen, y yo recordé cosas que hasta me sorprendieron.” Entre otras, su lugar en el área federal de Montoneros, en prensa. “Me faltó decir que era militante de base, pero creo que la idea de que pudiéramos decir que éramos militantes habilitó a lo mejor ese recuerdo.”
La lógica del caso por caso que se abrió en el juicio, como sucede en otros procesos de Comodoro Py, la posibilidad de hablar ante los represores o la búsqueda de algunos actores como los fiscales, que al dar por probada la represión intentaron hacer aparecer las historias de vida, la materialización de los militantes desaparecidos pero sobre todo sus militancias políticas, fue lo que trazó un nuevo perfil en los juicios. Casos como el de Isabel, que hasta ahora iba a hablar de otras víctimas, empezaron a reconstruir historias en singular.
Miguel D’Agostino es uno de los que están convencidos de que poder hablar de la militancia fue una de las características de estos juicios. Sobreviviente del circuito, declaró en los ochenta cuando la eclosión de la teoría de los dos demonios les abría la posibilidad de quedar detenidos a los que plantearan cosas por el estilo. Y cuando muchos liberados todavía sufrían prisiones a distancia: recibían llamadas de control, citas en bares o terminaban presos. D’Agostino dice que los juicios empezaron a recuperar ese pasado político.
“Me llamó la atención que el fallo no hiciera ninguna referencia a la militancia política”, indica en alusión a otros fallos que toman como agravantes la condición de militantes políticos de las víctimas. Esa característica fue tratada por Alejandro Alagia, el fiscal federal. Asumiendo todos los riesgos por los posibles pedidos de nulidad, el fiscal pidió el castigo por genocidio para todos en representación –por primera vez– de un organismo del Estado e intentado explicar a las víctimas como parte de un grupo nacional con características políticas definidas, víctima de una matanza. “Me llamó la atención que no hagan referencia a esto –dijo Miguel–, creo que de ese modo se está desapareciendo una identidad, la identidad social y política de las personas.”
En la condena hubo otro dato: la perpetuas se habilitaron porque a doce represores los vincularon como autores o coautores del homicidio de los únicos cinco cuerpos que están aparecidos e identificados en la causa. Son cinco víctimas identificadas en 2007 por el Equipo Argentino de Antropología Forense. Sin cuerpos, la Justicia Penal o por lo menos una parte de ella –como lo demuestra esta sentencia– no parece estar en condiciones de condenar a perpetuas.
“En términos generales es un logro importantísimo, pero me deja sabor a poco –sigue Miguel–: estamos en el siglo XXI, tenemos mucha información y necesitamos establecer con mayor detalle que los que no están, por ejemplo, son personas desaparecidas, exterminadas y asesinadas para garantizar la impunidad.” Y dice: “Todavía estamos festejando, no estamos en la etapa del análisis, en estos días también fue condenado Videla, estamos eufóricos por eso: pero nos parece sorprendente, después de treinta y pico años, verles la cara que hasta ahora sólo habíamos visto a través de la posibilidad o no de levantarnos una venda y arriesgándonos a ir a la sala de tortura. O que los conocíamos porque alguien se animaba a susurrarnos algún dato y ahora verlos así, ¡cómo no vas a festejar!”.
“Yo creo que estos juicios trascienden el tema jurídico”, vuelve a decir Ana María Careaga. “Creo que esta sociedad no puede salir de esos juicios como entró: ninguno de los que están sentados ante esos relatos que son insoportables sale igual, porque hablan de la humanidad, y esto se repite en cada punto del país donde tiene lugar un acto de justicia.”
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