Domingo, 20 de noviembre de 2011 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Edgardo Mocca
La crisis mundial sirve para iluminar nuestra escena política. Los tiempos del kirchnerismo se presentaron como una instancia de reparación social; con el tiempo y los acontecimientos mundiales, el ciclo se ha cargado de nuevos significados. Hoy se inscriben en un proceso regional que cuestiona el rumbo adoptado por los países centrales y aboga por un cambio raigal en la configuración socioeconómica y política del mundo.
La intervención de Cristina Kirchner en la reciente reunión del G-20 en Cannes puede leerse como un manifiesto político de esta posición nacional y regional. Puede, además, ser pensado como la propuesta de un giro en la conducción política democrática de los asuntos mundiales, de signo antagónico a la que se originara en los años setenta del siglo pasado, cuando, con las sucesivas crisis del dólar y del petróleo, naciera la era de la hegemonía financiera y la ideología neoliberal a escala planetaria.
Claro que la Presidenta no ahorró en su discurso matices polémicos. Construyó una suerte de dicotomía histórica –“anarcocapitalismo” o “capitalismo serio”–, que no podría ser alegremente convalidada por muchos de sus aliados en la Unasur. No propuso el horizonte de un “socialismo del siglo XXI”, sino que se mantuvo en el territorio discursivo del capitalismo. Es muy comprensible porque no participaba en una reunión que pudiera incluir en su agenda la pregunta sobre si el mundo tiene que seguir siendo capitalista; el G-20 no se reúne para eso. El G-20 es un consorcio de Estados influyentes que delibera sobre cómo enfrentar una de las más graves crisis del capitalismo en el último siglo. Su tarea podría formularse como la de mantener la compatibilidad, siempre tensa y contradictoria, entre democracia y capitalismo. Dicho de otro modo, la dialéctica de la igualdad ciudadana constitucionalmente proclamada y la desigualdad, que no es una “desviación” del “buen capitalismo”, sino un rasgo constitutivo de la economía guiada por el principio fundamental de la máxima ganancia.
Anarcocapitalismo es el nombre de una corriente ideológica de corte ultraneoliberal que funde la utopía anarquista de la desaparición del Estado con la apología del libre mercado, capaz de resolver todos los asuntos humanos desde la perspectiva del contrato, incluido el problema de la violencia legítima, perfectamente confiable, según esta teoría, a la empresa privada. Sin embargo, el vínculo simbólico del capitalismo con la anarquía tiene antecedentes más viejos, y también más ilustres: Karl Marx postuló la “anarquía de la producción capitalista” entendida como la imposibilidad de un sistema económico basado sobre el principio de la máxima ganancia del capitalista, para satisfacer armónica y planificadamente las necesidades sociales. Esta anarquía es la madre de las crisis de superproducción capitalista, caracterizadas por la presencia en el mercado de cantidades ingentes de mercancías que no pueden realizarse por la incapacidad de grandes masas de personas para adquirirlas. El capital financiero tiene la doble aptitud de postergar y disimular este tipo de crisis y, al mismo tiempo, de hacer más cruento su estallido y más grandes sus costos. Nuestra civilización es, en esta etapa, el reino de un capitalismo financiarizado en el que la propiedad y el uso económico del dinero se imponen sobre cualquier otra mercancía. De la esfera de la economía, el capital financiero ha traspasado su dominio a la de la política: en pocos días hemos asistido a la instalación en Grecia e Italia de “gobiernos técnicos”, eufemismo que no llega a disimular la absoluta colonización de la democracia por los intereses de los círculos más concentrados del poder financiero.
El “capitalismo serio” no se convertirá, seguramente, en una consigna que fundamente sueños románticos ni empresas heroicas. El propio calificativo “serio” tiene la suficiente ambigüedad y neutralidad como para asegurar que no resistiría un debate teórico. Para los neoliberales, serio será el capitalismo en el que el Estado no se entrometa con políticas distorsivas que entorpezcan las libertades de mercados; para los críticos del neoliberalismo significará que el Estado introduzca regulaciones en los mecanismos financieros. Nadie podrá asegurar que en un capitalismo serio no florezcan la desigualdad y la injusticia. Sin embargo, y más allá de la cuestión de la seriedad, el capitalismo no ha permanecido uno y el mismo a lo largo de su historia. Concretamente, después de la crisis de los años treinta del siglo pasado y de la Segunda Guerra Mundial, surgió un modo de administración de la economía capitalista, conocido como keynesianismo, que significó una “gran transformación” (el título de la clásica obra de Karl Polanyi) respecto del paradigma de los “mercados autorregulados” predominante en el mundo desde hacía más de un siglo. La transformación mundial de posguerra no fue exclusivamente económica: desde el New Deal de Roosevelt en Estados Unidos a la construcción del llamado Estado de Bie-nestar en los países europeos, incluyendo los fenómenos populistas en América latina y proverbialmente el peronismo argentino, se desarrolló la incorporación de masas a la escena política, la promoción de derechos centrados en las relaciones laborales y una densa trama de protección social a los sectores populares. Fue el tiempo de la democracia social, de la concertación entre Estado, empresarios y trabajadores, en suma lo que algunos historiadores han llamado exageradamente los “treinta años gloriosos”.
En los años setenta y ochenta una nueva crisis capitalista derivó en la contrarrevolución conservadora. Thatcher y Reagan son sus nombres emblemáticos. La concentración inusitada de las riquezas, el debilitamiento de los Estados nacionales, el consecuente descentramiento de la política y los partidos políticos, la erosión de las grandes identidades sociales características de la producción fordista, la centralidad de los medios de comunicación en la arena política y el predominio de un ethos fuertemente individualista en lo cultural y social fueron sus rasgos distintivos. Esta es la época que entró en una profunda crisis. Nadie puede saber anticipadamente la deriva de esta crisis. De la gran depresión de 1929-30 no surgió, como cierta periodización eurocéntrica parece sugerir, el Estado de Bienestar. Surgió el fascismo primero, el nacionalsocialismo después y, por último, la guerra más sangrienta que conoció la humanidad. De manera que el señalamiento de Cristina Kirchner en Cannes acerca de los riesgos políticos de la actual crisis para las democracias en los países avanzados no es, para nada, una exageración. Hay un territorio abundantemente sembrado de xenofobia y resentimientos nacionales como para estar preocupados por las consecuencias de la crisis, si su tratamiento persiste en la aplicación de las recetas que llevaron a ella.
En este contexto es que hay que inscribir la intervención presidencial en Cannes. Este es también el marco en el que hay que pensar el proceso político argentino. De modo interesado, la prensa hegemónica ha presentado la quita de subsidios a los servicios públicos como un regreso a las políticas del manual del FMI. Es conmovedora la preocupación de los socios de Papel Prensa por defender los intereses nacional-populares y el rumbo heterodoxo en lo económico. Hasta ahora no se conocía ese punto de vista. El fondo de la operación –muy visible por otra parte– es el vaciamiento de sentido del proceso político argentino, la instalación de que la aplicación de los planes ortodoxos es poco menos que una fatalidad natural y no se puede ensayar ninguna fórmula alternativa.
El discurso de Cannes tiene más fuerza que los papeles programáticos que se usan en las campañas electorales y se abandonan a su término. Es un compromiso a favor de un viraje político en el mundo. Un viraje hacia la centralidad del trabajo y la producción, como base de sociedades más justas y solidarias. Hacia el impulso del consumo popular como motor de la activación económica. Hacia la comprensión de la democracia como autodeterminación soberana de los pueblos y no como una suma de tecnologías procedimentales que pueden, llegado el caso, encubrir el dominio incompartido del poder económico-financiero. Seguramente todo esto tiene mejores nombres que el de “capitalismo serio”. Pero si ese nombre sirve para organizar el frente de países, fuerzas políticas, sociales y culturales contra la barbarie financiera mundial, sea bienvenido.
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