Lunes, 18 de junio de 2012 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Horacio González *
La presentación del libro Les Iles Malouines, de Paul Groussac, en París y Londres durante la última semana, editado en común por la Casa Argentina en París, la editorial francesa L’Harmattan y la Biblioteca Nacional de nuestro país, fue un acontecimiento político-literario que tiene innumerables dimensiones que vale la pena considerar. En primer lugar, es un libro que sostiene con una fortísima documentación los derechos argentinos sobre las Malvinas. Fue publicado en 1910 por Groussac, como un homenaje de un ciudadano francés a su país adoptivo, y escrito en su idioma natal, lo que le parecía más efectivo para la diseminación de su empeñosa investigación histórica en el mundo diplomático. ¿Qué importancia tiene un libro tan documentado sobre los derechos argentinos en Malvinas pero escrito un poco antes de comenzada la era del petróleo, muy anterior los misiles aire-tierra, los submarinos nucleares y la disputa por los recursos naturales en contextos de escasez?
A juzgar por la compacta presencia de numerosos interesados en las conferencias, y no sólo argentinos, tanto en la Casa Argentina de París como en la residencia de la embajadora Alicia Castro en Londres, hay una avidez por encontrar en Malvinas una de las claves de la historia contemporánea, una bien contada historia del expansionismo colonial, sin estereotipos, sin ingenuidad, sin lamentos y sin bullicio, pero con un valor pedagógico que puede ser ahora una base para la reflexión profunda de los pueblos. El Informe a la Corona del célebre doctor Johnson es una pieza antibelicista única, que debería enorgullecer la vida intelectual británica. El mayor especialista en Shakespeare de su tiempo, autor de un formidable diccionario de la lengua inglesa, polemista sagaz, escribe un ingenioso alegato contra la guerra a propósito de la cuestión Malvinas y deja implícitos los derechos de España. Groussac no es ajeno a este estilo de Samuel Johnson –al que cita–, un tanto inflado pero repleto de gloriosas ironías. Además de su insustituible documentación tanto española como británica, arroja Groussac su fino ojo de filólogo sobre las conocidas descripciones y relatos de los marinos europeos que cruzan el Atlántico. Descubre allí los síntomas de una voluntad mítica de poderío que subordina la exactitud de la memoria en nombre de un empeño de apropiación. La letra fina de la ciencia sucumbe frente a la letra gruesa de las grandes monarquías mercantiles. Nada muy diferente a como proceden hoy las argumentaciones complacientes, sin interés en la autocrítica ni en la crítica de los grandes emporios bélico-empresariales del mundo, cuya filosofía es sólo una esgrima de autojustificación.
Narra entonces Groussac los actos de una voluntad de poder antes que el interés por las ciencias naturales, de las que muchos de esos marinos son también ávidos pero no desinteresados cultores. Las predisposiciones míticas y referencias literarias que al pasar aporta Groussac, como si lo hiciera distraídamente, hacen también de su libro sobre Malvinas un tenue reflejo en una historia literaria del siglo XVIII y XIX. Como si no importara, anota que el abuelo de Lord Byron es uno de los tantos marinos ingleses que ronda las islas, y que alguna vez naufraga cerca de ellas. Es evidente la relación, para Groussac como para los críticos literarios ingleses, entre el naufragio del comodoro Byron, el abuelo, con los poemas de Don Juan de su nieto, donde el canto segundo se centra en un impresionante naufragio.
Pero quizá más interesante es la mención que hace Groussac del nombre de Malvinas. Lo considera superior en alcances geopolíticos y literarios al nombre Falkland. El primero lo juzga, como es obvio, proveniente de los marinos de Saint Malo, los primeros pobladores de Malvinas, con el gran naturalista Bouganville a la cabeza. Pero la conversión de Malouines en Malvinas la cree ligada a la enorme difusión mundial que desde finales del siglo XVIII tienen los poemas escoceses de Ossian, cuya heroína se llama Malvina y fueron leídos, como en todos lados, por los pobladores de aquella Buenos Aires colonial. Esta conjetura de Groussac es improbable, pero tiene gran interés la discusión sobre el origen de esos poemas, recogidos por el escocés Macpherson, originando una célebre polémica a fines del siglo XVIII sobre la autoría de leyendas y relatos épicos en idiomas que no tienen forma escrita. Samuel Johnson participa enteramente en esa polémica, pero también lo hace Groussac, con ojos latinoamericanos. Vemos así la compatibilidad lejana, no tan secreta, entre estos dos grandes publicistas y críticos. Ambos se preocupan por los orígenes de sus lenguas, de la inglesa Johnson; de la francesa, española y argentina el polifacético Groussac. En cuanto al nombre de Falkland, Groussac lo desmerece; no le atribuye pertinencia a su origen ligado a los lords Falklands, a quienes tributaría el marino del Imperio que avista por primera vez las Malvinas, y cree nuestro francés que, en cambio, es el nombre del condado del que ese capitán de barcos corsarios proviene. De todas maneras, en la Londres actual se recoge, hablando aquí y allá del tema, que hay un descendiente de Lord Falkland, con ese nombre mismo, circulando por los salones elegantes de esa ciudad. Acentuando bromas en el límite de las cosas, sus contertulios lo llamarían “Lord Malvinas”.
Como cuestión de lenguaje, la opción por el idioma francés por parte de Groussac, le recordó a Eduardo Rinesi –rector de la Universidad de General Sarmiento, partícipe de la presentación de Les Iles Malouines en la Casa Argentina de París– el mismo acento de independencia idiomática que profiere Descartes cuando exclama “¡voy a escribir en francés!”. En el primer caso, era para formular en lengua franca la diseminación de los derechos argentinos, en el segundo para producir un acceso revolucionario a la lectura filosófica a partir de abandonar el dominio de latín. Por otro lado, la argumentación precisa de Groussac recuerda al modo cartesiano, con aparición de “genios malignos” y todo, cual sería la propensión mitológica que constituye a la imaginación imperial, bien estudiada hoy por los llamados “estudios poscoloniales”. Otra observación puede hacerse, tomando aquí algunas ideas de Patrice Vermeren –decano del departamento de Filosofía de la Universidad París VIII, al que se le debe en gran medida la iniciativa de la republicación de Groussac en aquella capital europea–, pues se trata de ver que la “lengua emigrada” de Groussac consigue inventar un castellano más preciso pero un francés más “pampeano”. Por mi parte, agrego el ejemplo del gran Joseph Conrad, el capitán Joseph Korseniosvsky, que con su originario idioma polaco inventó otra narrativa inglesa, con personajes oscuros, de moralidad espesa y enigmática, cuyo lúgubre carácter está prensado por los grandes poderes imperiales y mercantiles en expansión. Groussac, hombre conservador al extremo, no deja sin embargo de percibir estos mismos escorzos del alma en las épocas donde conviven grandes aventuras humanas y diminutas criaturas despojadas, grandes inventos que afirman poderíos, y pequeños personajes de espíritu conspirativo, que son sus crasos operadores.
Podrá preguntarse: ¿y ustedes, con este texto del siglo pasado, que apenas había llamado la atención del diputado socialista Alfredo Palacios en los años ’30, fueron a convocar a embajadores y decanos sin las necesarias exigencias de actualidad? Respuesta: tanto los participantes ya mencionados, además de Diego Tatián –decano de Humanidades de la Universidad de Córdoba, y Alejandra Birgin, directora de la Casa Argentina en París–, somos conscientes de que la presencia de Aldo Ferrer y Miguel Angel Estrella –embajadores en Francia y la Unesco respectivamente– en la presentación ocurrida en París era suscitada y a la vez contribuía a crear un aire de profunda actualidad en esta presentación de un viejo libro documentado y sagaz. Argentinos con largos años de residencia en esa ciudad –José Eduardo Weisfreid, Sophie Thonon, Carlos Schmerkin y Lucrecia Escudero– fueron también empeñosos constructores de la posibilidad de editar el libro.
La actualidad de Les Iles Malouines nada tiene que envidiarle a Los Pichicyegos de Fogwill, pues surge también la evidencia de la compatibilidad entre ambos libros, al parecer tan diferentes. Tanto uno como otro tratan de guerras, navegaciones y lenguaje, de la imbricación en el ser recóndito de la conciencia de todas estas dimensiones. El plano de los derechos argentinos visto con el ojo del filólogo e ironista que era Groussac, y el plano del derrumbe de la lengua en tiempos de guerra visto por el también filólogo y autor de una magnífica picaresca nacional como lo fue Fogwill, son el anverso y el reverso del mismo tema. Malvinas –su causa– precisa de un pensamiento universal. A la vez fundado en la honra de la paz y un horizonte democrático nuevo, tanto como en una autorreflexión profunda sobre la condición histórico-social argentina, lo que es lo mismo que llamarse a comprender la naturaleza compleja del orbe político-cultural, tal como se forjó desde el siglo XVII en adelante. Adecuadamente tratado, es una clave superior del futuro de la democracia argentina.
La embajadora Alicia Castro, con su fina comprensión de estas circunstancias, su expresión precisa del idioma inglés y su estudio sutil de esa cultura británica que nos es tan familiar como refractaria a los justos reclamos, nos hace ver que es imprescindible poner a los pueblos en acto de reflexión inmanente sobre su propia historia. Para articular el habla de los acuerdos a la que la otra parte se niega, es preciso despertar el corazón intrincado de la historia, lo que precisamente Conrad llamó “el corazón de las tinieblas”. La presidenta Cristina Fernández no lo dijo de manera diferente en uno de sus mejores discursos, el que pronunció en el Comité de Descolonización. Desde el argumentum ornitologicum respecto de los pájaros migrantes que salen de Malvinas y llegan hasta Ecuador, hasta la rápida pero impecable respuesta respecto del artificioso plebiscito que ahora se intenta, se trata de interrogar con fuerza renovada a la conciencia universal y democrática. Ese formidable utensilio de los pueblos, el plebiscito, es fruto de la existencia de una alteridad en la razón profunda que mantiene ese débil hilo entre disenso y unidad de las poblaciones. Al hacerlo artificial, tautológico, tan decidido de antemano como anulatorio de la trama historiográfica subyacente, se convierte a este instrumental básico de las democracia en una pobre bagatela. Entonces, estos libros viejos pero no superados que aquí comentamos sirven también para mostrar que, habiendo otros caminos posibles, no se puede hacer caer a una comunidad entera al abismo de un sofisma que está falto de raíz historiográfica, política y hasta ornitológica.
* Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.
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