Sábado, 18 de diciembre de 2010 | Hoy
ESPECIALES › DIáLOGO CON EL MúSICO ITALIANO ENRICO RAVA
Nació en Trieste, pero grabó su primer disco en la revulsiva Buenos Aires de los años ’60. Desde entonces, el trompetista se transformó en un símbolo del jazz y tocó con todas las principales figuras mundiales desde el Gato Barbieri o Don Cherry a Pat Metheny o Archie Shepp. Una mirada sobre el significado de la música, la genialidad y, especialmente, el jazz.
Por Eduardo Febbro
Desde París
“Toca la nota necesaria, la otra trata de no tocarla.” El estrecho espacio del Sunside, en el barrio parisiense de Les Halles, vibra con las notas necesarias. El calor, la incomodidad, la pequeñez, la acústica incompleta se van alejando del primer plano para dejar la siembra musical de las notas necesarias que Enrico Rava esparce como semillas. Miel y construcción. El trompetista italiano podría llenar una sala cien veces más grande, pero está ahí, casi al alcance de la mano, caluroso y concentrado, en una intimidad con el público que su música meditada y emocional explora de muchas maneras. Enrico Rava es la música del siglo, la del que terminó y la del que está en curso, la modernidad movediza, la travesía de los géneros. Nacido en Trieste, atraído al jazz por Miles Davis, fascinado por el Buenos Aires que descubrió en su primer gran viaje, en los años ’60, y luego artista de travesías musicales geográficas y exquisitas que cubren todo el planeta, desde Nueva York hasta la India. Enrique Rava toca con ese consejo que le dio Joao Gilberto en la Nueva York de los años ’70: “Toca la nota necesaria, la otra trata de no tocarla”. Lo necesario quiere decir escuchar la música, la frase, el impacto, la composición, la revelación, sin la construcción que la precede, como un aforismo preciso, incandescente, esencia virgen de toda manipulación. Enrico Rava lleva un apodo que no le hace justicia: El Miles Davis Italiano. Su sonido, sin embargo, lleva la pureza mucho más lejos que la trompeta de Davis. A sus más de 70 años y luego de haber transitado por muchas ramas del jazz, Rava sigue probando, experimentando, conmoviendo. Los críticos musicales lo definen a menudo como un “atravesador de fronteras”, un hombre que explora de lado a lado, en todos los rincones, sin perder por ello la capacidad de dar emociones mediante construcciones musicales rigurosas, llenas de misterio, sobrias, elegantes. Hombre de muchos lados pero cuyo destino musical empezó a forjarse en el Buenos Aires de los años ’60, con un viaje junto al saxofonista Steve Lacy, con quien grabó en la capital argentina su primer disco, The forest and the zoo (1966). La huella de la cultura argentina está presente en su cuarto disco, La vuelta al día en 80 mundos, una obra súper moderna que se escucha como si hubiese sido grabada ayer y que transformó en música el libro de Julio Cortázar. No hay músico de jazz con quien Enrico Rava no haya tocado: Gato Barbieri, Lee Konitz, Don Cherry, Mal Waldron, Steve Lacy, Marion Brown, Rashied Ali, Cecil Taylor, Charlie Haden, Marvin Peterson, Carla Bley, Franco D’Andrea, Enrico Pieranunzi, Marcello Melis, Massimo Urbani, Paolo Fresu, Pietro Tonolo, Stefano Bollani, Roberto Gatto, John Abercrombie, Roswell Rudd, Miroslav Vitous, Richard Galliano, J. F. Jenny-Clark, Misha Mengelberg, Dino Saluzzi, Martial Solal, Pat Metheny, Cecil Taylor, Jimmy Lyons, Archie Shepp, John Abercrombie, Aldo Romano.
Poco importa ya con quien. Rava suena con su propia voz, refinada, permanentemente innovadora. Estuvo en el nacimiento de las vanguardias, las acompañó y luego atravesó el siglo, otra vez con un sonido nuevo, reconciliado con la rebeldía pero siempre insumiso. Un tema de Enrico Rava es una incursión en la poesía del sonido.
–Usted nació en una ciudad europea que lleva en su corazón el sello de su música, Trieste. Ciudad de travesías, de mezclas creativas y formales. Luego, su primer gran viaje lo hizo con rumbo a otra ciudad de mezclas, de aluviones de identidades, es decir, Buenos Aires.
–Sí, yo nací en Trieste pero en realidad viví casi toda mi infancia en Torino. Sin embargo, Trieste me quedó en el corazón, es una ciudad muy interesante donde vivió gente como James Joyce. Cuando volví a Trieste tenía 21 años y mis recuerdos de infancia habían quedado intactos. Conocía perfectamente todo. La casa donde viví cuando era chico, las plazas. Recuerdo que todo me pareció mucho más chico que lo que estaba en mi memoria. Después descubrí a Miles Davis, hacia finales de los años ’50. Fue un shock radical, una iluminación. Luego, mi primera gran aventura fue Buenos Aires. Fue otro shock para mí, un amor a primera vista. Había un clima cultural desbordante. En cierto sentido, la Argentina era como Italia: atrasada en sus gustos culturales. No se conocía la new scene, el free jazz. Todo el mundo estaba vestido de gris, igual que en Italia. Pero Buenos Aires era un lugar enorme, fantástico. Yo nunca había visto tantos proyectos artísticos en curso. Uno iba a un café y la gente estaba hablando de una obra de teatro que quería montar, otro hablaba de crear un orquesta y el taxista te contaba el libro que estaba escribiendo. Nunca había visto algo así. Y claro, después estaba el tango, que me golpeó el corazón. En esos años, en el ’66, Piazzolla no era conocido en Italia. Yo lo conocía porque el Gato Barbieri me había hablado mucho de él, pero no tenía sus discos. Cuando fuimos a Buenos Aires con un cuarteto donde estaba Steve Lacy, tocamos 20 días en un club que se llamaba Gotán. La primera parte la hacíamos nosotros, la segunda la ocupaba Piazzolla con su quinteto. La primera noche que escuché tocar a Piazzolla me caí al suelo. No podía creer que existiera una música tan maravillosa. De ahí me sumergí en el tango, tanto el de Piazzolla como el de Aníbal Troilo, el Sexteto Mayor, Pugliese, Gardel, Horacio Salgán. Me enamoré del bandoneón.
–Esa marca argentina está en el título de su primer disco, La vuelta al día en 80 mundos, el libro de Julio Cortázar.
–¡Claro, Cortázar! La vuelta al día en 80 mundos fue un disco que edité en el año ‘72. Estoy muy orgulloso de eso, es un libro tan genial. Para un jazzman es un libro increíble. Cortázar habla de un concierto de Thelonious Monk en Londres y la imagen que da Cortázar de Monk como un oso bueno, que camina como si anduviera en un campo minado, es algo increíble. Y el capítulo dedicado a Louis Armstrong, que se llama Armstrong grandísimo cronopio... Eso para mí es más elocuente que un tratado de mil páginas.
–Precisamente si hay algo que define bien su música es esa idea: una vuelta a un tema en 80 mundos distintos. La melodía, lo lírico, la ruptura, el fraseo, son constantes exploraciones que atraviesan un mismo tema.
–Sí, porque a mí me gusta sorprenderme y que me sorprendan. La sorpresa debe ser continua. Cuando toco con mis músicos, con mi quinteto, quiero que me sorprendan siempre y también quiero sorprenderme a mí mismo. Si no, me aburro. No me importa que sea un concierto con la Filarmónica de Berlín o un club pequeño, para mí es lo mismo. Tienen que sorprenderme. Siempre quiero decir algo que yo no me esperaba. La sorpresa es un incentivo, una motivación que me empuja a una reacción donde yo también me sorprendo. En los grandes genios, en los verdaderamente grandes como Miles Davis, Charlie Parker, Armstrong mismo, la genialidad está en que cuando se equivocan consiguen transformar el error en algo maravilloso. Reaccionan frente el error y hacen algo que justifica el error. Es un elemento que no estaba previsto y los hace salir de la rutina. Parafraseando la novela de Cormac McCarthy, diría que la música no es un trabajo para viejos.
–Usted hace una música que hoy ha ganado el corazón del mundo pero que, en sus comienzos, era para una minoría. Sin embargo, esa música que se mundializó no perdió su identidad de música compleja.
–No sé si es una música difícil, pero claro, no es una música para cancha de fútbol. Esta música pide cierta atención. Recalco que las 80 mil personas que van a escuchar un concierto de rock viven un momento maravilloso, están juntos y tienen una emoción de masa. Acá, no, hay que escuchar. Por eso el jazz será siempre una música para menos, pero igual es una música que tiene mucho público. El jazz recuperó el público que había perdido. En los años ’30 el jazz fue una música de baile muy popular, pero con un nivel creativo altísimo. Un poco como la música brasileña en su momento más alto y también como el tango en sus niveles más altos de creatividad. El jazz era un poco así, y todavía más porque tenía detrás Estados Unidos y su motor económico. Pero con el be-bop en los años ’40, que fue una música maravillosa, muy sofisticada, muy difícil, el jazz perdió más de la mitad del público. Luego hubo el hard-bop y cuando llegó el free jazz ya no hubo más nadie. El público negro desapareció completamente y se fue hacia la soul music. Solo quedaron intelectuales blancos y tipos muy ideologizados. La ideología decía que el free jazz era de izquierda y el jazz normal era de derecha. Fue una estupidez única. Después, muy lentamente el jazz empezó a recuperarse impulsado un poco por fenómenos comerciales como la fusión music.
–Usted incursionó en el free jazz. ¿Qué le aportó esa corriente? ¿La exploración, la ruptura, la idea de deconstrucción...?
–El free jazz fue un método para deconstruir y también una libertad que me permite tocar un standard y moverme sin dejarme condicionar por todas las versiones que escuché antes. Debo decir que el free jazz, después de sus comienzos, en que significó una liberación, se convirtió en una especie de cárcel peor que lo de antes. ¡Todo estaba prohibido! Prohibido tocar un ritmo, prohibido tocar una melodía, prohibido hacer un fraseo así o asá porque te decían: “No, esto es de la CIA”. Era imposible. Por eso en el ’70 y ’71, cuando ya vivía en Nueva York, empecé a recuperar valores del jazz clásico, que fue la música que me atrajo al jazz cuando yo era chico. A mí me gusta la música. Hace seis meses que no escucho otra cosa que no sea Michael Jackson. Es genial. Es uno de los genios más grandes que hubo. Lástima que descubrí su genialidad recién después de su muerte. Me di cuenta de que había perdido la oportunidad de ir a verlo.
–Sé que es un momento molesto para los músicos, pero estamos en una época de confrontación, de antagonismos fuertes. ¿Qué nos aporta la música, reflexión, comunión, profundidad o esa cosa casi imposible en la realidad que es la paz?
–Para mí la música no tiene ningún mensaje. La música no sirve para nada. Cuando yo era joven pensaba que con la música íbamos a cambiar el mundo. No. La música sirve para enriquecer la vida de uno si nos gusta la música. Depende mucho de quién la toca. Si el músico nos gusta, él nos da un momento de paz, de felicidad, de armonía. Creo que esa es la función de la música. La música es muy misteriosa, no habla. En la época en que se politizaba todo, incluida la música, yo pensaba que eso era estúpido. Por ejemplo, si tomamos canciones de izquierda, como esa del Comandante Che Guevara, y le sacás las palabras, la letra, y le ponés otra letra diciendo “¡Viva Franco!, Videla es el mejor, Mussolini es grande”, en fin, cosas por el estilo, es igual. Lo único que pasa con estas canciones es que si se les cambia las palabras la música sigue existiendo.
–Pero hay músicas, como por ejemplo el jazz, que pertenecen a una comunidad y esa comunidad es la que le da su identidad política.
–Sí, es cierto, pero a veces esa comunidad que le da un sentido político que hace daño. En los años ’70 se hizo una ideologización de la música. El free jazz era la música revolucionaria, de la izquierda, el jazz clásico era la música reaccionaria. ¡Se llegó a decir que Count Basie era una espía de la CIA y que Chet Baker se aprovechaba de los negros! Cuando Count Basie fue a Italia a dar un concierto en un festival, un grupo de extrema izquierda sacó un cartel que decía “Count Basie es un esclavo del imperio, no lo dejen tocar”. ¿Y que pasó? No lo dejaron tocar, no pudo llegar al escenario. Con Chet Baker pasó lo mismo. Baker era un genio destruido por la vida, a quien la vida golpeó como nadie, un gran, gran tipo. Pero cuando fue a tocar le sacaron pancartas que decían “Chet Baker es un traidor, un hombre del poder”. Tuvo que venir Elvin Jones, que era el baterista de Coltrane, a explicar que Chet Baker era uno de no-sotros. Así lo dejaron tocar. Estos son dos ejemplos que ocurrieron en Italia, pero yo podría dar 200 ejemplos de este tipo de estupidez increíble. Fue un momento de la historia.
–La gente se pregunta muchas veces, no sólo con respecto a usted sino también a otros grandes músicos, cómo se puede tocar a los 71 años como si siempre se tuvieran 20.
–Yo siento más placer tocando ahora que cuando era joven. Tengo las mismas ganas y lo vivo de otra forma. Creo que todo es mejor, por lo menos de cabeza. Sé más lo que estoy haciendo. Para mí, el secreto es tocar con gente que más o menos tenga mi misma visión. Yo dejo muchísima libertad a los músicos. Les tengo confianza y si es distinto de lo que yo me esperaba, todavía mejor. La música es entonces una cosa telepática. Es como si nos juntáramos para pintar una pared blanca y cada uno pusiera lo que se necesita. El jazz, cuando funciona, es como un microcosmos, es una metáfora de la democracia perfecta, ideal. Se trata de un equilibrio muy raro que sólo se encuentra en el jazz. Cada uno toma y da lo que necesita. Todos tienen su ego y no lo castigan, pero nadie impone su ego y acepta el del otro. Hay un equilibrio total y se termina conectando con una armonía cósmica de todo con el todo, donde cada uno tiene un rol, le gusta su rol y no impide que los otros asuman el suyo. El mecanismo es muy interesante. Toda la música es así, pero con el jazz es particularmente evidente. En una orquesta sinfónica todos los instrumentos son esenciales, hasta el más insignificante. Cada uno tiene una función esencial y todos construyen la obra juntos. Es como un ejército de hormigas. Con el jazz no se trata de hormigas sino de una pequeña comunidad donde cada uno se mueve con muchas libertad pero sin estorbar la libertad de los demás. Hay que dejar también vivir los silencios. El jazz puede ser una música magnífica, pero también puede volverse horrible cuando los temas no dicen nada o los solos duran mucho. No todo el mundo es capaz de tocar en solo diez minutos y ser interesante.
–Hay un instante, o varios instantes, donde se tiene la impresión de que los músicos no tocan para nosotros sino que van más allá.
–Sí, es verdad, es como hablar con Dios o conectarse con el universo. Parece tonto decir estas cosas, pero es verdad. Si no la música no se explica. Es algo tan abstracto. ¿Por qué le gusta a la gente desde siempre? En otro tipo de culturas la música no es un espectáculo, no hay show o concierto. Es algo de la vida cotidiana, para la lluvia, el sol. Cuando fui a la India por primera vez toqué con un cuarteto de Madras. Ellos no dan conciertos. Viven en un pequeño pueblito y la comunidad los ayuda. Los músicos trabajan en la tierra, en los campos, y luego comentan con la música todo lo que pasa. Es una cosa muy fuerte y espiritual. Para nosotros es distinto porque, de todas formas, para nosotros la música es un negocio. Le hemos cambiado la función a la música. Pero se trata de música, funciona igual, sólo cambia el uso social. La música es un misterio. ¿De donde viene? Todavía no lo sé. La música es algo natural en todos los seres vivientes. Los animales también cantan y nosotros hacemos jazz.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.