Domingo, 11 de agosto de 2013 | Hoy
Por Álvaro Enrigue
Llegué tarde al fenómeno Bolaño: Los detectives salvajes se publicó poco antes de que fuera a hacer un posgrado en Latinoamericanas en Estados Unidos y su muerte me encontró inmerso en el proceso de escritura de una tesis que se acababa en el siglo XIX. Hice el doctorado en la Universidad de Maryland cuando todavía daban clase José Emilio Pacheco, Saul Sosnowsky, Jorge Aguilar Mora: se esperaba de los estudiantes que leyeran toda la literatura latinoamericana en cuatro o cinco años y eso hacíamos, o por lo menos lo intentábamos. No había tiempo para novedades. Aun así, leí Los detectives salvajes en algunas vacaciones que pasé en México y me pareció una novela estupenda y satisfactoria. Luego vino la muerte del autor, la monumental 2666, los inéditos, los chismes, los homenajes, la bolañolatría. Un día un joven me dijo en Bogotá que había renunciado a escribir porque ya Bolaño lo había dicho todo. Había algo de reproche en su mirada de pastor de suicidas, que demandaba también mi silencio.
A partir de cierto momento Bolaño se convirtió en una parada indispensable de los cursos de literatura. Fue hasta que vi lo que Los detectives salvajes le hace al cerebro de un estudiante de licenciatura que entendí su peculiaridad. En las tres sesiones que suelo asignar al libro y sus ramas, nadie falta a clase, los chicos entran al salón con la mirada aceitosa del que todavía trae fiebre, algo tiembla entre las paredes del aula. Es el misterio de la escritura literaria en pleno, las razones por las que seguimos leyendo novelas aunque la mayoría de las que compramos resulten una mierda; el paraíso que nosotros, los que ya vamos en declive, perdimos cuando tuvimos que matar a Cortázar para poder ser escritores.
No soy profesor de tiempo completo, así que doy clases donde me invitan. Lugares tan inimaginablemente distintos como el Centro de Capacitación Cinematográfica del DF, donde leímos a Bolaño en una clase muy libre sobre estrategias narrativas para directores de cine, o la Universidad de Princeton, donde lo hicimos en un curso sesudísimo sobre autorrepresentación en la novela hispanoamericana. No importa si los estudiantes son unos chilangos a los que todavía se les sale por las orejas el humo de marihuana que aguantaron antes del desayuno –una bella tradición universitaria, el desayuno del diablo– o unos gringuitos hipercompetitivos que siempre hacen la tarea y entran a clase traspirando Mountain Dew. El efecto es el mismo: todos los ensayos finales son sobre Bolaño –ya nada les gusta después de leerlo–.
Hay en Los detectives salvajes una sexualidad festiva que los enloquece; la demostración de algo que Borges enunció maravillosamente: todos los seres humanos tienen todas las experiencias humanas; el retrato de lo que hierve en las sociedades que van a cambiar pronto; una capacidad extraordinaria para poner en colisión términos e ideas que no iban juntos originalmente; un tono que se vuelve familiar de inmediato; la puesta en escena de la nostalgia de unidad que todos sentimos.
Mi hijo mayor se fue hace unas semanas a ver a su abuela gringa a Oregon. Necesitaba un libro gordo para los vuelos y esperas y agarró mi copia de Los detectives salvajes con la confianza de los que todavía creen que todo es gratis y la vida eterna. Me imaginé que más bien la usaría para sostener su laptop en la que veía películas. Quiere ser director de cine, así que lee pocas novelas. Ya tardísimo sonó el teléfono de casa. “Ya llegué papá –me dijo con su voz de hombre de estreno–, ya voy a la mitad de Los detectives” –se refirió al libro como si fuera su carnal, con un apodo. Le pregunté por el viaje: “Por suerte Grandma me llevó un sándwich al aeropuerto”, respondió; “se me había olvidado comer”.
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