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Domingo, 11 de agosto de 2013

Pían

"Los vaivenes del espíritu no tienen objeto". (Fotos)

 Por Marina Perezagua

Estoy muy cansada. Apenas puedo reaccionar a sus caricias. Entreabro los ojos. Es todavía la noche. Por la pesadez de mis brazos calculo apenas unas cuatro horas de sueño. Quisiera decírselo, que estoy muy cansada. Pero la formación de la palabra es más lenta que la del deseo. Acepto. Semidormida noto la metamorfosis. Él está duro y su dureza va pasando a mi carne aún tierna por la levedad del sueño. Primero el cuello se me tensa y escucho un sonido que espiro por la nariz y que suena a un cambio de materia, como el tronco frío que cruje hacia el calor de la leña. Antes de estar embarazada había veces en que no notaba el chorrito corriendo. Pero desde que supe, hace tres semanas, que estás ahí, siento el paso caliente del líquido por mis paredes y entonces, en el agüita donde flotas, te imagino golpeada (¿golpeado?) como una barquita por el oleaje, por el semen de donde vienes. Bébelo, hija, ahora que eres lo suficientemente afortunada como para beberlo por todas partes porque no tienes ni boca ni ombligo ni ano. En eso te envidio. Disculpa. No has nacido y ya te envidio. Ni boca ni ombligo ni ano. A veces no sé con qué orificio recibir el fluido, y cambio de posición, indecisa, agarrando no sé qué partes de tu padre, y entonces en medio de ese trance le hago moverse a él, y tampoco sé cómo lo hago porque él es muy grande y yo a su lado muy pequeña. Quizás se mueva él solo, esperando a que me decida. Y retiene. Retiene hasta que me acomodo y le digo con no importa qué órgano: Aquí dentro, aquí está bien. Quizás algún día me disculpe por hablarte así (no lo creo), pero comprenderás que todavía no soy madre, y tú eres sólo un guisante sin princesa. Un guisante sin colchón. No, un guisante no. Una lenteja. Un piñoncito entre mis piernas. Y abajo tu padre. ¡Mira! Me ha subido a sus hombros como si fuera una niña y me lleva corriendo por este claustro francés. Hay muchas flores y árboles. Él sabe los nombres de todas las plantas, hasta de las yerbas más insignificantes, y me los va diciendo, señalando entusiasmado aquí y allá, incluso brotes invisibles, que sólo aparecen cuando él los nombra, de repente, como flores inmediatas, flores que se niegan a pasar por la tediosa gestación que media entre el capullo y la planta. Me río. Me río porque veo cómo estallan las reglas del ciclo vegetativo. Es muy divertido. Me río mientras corremos en círculo, esquivando como si fueran minas los tallos que nacen bajo la galería arqueada. No, las minas no son los tallos. Las minas somos nosotros, el peso de una mujer y un hombre sobre dos solas piernas que corren tratando de evitar la masacre de una zarza. Algo me roza el pelo. Es el techo. El techo de madera. Ahora que soy mucho más alta tengo que proteger mi cabeza. Me pongo un pañuelo como un casco suave, un casco duro y flexible de un material futuro. Y en sus hombros llego al centro del claustro. Éste debe de ser el árbol principal. Es muy frondoso y aparto las ramas de mi cara. «Es un tejo», me dice la boca bajo mi cuerpo, «un árbol sagrado porque es inmortal y antes de morir cuando se está pudriendo deja que una de sus ramas se meta en el interior de su tronco ya hueco, y esta rama que crece hacia abajo va limpiando la podredumbre como un pececillo corydora limpia las paredes de un acuario». ¿La ramita se come lo podrido? –pregunto–. «Sí», responde la boca, «se alimenta de ello, y así continúa creciendo hasta agarrar en el suelo y ya no es rama sino raíz sana que sostendrá al árbol durante mil años más». ¿Y cómo has dicho que se llama el árbol? –vuelvo a preguntar–. «Se llama Aurora». ¿Aurora? Vale, pues Aurora. Así te llamó tu padre cuando me vio. Den lilla Aurora, fueron sus primeras palabras, y sus manos tocándome en el metro («¡Señora!, ¿qué mira? Este vagón no es de acero, es orgánico como las ramas de la wisteria que en la pérgola del parque sostienen a los mapaches. Y las familias que caminan por debajo halagan el olor de las flores. Ignoran que ese olor está mezclado con el calor del pelo animal, con sus orines, con sus semillas masticadas, con el sudor de los círculos que encierran cabezas y rabos enroscados. Señora, no sea mojigata, el ambar gris del perfume que usted no puede costearse es bilis de cachalote). Y él que volvía a repetir Den lilla Aurora, dándote a ti un nombre antes de saber el mío, un nombre con un adjetivo sueco, porque el sueco es el idioma de los pájaros, dijo, y se pronuncia así: Dein lilya Aurora, y lo decía muy lento: Dein (mi oreja), lilya (mis ingles), Aurora: la tensión de sus pantalones, un vaho, un jadeo en el espacio que media entre su piel y la tela, reducida, por la excitación, al algodón llovido y apretado, pelusa mojada de la flor cuando todavía estaba en la rama. Y en la lentitud de esas palabras yo tenía tiempo de decirme que soy alérgica al látex pero qué importa, en este vagón no hay farmacia y además no quiero el tiempo para comprar nada; lo que duraban esas tres palabras solo me daba para decirme que este hombre tiene que estar sano y yo no acepto plástico en mi cuerpo y vámonos a mi casa sin justificarle ni a él ni a mí que hacía apenas cinco minutos que nos conocíamos. Y luego cuando nos conocimos vimos Fanny y Alexander y tú recién nacida en sus grandes manos en la pantalla y él que repetía mirándote den lilla Aurora y yo que decía que si tengo una hija no le voy a poner un nombre porque cuando nací mi padre me llamó Sonia sin saber cómo me llamaba. Y esperaba que cada vez que yo escuchara Sonia respondiera. Y yo que no respondía, pero no era mi culpa sino de él, que se atrevió a darme un nombre sin conocerme, cuando todavía era apenas tres kilos de carne ensangrentada. Y las hojas del tejo me arañan un poco la cara pero encuentro un claro dentro del árbol y me acomodo mejor en los hombros que me sostienen. La distancia entre el comienzo de mis dos muslos es exacta a la anchura del cuello de tu padre, que queda en medio. Qué alta estoy. Y qué verde me rodeo. Y a veces tengo miedo. Cuánto miedo. Miedo de que todas las cosas se callen como personas rencorosas, de que todo me niegue la palabra, o hable hacia dentro, y yo caiga en una pecera de bocas que se abren sin lenguaje. Entonces floto como un besugo que busca los ojos de otro besugo en un acuario de agua turbia. Y el temor es tanto que cuando veo un besugo ya no veo un pez, sino una persona que no puede hablar de tanto miedo. Así los reconozco en la pescadería, en su lecho de cubitos de hielo, los ojos asombrados ante la visión de esa burbuja que ellos soltaron como palabra pero que solo salió como una pompita de aire en el agua. ¿Y si el dolor es así tan grande que no pueda nombrarlo sino con burbujas que se rompen vaciándose de nada? Entonces quienes me quieren me darán por desaparecida. Pondrán una denuncia, reunirán a los vecinos para buscarme en el campo con linternas en la noche, sin saber que los desaparecidos que mueren mudos abandonan sus formas humanas y cambian la piel por escamas, y los huesos que les vertebran por una espina lacia de un pescado que nunca fue pez. «Mamá, amigos», les diría, «los mudos desaparecidos no están bajo tierra, sino en la fosa común de ojos atónitos y escamas que un pescadero arroja en un cubo de basura negro». Pero hoy no quiero hablar de ello, den lilla Aurora, o como te llames, porque ahora no estoy en un cubo ni en una pecera, sino en las alturas de un hombre, en la copa de un árbol. ¿Y sabes que los ruiseñores son tan valientes que atacan a los gatos? Y los tyrannus son pájaros que se atreven contra los aviones. Se lanzan contra los motores. Esos aviones de pesticidas que sobrevuelan tan bajo los campos se lo tienen bien merecido. Que se calcinen sus pilotos entre venenos inflamables mientras los insectos sin orejas escuchan los chasquidos sin saber, o quizás sabiendo, que hasta la semana que viene no volverán a fumigar; toda una semana (una larga vida) para ellos. Y mira. Aquí viene un nuthatch. Los nuthattch trepadores son pájaros sin cuello. Él me explicó por qué. El cuello no les hace falta porque trepan tronco arriba tronco abajo en busca de insectos y no necesitan ver más allá de la corteza que tienen en frente. Míralo. Aquí viene uno. Sube por el tronco como un lagarto. («Una vez tuve un amante –le conté el primer domingo que metimos los pies en el estanque–. Era en parte un hombre que metía la cabeza en el río, para beber, como un perro. No me veía, pensaba que en el agua solo había algas sin huesos, pero yo le miraba sumergida con un collar de plomo. Era un alga vertebrada. Pasé muchas tardes tumbada en el lodo, bocarriba, mirándole, desde abajo. Cómo lamía el agua. Yo quieta, para que las burbujas no incordiaran el paso de su lengua entre mis ojos. Su lengua, agrandada por el río, tan visibles sus papilas, chupando el líquido que me contenía, sin saberlo él, todavía»). Me quito un zapato y acerco el pie con cuidado al pajarito trepador. Tiene su pico largo y afilado como todo insectívoro. Acerco más el pie, muy lentamente, para no asustarle, y lo balanceo a la altura del abdomen de tu padre. Me fijo en ese piquito tan fino y largo como el de un colibrí. Mi pie está ya muy cerca. Cierro los ojos. Escucho cómo picotea la corteza y deseo que me picotee entre la uña y la carne. Que me desparasite o que me retire la piel muerta. Pero el trepador sigue subiendo y ahora que está a la altura de mis ojos me pregunto si querrá al menos lavarme la cara como lo hace tu padre algunas mañanas, su lengua limpiándome los ojos, retirándome de las esquinas oculares los humores cuajados de la noche. Pero el nuthatch se pierde por una rama y yo misma me limpio esos granos como de arena. Los chupo en mi dedo imaginando que están todavía en mis ojos y que yo entera soy la lengua de otro. Se deshacen. Y aquí vuelve el miedo que trepa como el nuthatch, subiendo con su nariz pegada a mis piernas. El miedo de que todas las cosas se callen. El miedo de que tu padre, o el padre de cualquier otra, o el padre no padre de nadie, no quiera subirme ya más a sus hombros. El miedo de pasar de la risa y la altura al gateo en el suelo, a la súplica de un cachorro que reclama atención tirando de los pantalones del cazador que sólo sabe otear el horizonte. Pero por qué habría de ser así. Ahora mismo no tengo motivos para temer nada porque la mano de tu padre toma mi falda y la engancha a una pequeña rama, como la ropa húmeda que en el cordel se orea. Y es cierto que no soy muy grande, pero pío como un wren. Esto me lo dijo él: «Gimes como un wren», ¿Y qué es un wren? –le pregunté–. «Un wren es un pájaro cuyo volumen de canto es, en comparación con su tamaño, el más alto». Es cierto. Pío. Pío como ahora cuando sus dedos tocan mi semilla como un brote que se dilata como lo haces tú en mi vientre, y creces. Pío, y quizás el sonido te llegue amortiguado por el líquido amniótico. Pero escucha, otros también pían. Él me está acariciando y con los ojos medio cerrados miro alrededor y veo decenas de nidos. Decenas. Y en cada nido hay (cómo me gustaría que lo vieras) tres o cuatro polluelos que abren el pico pidiendo comida. Pían. Ellos también pían. Pían con sus picos que parecen sonrisas anaranjadas, y cientos de madres acuden a la vez a llenar sus buches. Las alas me rozan la cara mientras él me acaricia, y mi boca rosada detrás de su cuello se tensa en una sonrisa llena de agua, que llueve el tronco de este árbol cantor.

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