Estrategia defensiva
La discusión
sobre el tipo de cambio debería ser un poco más elegante e interesante
de la que se precipitó en estos días. No aporta mucho al debate
asustar sobre las consecuencias de abandonar la convertibilidad,
ni colabora demasiado para pensar caminos alternativos plantear
sin más vueltas la salida de la paridad 1 a 1. Aferrarse a un rígido
régimen cambiario tiene efectos devastadores en sectores de la economía
como se comprobó durante las crisis del Tequila y la del último
año y medio, como también lo tendría romperlo con una devaluación.
Lo cierto es que con una u otra vía el destino para el salario no
es venturoso. Quebrar la relación de igualdad entre el peso y el
dólar provocaría inmediatamente una depreciación de los ingresos
de los trabajadores. Pero mantener esa identidad monetaria también
provoca la pérdida de poder adquisitivo, aunque en cámara lenta.
En última instancia, cuando se plantea la reforma laboral, además
de minar el poder de los desprestigiados caciques sindicales, se
prepara el terreno para que las empresas puedan mejorar su competitividad
dentro de la convertibilidad bajando el costo salarial. En la cárcel
del 1 a 1, la forma que tiene el sector privado para sobrevivir
en un escenario de devaluaciones competititvas como la aplicada
por Brasil, entre otros factores, es reduciendo la carga laboral
además de la de los servicios públicos. En esa línea apuntó el recorte
de las tarifas telefónicas y de peajes, y los que se están negociando
en luz y gas. Resulta evidente que la actual reforma laboral no
es otra cosa que asumir una estrategia defensiva ante una realidad
no muy favorable. Sin poder tocar el tipo de cambio, que solucionaría
rápidamente, por lo menos, la cuestión salarial para el empresario,
el Gobierno busca bajar costos ante el problema estructural de baja
productividad de la economía. El déficit de esa política para mantener
a flote la convertibilidad reside en que se cae en un círculo vicioso:
se trata de mejorar la rentabilidad de las empresas con la posibilidad,
por ejemplo, de hacer contratos de período de pruebas por seis meses,
pero esos nuevos empleos que se crean son precarios y de baja calidad,
con lo cual no mejoran la productividad global de la economía. Esa
falta de dinamismo se verifica, luego de las transformaciones económicas
de la década del 90, en el mercado laboral, de la siguiente manera:
n Cuando la economía crece, el desempleo se mantiene estructuralmente
elevado y la precariedad se expande puesto que los nuevos empleos
son de baja calificación y de reducido nivel de ingreso. n Cuando
la actividad económica se contrae, el desempleo sube de manera significativa,
la precariedad se acentúa y la pobreza crece en línea con la tasa
de desocupación. De ese modo, en los últimos diez años se ha estructurado
un mercado laboral fragamentado que, en última instancia, la reforma
que se propone poco hará para mejorarlo e involucra apenas a un
tercio de la población en condición de trabajar. Esto es así porque
de cada 100 personas de la Población Económicamente Activa: n 13
están desocupadas. n 12 trabajan en forma intermitente (subempleo),
con changas, en negro, con períodos de desocupación. n 35 tienen
empleo regular pero en negro, sin protección social, con una remuneración
que es la mitad de lo que gana un trabajador en blanco haciendo
la misma tarea. n 12 son autónomos. Las 28 personas restantes tienen
empleo estable en blanco. Pero uno de cada tres de ese grupo (33
por ciento) trabaja jornadas más largas que la legal. Esta radiografía
de la situación del empleo muestra una economía dañada, con pronóstico
reservado, y un cuadro social de inquietante fragilidad.
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