Política del big business
Los
gobiernos se han convertido en Estados Unidos en instrumentos
de un segmento de la sociedad: el de las grandes corporaciones
de negocios, escribía recientemente William Pfaff
en Los Angeles Times. Pero este famoso analista no resalta esa
dependencia movido por el ascenso del basto George W. Bush al
poder. Para él, Al Gore era también un candidato
de los grandes conglomerados económicos, y su gestión
sólo hubiese diferido de la de Bush en cuestiones culturales,
como el aborto o los homosexuales.
Aunque la elección resultó muy reñida y la
posterior disputa por el triunfo fue casi bélica, lo verdaderamente
importante es que Gore no era una auténtica alternativa
a Bush, ni éste a aquél, desde el punto de vista
del sometimiento de ambos a los intereses de las transnacionales
de raíz estadounidense, incluyendo por supuesto a la banca
y los inversores institucionales. La aparición de candidatos
alternativos es imposibilitada por el sistema político,
que liga las chances de cualquier aspirante a la cantidad de dinero
con que cuente para su campaña. Pfaff menciona, como punto
de inflexión, una decisión tomada por la Suprema
Corte norteamericana en 1976, sosteniendo que los dólares
invertidos (por los ricos y por las compañías) en
apoyo de un candidato político constituían una forma
de ejercer el derecho a la libre expresión, protegido por
la Constitución. Ese pronunciamiento consagró al
dinero como máximo recurso de la política. Pero
lo decisivo es que el electorado convalida este estrecho control
del poder político por parte del poder económico,
respaldando a los candidatos de las corporaciones, y es difícil
que esa actitud se modifique mientras la mayoría de los
norteamericanos sientan que así les va bastante bien. Habrá
que ver qué ocurriría si la situación se
deteriorase bruscamente, como presagian los pesimistas.
Mientras tanto, conviene tener en cuenta quiénes deciden
las políticas para no caer en ciertas ingenuidades, sobre
todo a la hora de optar entre el Mercosur y el ALCA.