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Jueves 1 de Febrero de 2001

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convivir con virus

MARTA DILLON

€Hay que decir que ella tiene una paciencia que evidiarían las carmelitas descalzas, digo por nombrar uno de esos grupos que atraviesan la vida esperando un paraíso futuro lejos de esta tierra. No es el caso, lo suyo es paciencia nada más, espera que algo suceda en esta dimensión y lo triste es que en algún momento se va a cansar. De él sabemos poco, edad media –algo más de treinta–, militante político, algún sendero transitado en el territorio de las drogas, educación superior. Los dos iniciaron lo que podría llamarse una serie de encuentros con intenciones no confesadas en los que se descubrieron afines en distintos aspectos, el compromiso social, dolor frente a la injusticia, la búsqueda de otros caminos, el placer por la charla de café o de cerveza, incluso algún porro en común. Todo listo para llegar a los bifes, quiero decir, algún contacto más íntimo, más desnudo, menos poblado de palabras o simplemente amenizado por algunas otras de esas que se dicen jadeantes al oído. Tiempo de confesiones, sin duda, verdades o mentiras que crean la sensación en el receptor de que es la primera vez que se pronuncian. Ella confesó relaciones pasadas, desengaños, la dificultad para confiar, aventuras en un micro a Río de Janeiro, cierta tendencia a enamorarse con facilidad y su deseo de él. El escuchó en silencio, se puso solemne y le dijo que mejor pensara en otra cosa. ¿Era casado? ¿tenía novia? ¿había hecho votos de castidad? ¿tenía que viajar al extranjero en las siguientes dos horas? No, él vive con vih y tiene la extraña idea de que el amor no le está permitido. Mucho menos el sexo. Ella lo consoló, le habló, le dijo que sabía cómo cuidarse, se preocupó por su salud y le dijo “dame un beso”. El se apoyó encima de la mesa de café, vio cómo a ella se le encendían las mejillas y con los ojos cerrados le dio un casto piquito. Ella lo vio volver a su asiento con gesto paternalista y quiso más. Lo desafió con sus ojos claros, le tocó su turno de cruzar el límite de la mesa y con la boca abierta buscó su lengua. “¡Estás loca!” dijo él. “¿Por qué?”, preguntó ella. Y él se enredó con una serie de explicaciones sobre lo limitada o directamente nula que debería ser la vida sexual de quienes viven con vih, que no hay ninguna forma más segura que la abstención, que ella le gusta mucho pero que es por su bien. Ella echó a volar sus pestañas como azorada, intentó decirle que lo que escuchaba le parecía una boludez pero no encontró las palabras adecuadas. Le dijo que le iba a llevar material de lectura para que él perdiera el miedo, que no había razones para negarse, que si acaso era una excusa porque ella no le gustaba, etc., etc. En eso están todavía. Cuando ella me lo cuenta le digo que sí, que seguramente es una excusa pero que no tiene nada que ver con ella. A lo mejor el muchacho teme que el sida no lo mate y entonces está buscando pegarse alguna infección por acumulación excesiva de leche, a lo mejor cree que demorando el momento el deseo crece, a lo mejor no se siente a la altura de las fantasías que despertó en ella. Lo que es seguro, le digo, es que el tipo está muerto de miedo y no de contagiarla a ella sino de vivir su vida sin necesidad de justificarla convirtiéndose en algún tipo de mártir que a esta altura de las cosas no conmueve a nadie.

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