Mar 15.10.2002

PLáSTICA  › EDUARDO HOFFMANN EN EL CENTRO CULTURAL BORGES

Prodigalidad sin derroche

Una maratónica exposición de Hoffmann confirma el carácter proteico de un pintor tan prolífico como silencioso.

› Por Fabián Lebenglik

Las muestras de Eduardo Hoffmann son siempre pródigas. Tanto su última gran muestra en el Museo Nacional de Bellas Artes hace dos años y medio, como la actual exhibición que presenta en el Centro Cultural Borges, las decenas y decenas de cuadros que el artista ofrece a la mirada del espectador demuestran que el pintor produce sin descanso. La suya no es una prodigalidad derrochona, sino una abundancia que se deriva de su capacidad creativa.
En los antípodas del buen gourmet, que siempre deja la mesa con un poco de apetito, el espectador de las exposiciones de Hoffmann sale completamente saciado, tanto por la calidad como por la variedad y cantidad. El pintor no les teme a los excesos (de materia, color, expresividad...) y en este sentido resulta siempre generoso con la mirada del otro.
La muestra del Borges impacta por la libertad y multiplicidad de la obra: medio centenar de cuadros y una curiosa instalación. A su vez, toda la muestra está contenida en cada pintura, al modo de un código genético, que se expresa en el fragmento y en el todo. Sin embargo, esta clasificación meramente metodológica requiere de una aclaración: el pintor trabaja su obra en series, en conjuntos que ligan gestos, colores, brillos, perforaciones, veladuras, tamaños y así siguiendo. Son los parentescos y las genealogías de los cuadros, el sistema dentro del sistema, lo que le permite una continuidad infinita de relaciones internas de los cuadros con las series y las series entre sí.
La abstracción lírica de Hoffmann –quien también es dibujante y escultor– registra al mismo tiempo dos temporalidades. Por una parte una fuerte sensación de contemporaneidad, de manejo versátil de las tendencias actuales. Por la otra, una condición intemporal, un tiempo fuera del tiempo, que lo libera de cualquier dependencia discursiva externa a la pintura.
Hoffmann (Mendoza, 1957) comenzó su carrera como un virtuoso y tiene una formación académica que respeta pero contra la cual al mismo tiempo ha venido luchando lúcidamente. Lentamente se fue despojando del virtuosismo, quitándole todas los efectos –podría decirse– “deportivos”, para intentar llegar al hueso de la pintura. Vivió en Salvador de Bahía y en París. Tiene en su haber un excelente libro de artista en gran formato (publicado en 1991), y varios catálogos de muestras individuales en la exiliada galería Der Brücke. Ganó, entre otros, los premios Movado (1988), el Fortabat (1991) y el Premio Leonardo (1998, Museo Nacional de Bellas Artes).
Es un artista que piensa la pintura y la escultura en relación con la espiritualidad y ejerce esas prácticas con convicción y voluntad. Todas estas posiciones están presentes en la misma superficie de los cuadros. Una superficie densa que exhibe un grosor material proporcional a la pelea por la recuperación del sentido.
Cada obra es un territorio en combustión que funciona como un lugar en el que los materiales se depositan y se mezclan. Cada cuadro podría pensarse como una colección de tradiciones estéticas: los trazos y marcas suponen al mismo tiempo una tradición gestual y un primitivismo que el artista cultiva religiosamente. A través del grosor (material y simbólico) de cada pintura se infiere un proceso no sólo técnico sino fundamentalmente cultural. Cada tela –y el conjunto– puede verse como un mosaico estético. Las capas de pintura que se suman sobre la tela son el resultado de un proceso de acumulación de oficio y experiencia.
Si el presente se caracteriza por la lucha entre la pérdida y la búsqueda de sentido global, esta disputa se registra también en la obra del pintor, donde se superponen capas de materia sucesivas y superpuestasque evocan las capas de sentidos perdidos y al mismo tiempo el deseo de su recuperación y reformulación.
En los últimos años el artista está obsesionado con la idea de “vacío”, tomada de cierta tradición religiosa y mística budista.
En esa tradición se expresa una dicotomía. Allí se combina la afirmación del vacío y de su contrario, lo lleno. La carencia y la saciedad. Así también, en los cuadros se observa el efecto de la identidad polar, que incluye ambos elementos. De modo que un orden de la experiencia, paradójicamente, se capta en términos de su opuesto.
El componente atemporal de sus pinturas tiene relación directa con el lugar que hace una década el artista eligió para vivir y trabajar: la pequeña localidad de Parquemar, cercana a Miramar y a quinientos kilómetros de Buenos Aires. Aquella decisión lo llevó directamente a la introspección y el aislamiento.
Pero al mismo tiempo, desde mediados de la década del noventa fue construyendo una carrera internacional que le permite congeniar el aislamiento con la internacionalización. Ha presentado muestras individuales y participado de exposiciones colectivas y ferias en Estados Unidos y Europa, las últimas en Francia (Le Mans y París) durante el año pasado.
La prodigalidad del artista, la sensación de exceso que percibe el espectador, se ve en el montaje y la selección de la muestra, que si bien deja espacio para caminar y recorrer, a la vez resulta contraria a la tendencia expositiva que busca reducir al mínimo la cantidad de piezas exhibidas. En este sentido, Hoffmann lucha contra los aspectos mezquinos y reticentes que se ha impuesto en los espacios para el arte.
La exposición incluye una curiosa instalación –un juego visual y formal– armada con muestrarios de colores desplegados y superpuestos, como abanicos abiertos. Algunos están sostenidos por hilos, otros están dispuestos armónicamente sobre el piso.
El despliegue físico y mental que requiere la preparación de cada muestra genera la siguiente conclusión del artista: “Cuando pinto creo que nada más existe, excepto el vacío y la belleza. Todo este trabajo tan intenso me deja vacío por un tiempo”. (Centro Borges, Viamonte y San Martín, hasta fin de noviembre.)

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