PLáSTICA
› EN EL MUSEO DE ARTE MODERNO DE MENDOZA
Políticas de la subjetividad
Siete mujeres proponen con su obra una reflexión sobre la práctica artística femenina y su relación con el contexto y las condiciones. Confrontación generacional y técnica.
› Por Fabián Lebenglik
El Museo Municipal de Arte Moderno de Mendoza presenta en estos días una muestra de siete artistas mujeres, donde se juegan distintas variables: alrededor de la práctica y la producción femeninas, del arte de género, de la relación entre arte, contexto y localización geográfica y de la confrontación creativa entre distintas generaciones y aproximaciones técnicas.
La artista, docente y crítica Laura Valdivieso, quien con gran esfuerzo y profesionalismo –junto con la directora del museo, Martha Artaza y un grupo de artistas y docentes– está intentando desde fines de los años noventa generar un polo artístico y de discusión, alternativo al de la carrera de Artes Plásticas de la Universidad Nacional de Cuyo, es la curadora de la muestra y forma parte de la exhibición.
En su texto de presentación del catálogo, Valdivieso sugiere que en la muestra “...todas son mujeres, lo que rápidamente conduce a recorrer una historia reciente que pone sobre la mesa el asunto de ‘lo femenino’, en todas sus variantes: luchas feministas, rozando el fundamentalismo, hasta planteos sutiles de oficios y poéticas que pretenden subvertir la mirada hegemónica, masculina por supuesto”.
Como complemento de la perspectiva política, la joven crítica local Roxana Jorajuria propone un enfoque alrededor de la subjetividad de cada artista, tomando como punto de partida una cita de Jean-Cristophe Ammann: “La tarea del artista es investigar sobre sí mismo...”. El planteo de la muestra se mueve, por lo tanto, entre estos dos límites.
Las siete artistas son Victoria Arroyo, Mariana Mattar, Eleonora Molina, María Beatriz Perlbach, Elisa Strada, Paula Toto Blake y Laura Valdivieso. Las tres primeras, de poco más de veinte años, representan el arte emergente, mientras que las cuatro restantes comenzaron sus carreras a mediados de los años noventa.
Con el objeto de trazar similitudes y diferencias en cuanto a los posibles condicionamientos de los lugares de procedencia y de producción, la curadora aclara que “Strada y Toto Blake son artistas que viven y trabajan en Buenos Aires y Perlbach, Valdivieso, Mattar y Arroyo, en Mendoza. Molina comparte sus tiempos en ambos lugares”.
Salvo Strada (diseño) y Mattar (cine), las demás están formadas en artes plásticas, lo cual genera distintas perspectivas y acercamientos a la obra.
Gracias a la colaboración del arista y curador Jorge Gumier Maier en el montaje, la muestra se presenta con gran claridad y equilibrio a la mirada del espectador.
Al entrar a la amplia sala del museo, de derecha a izquierda, la exposición se abre con los objetos de vidrio de Eleonora Molina. Un conjunto de pequeñas piezas ortogonales compuestas de plaquitas y fragmentos de vidrios pegados, donde la clave constructiva es la acumulación de perfiles, transparencias, opacidades, colores y reflejos, en relación con el paso de la luz. Algunas piezas están montadas en cajas de luz, otras están colocadas sobre pared. A medida que avanza la secuencia de objetos, el rigor compositivo va cediendo espacio a cierta estructura aparentemente caótica. La disposición de los fragmentos en la composición –que, desde el orden al caos, se coloca en la genealogía de las vanguardias geométricas– genera también una lúdica tensión entre los objetos de diseño industrial, las artesanías y el bricolage hogareño.
La muestra continúa con la obra de Valdivieso, una serie de impecables relieves blancos, hechos con gasa enyesada sobre madera, donde se cruzan el patrón del diseño textil a través de rigurosas grillas geométricas. Pintura, escultura y grabado se funden simbólicamente en trabajos que,alternativamente, se conciben simultáneamente como piezas aisladas y como partes de una serie. En este último caso, la serialidad es entendida como continuación de una obra en otra. Por una parte hay diseños autónomos, que empiezan y terminan dentro del mismo cuadro, por la otra hay diseños que van hasta el corte de la madera y que juegan simbólicamente con la continuidad hacia fuera de la obra. La artista cita tangencialmente la serie de las Ramonas de Berni, especialmente los vestidos que el maestro fabricaba a partir del ready made, del encuentro casual de retazos incluidos en collages. En este caso el efecto se logra a través de un procedimiento inverso.
Paula Toto Blake, al fondo de la sala, presenta relieves y objetos rojo sangre (en masilla epoxi esmaltada y terciopelo), que oscilan entre la ferocidad y la sensualidad. Su objetos con púas –que remiten a elementos cotidianos o a formas animales y vegetales– son al mismo tiempo seductores y amenazantes. En conjunto sus trabajos proponen una compleja máquina orgánica y devoradora.
La serie de backlights y obras ópticas de Elisa Strada –en técnica digital– se compone de sucesivas superposiciones de diseños, dibujos y trazos por los que se filtra la luz. Como si fueran radiografías de cuerpos combinados con circuitos impresos, o citas de los artistas ópticos de los años sesenta, sus obras también conducen a afirmaciones dobles, entre lo maquínico y lo orgánico. Strada juega con la percepción del espectador, con los puntos de vista múltiples y con la relación entre el discurso científico y el diseño.
Mariana Mattar realizó una cantidad de pequeños personajes de tela y algodón, cosidos a mano, con la finalidad de utilizarlos para una película de animación. Fracasada la animación, la artista decidió darles una nueva funcionalidad a sus personajes: los tensó en hileras y los colocó dentro de marcos, como versiones infantiles y obsesivas de ábacos orientales, que, en vez de servir para hacer cálculos, cuentan historias y proyectan sus sombras.
Las obras de Perlbach son las que lucen más tradicionales en el contexto de la muestra: acrílicos sobre papel –fuertemente influidos por la tradición del grabado y la aplicación de software–, que trabajan sobre cuestiones formales como la traslación, la repetición y la simetría del color y de las formas que parecen proceder de cierta imaginería ancestral.
Por último, la instalación de Victoria Arroyo, compuesta de una cama, una mesa de luz y un velador, pintados con esmalte. Flores, puntos y manchas mínimas cubren la totalidad de las superficies de los objetos elegidos. Una suerte de laboriosa puesta en práctica de una ensoñación, ambiciosa y al mismo tiempo ingenua, propone una ambientación que según la paleta utilizada ofrece al ojo del que mira variaciones cromáticas y campos de color. Una actualización y recreación barroca de algunos aspectos del arte pop de los noventa. El bricolage hogareño es puesto en primer plano, sacándolo de su mera instrumentalidad para colocarlo en un museo y darle nuevo sentido. (En el Museo de Arte Moderno de Mendoza, hasta el 3 de noviembre.)