PLáSTICA › PABLO SIQUIER EN LA GALERIA RUTH BENZACAR

Una nueva vuelta de tuerca

Luego de ocho años vuelve a presentar una muestra individual uno de los artistas distintivos de los ‘90. Se trata de una exposición imperdible, en donde Siquier se supera a sí mismo.

 Por Fabián Lebenglik

Si se deja a un lado la exposición antológica que Pablo Siquier (Buenos Aires, 1961) presentó en el Museo Nacional de Bellas Artes en 1997, su última exposición individual fue hace ocho años (Galería Ruth Benzacar, 1995). Esa parquedad del artista –más allá de las muestras colectivas nacionales e internacionales en las que participó durante estos años– se corresponde con una obra que supone un razonado y complejo desarrollo.
La obra de Siquier, en sus mecanismos obsesivos, genera la ilusión de la planificación perfecta y el control absoluto, como si no hubiera lugar para el azar. Pero, precisamente, en esa sobrecarga virtuosa y vistosa es donde se registra el componente desbordante de su trabajo.
Aquella muestra de hace ocho años consistía en una instalación doble. Por una parte, un revestimiento en poliestireno expandido cubría por completo una pared lateral de la galería, tomando la apariencia de una serie de enormes y largas molduras superpuestas. Mientras que en la pared de enfrente el artista presentaba una serie de placas de madera que jugaban con la repetición y la diferencia de sus contornos. Colocadas a cierta distancia de la pared, las cuatro placas ocultaban una fuente de luz. En este sentido, la luz ha sido una de las claves de la obra de Siquier, porque a través de la luminosidad como concepto se establece el juego de sombras y contornos que harían pensar en la obra pictórica que va desde comienzos de los noventa hasta ahora, como el resultado de las proyecciones de sombras de objetos corpóreos, tales como las molduras y los contornos.
Si su obra había oscilado entre la ambientación decorativa y la indagación estética, gracias a las tensiones visuales que el artista supo medir muy bien, su exposición individual del noventa y cinco significó una vuelta de tuerca, porque apostaba a “explicar” una hipótesis sobre su obra –como proyección de sombras a la vez que cita y deformación de estilos arquitectónicos y pictóricos–, con un resultado engañosamente efectivo.
Hasta entonces su producción se suponía heredera de un legado de estilos geométricos, de una simplificación distorsionada del pop, de un resumen formal de diferentes diseños que tomaba como fuente los de las radios antiguas, las parrillas de autos, los frontispicios, los planos cenitales de estadios deportivos, las graderías y demás. En aquella oportunidad Siquier dejó clara la fuerte raíz arquitectónica de gran parte de su obra.
En su nueva muestra el artista se supera a sí mismo en lo que parece ser otra vuelta de tuerca. Ahora presenta tres inmensos dibujos en carbonilla realizados directamente sobre la pared de la galería. De modo que se trata de obra que, luego de la exposición, será borrada.
Los dibujos –que el artista delineó a partir de proyecciones sobre la pared– tienen más que nunca una fuerte impronta arquitectónica y lucen como complejísimas estructuras planificadas desde una lógica ultrabarroca, que tienen algo de las prisiones de Piranesi, así como de las imposibles construcciones de Escher.
En su afirmación arquitectónica, Siquier le pidió a Clorindo Testa un breve texto de presentación para el catálogo, en el que el autor del escrito evoca un viaje a Italia en su época de estudiante, a fines de la década del cuarenta, y relaciona los dibujos de Siquier con las cúpulas de las iglesias.
En ese cruce entre pintura (en este caso dibujo) y arquitectura, ahora exacerbado, se inscribiría la genealogía de Siquier.
Hay algo módicamente heroico en la obra que el artista presenta en estos días. En principio, la evocación de los frescos eclesiásticos remite a obras ciclópeas, al límite de lo humano. Por otra parte, el que los dibujos de Siquier se desvanecerán cuando finalice la muestra los vuelve sumamente precarios. En todo caso su condición efímera provoca una extrañasensación, dado que la realización es extremadamente delicada, minuciosa y complicada.
En este punto puede recordarse al arista japonés Hiroshige (1797-1858), uno de los más refinados grabadores de la historia. Se dice de él que entregaba sus mejores obras al mar, dado que se pasaba horas eligiendo ramas de diferentes grosores para hacer intrincados e irrepetibles trazos sobre la arena húmeda de la orilla, de modo que la marea arrasaba parejamente con aquellas obras maestras.
Si la obra que Siquier pintó durante la última década sugería la ausencia de un sujeto, los nuevos dibujos sobre la pared suponen todo lo contrario, tal vez más en relación con su obra temprana, de fines de los ochenta.
Los trazos de la carbonilla exhiben una notable huella manual, una indisimulable respiración que se transforma en la clave de las obras.
Las complicadísimas estructuras del artista son en cierto modo corregidas y hasta parcialmente negadas en su lógica por la materia misma del trazo. La carbonilla sobre la pared no produce trazos plenos, sino incompletos e imperfectos. La idea de perfección que siempre rondó la obra de Siquier ahora se hace más ambiciosa porque incluye la imperfección, el accidente, la morosidad, lo inesperado, lo caótico. Nunca una obra del artista resultó tan productivamente contradictoria como ahora, porque su percepción distante supone la frialdad impecable (y sin sujeto) de sus trabajos precedentes, mientras que la mirada cercana implica un efecto radicalmente opuesto.
Más allá de la lógica desquiciada a la que nos conducen esos diagramas intrincados, cuya función última sería la del vacío y el sinsentido, la cercanía con esas estructuras respirantes produce un contacto con lo manual, una reconcilación con lo artesanal, una recuperación del sujeto.
Por supuesto que nunca está todo dicho y, para complementar su muestra, el artista presenta en una pequeña sala de la galería los tres diagramas a escala que le sirvieron como punto de partida para los tres dibujos de pared.
En el caso de estas obras de formato mediano, las líneas son perfectas y restablecen la idea de plano digitalizado, de obra sin sujeto. Entre los modelos y los dibujos de pared se genera la paradoja del pequeño abismo. Y es precisamente ese abismo, ese corte lógico y metodológico, el que mejor explica la exposición. (Florida 1000, hasta el 12 de julio.)

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Detalle del efecto producido por uno de los dibujos de pared, visto a la distancia (izq.).
 
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