CIENCIA › EL NOBEL DE FíSICA FUE OTORGADO A DOS INVESTIGADORES DEL EXTRAñO MUNDO CUáNTICO
El francés Serge Haroche y el estadounidense David Jeffrey Wineland fueron galardonados por sus logros en las mediciones de partículas cuánticas. Sus desarrollos abren la posibilidad futura de la ansiada supercomputadora, mucho más potente que las actuales.
› Por Por Leonardo Moledo y Ezequiel Acuña
Una cualidad asombrosa de las partículas cuánticas es su especial reacción cuando se las intenta medir. Digamos que las partículas, como por ejemplo los fotones, son un poco vergonzosas frente al ojo medidor. Una partícula cuántica es una “mezcla de estados”... mientras no se la observa, pero apenas uno mira, chau, colapsa a un estado determinado. Lo que hicieron los físicos que recibieron esta vez el Premio Nobel –el francés Serge Haroche y el estadounidense David Jeffrey Wineland– es abrir una puerta hacia la observación de dos estados simultáneos. El solo hecho de medir implica, en la física cuántica, un cambio en lo que sucede en ese mundo de lo terriblemente diminuto. Ese cambio abre la perspectiva futura de la supercomputadora, una computadora cuántica, mucho más veloz que las actuales.
Una manera de entender esto (llevándolo al mundo macroscópico), de cajas y gatos, que, para el avisado lector serán más familiares que los fotones y los átomos, es recurriendo a la famosa paradoja del gato de Schroedinger.
La mecánica cuántica (MC), iniciada por Planck, Einstein y completada hacia el final de los años ’20 por obra y gracia de Heisenberg, Schroedinger, Bohr y Born, entre otros, se convirtió en una formidable herramienta para el estudio del universo atómico y nuclear, y desde entonces funcionó a la perfección. Desde entonces, también, tuvo sus costados inquietantes, por lo menos filosóficamente, tanto o más que la teoría de la relatividad.
El principio de incertidumbre, por ejemplo, afirma que es imposible conocer determinadas magnitudes con precisión en forma simultánea (por ejemplo, la posición y velocidad de un partícula). Un electrón está representado por una onda que indica la probabilidad de que el electrón esté en tal o cual lugar. Al principio, por lo menos, muchos físicos tomaron estas descripciones como tales, es decir, como meras descripciones, pero alrededor de los años ’30 cristalizó una teoría, “la interpretación de Copenhague”, piloteada principalmente por Niels Bohr, que adoptó una visión radicalizada del asunto, que ponía (y sigue poniendo) en tela de juicio todos los conceptos sobre la realidad, por lo menos, tal como se la conoce en la vida cotidiana.
Para los físicos de Copenhague, las imprecisiones, probabilidades e incertidumbres de la MC no son una limitación de la física o la señal de que la MC es una teoría incompleta. No. Para ellos, la naturaleza es así: un electrón es una superposición de probabilidades de estar aquí o allá, tal y como la MC lo describe. Pensar en un electrón en tal lugar no tiene sentido.
A menos que lo observemos. En ese caso, la función de onda “colapsa” hacia una posición fija; todos los estados se condensan y el electrón aparece campante ocupando una determinada posición. Esta postura despertó, como es natural, no pocas resistencias. Los teóricos de Copenhague sostienen que lo observado y el observador interactúan entre sí: de alguna manera el electrón “sabe” que está siendo observado y por eso su función de onda colapsa. Y si el electrón no está siendo observado, no tiene sentido preguntarse dónde está: es una superposición de estados diferentes.
No se trata, por cierto, de un interpretación tranquilizadora –desde el punto de vista clásico el observador y lo observado son dos entidades totalmente diferentes– y, como es natural, despertó serias resistencias.
Erwin Schroedinger (notablemente, uno de los héroes de la MC) publicó también una crítica de la concepción de Copenhague, proponiendo un experimento mental, que quedó en el folklore como “la paradoja del gato de Schroedinger” que, sin entrar a discutirlo, nos puede servir para ver qué es lo que hicieron estos dos señores.
Y es así. Imaginemos –decía Schroedinger– una caja completamente cerrada que contiene un gato vivo y una pequeña cantidad de material radiactivo. Imaginemos también que dentro de la caja hay un dispositivo diabólico (pero perfectamente posible), por el cual cuando una partícula es emitida por alguno de los átomos radiactivos, pone en funcionamiento un detector que a su vez suelta un martillo que rompe una ampolla de vidrio llena de un gas venenoso, efectivo e instantáneo. O sea, apenas un átomo se desintegra, el gato muere. Para la MC, no hay manera de saber en qué momento un átomo se va a desintegrar: todo se reduce a probabilidades. Solamente mirando, podemos saber si el átomo se ha desintegrado o no, y mientras la caja esté cerrada, el átomo (o los átomos en cuestión) son una mezcla de dos estados (se desintegró-no se desintegró). Entonces, razonaba Schroedinger, puesto que no tiene sentido preguntarse si el material radiactivo se desintegró o no hasta que abramos la caja y miremos, tampoco tiene sentido preguntarse si el gato está vivo o no hasta ese mismo momento. Simplemente –siguiendo la interpretación de Copenhague– el gato está en una mezcla de dos estados: “vivo” y “no vivo”, y pensar que está vivo o que está muerto no tiene sentido.
Pues bien, Serge Haroche y David J. Wineland recibieron en el día de ayer el Premio Nobel de Física por su trabajo en un método de medición y manipulación que les permitió mirar adentro de la caja y contemplar al gato en los dos estados simultáneos: vivo-muerto, o dicho un poco más técnicamente, atisbar partículas individuales (gatos) sin destruir el sistema cuántico que se intenta observar de manera directa. Los dos laureados vienen trabajando en el área de óptica cuántica, un campo que obsesiona a los físicos desde mediados de los ’80, y que trabaja precisamente estudiando la interacción entre luz y materia para desarrollar sistemas de medición específicamente cuánticos. Los métodos de Haroche y Wineland, que trabajan por separado y cada uno con su grupo, tienen sin embargo varias cosas en común.
Para Wineland y su equipo, el gato (o los gatos) fueron iones: armaron una trampa rodeándolos con campos eléctricos y manteniéndolos aislados del calor y la radiación del ambiente con experimentos en vacío a muy bajas temperaturas. Mediante láseres, el equipo de Wineland se encargó de suprimir el movimiento térmico en la trampa para llevar al ion a su estado más bajo de energía. Esa utilización de los rayos y pulsos láseres es la que habilita un estudio del sistema cuántico alrededor del ion. El pulso láser es usado para llevar al ion a una superposición de estados. Eso que vuelve tan incomprensible a veces la mecánica cuántica es la posibilidad de plantear varios estados al mismo tiempo para una partícula, situación imposible desde la física clásica a la que estamos acostumbrados por experiencia. Como en el experimento de la doble ranura, en el diminuto mundo de la mecánica cuántica, invisible para nuestro ojo, las partículas pueden estar en diferentes estados simultáneamente. Con un pulso láser, Wineland y su equipo del laboratorio de Boulder, Colorado, prepararon el ion para ocupar dos niveles diferentes de energía, llevándolo desde el menor nivel de energía hasta mitad de camino hacia el mayor, y abandonándolo a la mitad entre los dos niveles, con igualdad de probabilidades de terminar en cualquiera de ellos. Todo esto para estudiar el fenómeno cuántico de la superposición de estados de la manera más controlada y estable.
En el laboratorio de París, Serge Haroche y su equipo de investigación emplearon otro método para poder mirar dentro del mundo de lo cuántico: sus gatos fueron fotones que hicieron rebotar ida y vuelta entre dos espejos con tres centímetros de diferencia. Aquellos espejos, hechos de un material superconductor y enfriados por debajo del cero absoluto, son tan brillantes y reflejan de tal forma que pueden mantener a un fotón, solito, rebotando de ida y de vuelta en esos tres centímetros por casi una décima de segundo, antes de que el fotón sea absorbido o se pierda. Parece poco, pero una décima de segundo es mucho tiempo, ya que se mueve a 300 mil kilómetros por segundo, con lo cual en ese lapso recorre un tiempo record de vida para un fotón. Y mantenerlo rebotando durante ese tiempo implica que el fotón recorre 30 mil kilómetros, es decir, poco menos que un viaje alrededor de la Tierra. Con el fotón rebotando, Haroche introdujo grandes átomos (átomos Rydberg), preparados especialmente, que son enviados de a uno, cruzando el recorrido del fotón a una determinada velocidad que permita una interacción controlada con el fotón. Esta interacción altera las propiedades cuánticas del átomo y los cambios en la onda cuántica del átomo pueden ser medidos para comprobar la presencia o ausencia del fotón entre los dos espejos, comprobando que está ahí sin destruirlo. La interacción de los átomos Rydberg permite ir haciendo un mapa de la vida y muerte del fotón, paso a paso, con cada átomo que cruza su recorrido e interacciona con el fotón. Una derivación de este método le permitió a Haroche contar fotones en el interior de la cavidad.
Los laureados ayer con el Premio Nobel se enfrentaron con éxito al colapso y pérdida de la superposición de estados que genera el acto de medición de un estado cuántico, atrapando partículas elementales y sosteniendo la superposición de estados.
A partir del manejo de iones, el equipo de David Wineland construyó en base a su trampa de iones un reloj cien veces más preciso que el reloj atómico basado en caesium, estándar actual de la medición del tiempo. Como siempre, la ciencia promete y es importante que siga prometiendo avances deslumbrantes que pueden acontecer o volverse literatura de las próximas décadas. Un desarrollo de la trampa de iones permitiría la fabricación de una supercomputadora, una computadora cuántica, mucho más veloz que las actuales que no tenga que depender de la elección entre 0 y 1 por cada bit sino que pueda ser 0 y 1 al mismo tiempo. Por ahora, los bits cuánticos son sólo una promesa de alta tecnología.
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