CONTRATAPA › TIERRA DEL FUEGO
› Por Mempo Giardinelli
Varias sorpresas, la semana pasada en Tierra del Fuego. Primero la feria del libro de la ciudad de Río Grande, acaso la más austral del mundo, modesta y limpia, con más música que libros y tan humilde y despojada de pretensiones que daba gusto.
Allí una conferencia ante un público amable y atento, contó con la presencia de la gobernadora, Fabiana Ríos; una mujer de mirada dulce y capaz, para mi azoramiento, de presenciar una hora de charla y diálogo sin mosquearse, genuinamente interesada. Algo insólito, al menos para uno acostumbrado a que gobernadores y funcionarios se levanten a los cinco minutos de los actos inaugurales porque siempre “tienen otro compromiso”.
La tercera sorpresa fue reconocer una vez más la diáfana hermosura fueguina. Porque si hay lugares bellos en la Argentina están, seguro, en esta isla irreprochable. No digo nada nuevo, pero para mí fue conmocionante volver después de más de treinta años. Había estado en Ushuaia en 1971; ahora pude ver cuánto ha cambiado y crecido, pero también todo lo que padecen sus habitantes. En particular, el aislamiento. Y no es juego de palabras.
Y es que el verdadero padecimiento de los fueguinos, esos lejanos compatriotas entrañables, no es la distancia en sí ni es su sentido de pertenencia, sino vivir tan absurda, neciamente separados de los argentinos continentales.
Y es que la Tierra del Fuego está ridículamente aislada. Por avión ya se sabe: el único, errático servicio es el que presta –es un decir–Aerolíneas Argentinas y a precios prohibitivos. El tren no existe, como no existe en casi todo nuestro país. Y la red vial nacional termina de hecho al sur de Santa Cruz, por lo que los fueguinos dependen absolutamente de Chile.
Léase cómo es la odisea de un fueguino que quiere llegar en automóvil a Buenos Aires: 80 kilómetros al norte de Río Grande está San Sebastián, por donde se cruza la frontera y se entra en Chile, aduana y migración mediante. Luego deben hacerse otros 140 kilómetros (de los cuales cien son de ripio) hasta la barcaza de bandera chilena que es el único medio que cruza el estrecho de Magallanes. Eso demanda, además, un pago de 25 dólares y una media hora de travesía, siempre que el tiempo lo permita. Y luego, ya en territorio continental, deben recorrerse otros 58 kilómetros de carretera chilena hasta conectar con la ruta 3 argentina, en Monte Aymond, desde donde –tras una nueva revisión aduanal y de migraciones– habrá que hacer otros 54 kilómetros hasta Río Gallegos.
En total, hay que cruzar cuatro controles fronterizos. Y todavía, desde la capital santacruceña hasta Buenos Aires, habrá que andar otros 3000 kilómetros. Más o menos tres días de viaje y un platal en naftas y comidas, si todo va bien.
Todo esto no hace sino incentivar la irritación que producen las absurdas políticas de transporte –que ni siquiera eso son, pero de algún modo hay que llamarlas– de los gobiernos K, el anterior y el actual. Que al igual que todos los anteriores, en un cuarto de siglo de democracia, no entienden que sin buenas redes de comunicación y eficientes servicios de transportes no hay desarrollo posible. Por más que cacareen que el turismo crece, lo que es ilusorio e insostenible, ya que ha crecido solamente gracias a los buenos precios comparativos internacionales, lo cual es coyuntural.
Las soluciones para el aislamiento de la Tierra del Fuego son obvias: hacen falta buenos, mejores y baratos servicios aéreos, por un lado y, por el otro, un acuerdo diplomático con Chile, hoy perfectamente posible, para hacer un corredor binacional, pavimentado y sin aduanas.
Seguramente la Argentina debería hacerse cargo, como elemental contraprestación, del costo de las obras y del mantenimiento. Se podría cobrar un peaje moderado y el control policial de tránsito, desde luego, quedaría a cargo de las autoridades chilenas. Incluso podría instalarse un par de estaciones de servicio en las que los hermanos trasandinos pudieran adquirir combustibles argentinos baratos (hoy ellos pagan el litro de gasoil casi medio dólar más caro que nosotros).
Como fuere, con sentido común y buena voluntad, los dos gobiernos democráticos podrían y deberían aliarse en esta cuestión concreta para solucionar el aislamiento de decenas de miles de fueguinos, tanto argentinos como chilenos.
Pero aún en el hoy improbable caso extremo de que no se lograra ese acuerdo, nuestro país tiene otra solución a la mano, acaso más compleja pero no inviable: establecer un buen servicio naviero (un ferry de última generación) entre Punta Dungeness y el cabo Espíritu Santo. Sería una incuestionable buena acción estatal que, de paso, desarrollaría tanto el extremo sur santacruceño como toda la punta norte fueguina.
Ni se diga de las estupendas posibilidades económicas que tendría una aerolínea de bajo costo, moderadamente subsidiada por el Estado nacional y el fueguino, que uniese Ushuaia y Río Grande con Río Gallegos. Un vuelo de menos de una hora que se podría hacer varias veces por día con máquinas de 30 a 50 pasajeros.
Y no hablemos del ferrocarril, pues hoy resulta ridículo que en Tierra del Fuego es casi de juguete, una especie de paseíllo para turistas foráneos y nada más. Sobre todo nada más, por lindo que sea y por más historia carcelaria que evoque.
La Tierra del Fuego tiene dos paisajes contrastantes: uno es patagónico, al norte, con suaves laderas, mesetas, praderas y espacios amplísimos. El otro, en la mitad sur, es cordillerano y con picos nevados que miran al mar, lagos de inesperada belleza y una fauna y un aire diáfano como no hay en el mundo.
Con sólo dos ciudades –Río Grande y Ushuaia– y una pequeña comuna a mitad de camino entre ambas –Tolhuin, al pie del lago Fagnano–, los casi 160 mil fueguinos que hoy viven y trabajan allí soportan –no encuentro mejor verbo– el pertinaz olvido de casi 40 millones de compatriotas. Es absurdo el tonto lujo de marginar tanta maravilla.
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