Dom 20.10.2002

CONTRATAPA

Ilustraciones

› Por Juan Gelman

Preguntaron al húngaro Imre Kertész, residente en Berlín, cómo podía vivir entre alemanes. La respuesta fue instantánea: “¿Que cómo puedo vivir con los alemanes, si se tienen en cuenta mis experiencias? Yo me pregunto: ¿Cómo puedo vivir con los húngaros, si se tienen en cuenta mis experiencias?”. Cabe suponer que el flamante Premio Nobel de Literatura se refería a sus padecimientos bajo el régimen de “socialismo real” que imperó en Budapest y que no sólo ignoró la aparición en 1971 de su estupenda novela Sin destino, una narración en apariencia distante e irónica de su reclusión en dos campos de concentración nazis. En 1951 el periódico en que trabajaba se convertía en órgano oficial del Partido Comunista húngaro y Kertész fue echado por sospechoso de deslealtad a la línea partidaria, aunque –o porque– había pasado año y medio en Auschwitz y Buchenwald a los 15 de edad. Antes le había tocado sufrir su condición de judío con el fascismo del almirante Miklós Horthy, instalado en el poder desde 1920, y luego bajo los nazis, que ocuparon Hungría y marcaron su vida y su escritura.
El tema de Sin destino –como el de otras novelas del laureado escritor (Kaddish para el hijo no nacido, El fracaso, Diario de la galera)– es la Shoah, el llamado Holocausto, que en Hungría selló la suerte de medio millón de judíos húngaros enviados a Auschwitz como él. Había 825.000 personas catalogadas como tales cuando un equipo de “especialistas en deportación” preparado por Adolf Eichmann llegó a Budapest y llevó a cabo la última gran operación de “limpieza étnica” que tuvo lugar en Europa durante la Segunda Guerra Mundial. Fue silenciosa y rápida. El régimen prosoviético depositó un silencio casi absoluto sobre esta tragedia y sólo en los últimos 20 años la han comenzado a explorar algunos historiadores húngaros e israelíes.
En pocos países han sido tan complejas y contradictorias como en Hungría las relaciones entre judíos y no judíos, sujetas a cambios abruptos con el correr de los siglos. Ciertas reformas liberales introducidas a mediados del XIX alentaron la inmigración de judíos, sobre todo del Este. Su proporción respecto de la población total pasó del 1 por ciento en 1800 al 5 por ciento en 1900, año en que el 25 por ciento de los habitantes de Budapest eran judíos. Su asimilación alcanzó dimensiones inéditas en otros países europeos: constituían un tercio o dos –según la profesión– de los abogados, médicos, escritores, periodistas, profesores, banqueros, empleados, industriales y comerciantes húngaros. No pocos eran militares, jueces, funcionarios del Estado, y una elite poseía o arrendaba el 15 por ciento de las grandes fincas del país. La Primera Guerra Mundial terminó con esta suerte de Edad de Oro del entendimiento judeocristiano, fértil para la cultura y la economía: se desintegró el imperio austro-húngaro, Hungría fue despojada de dos tercios de su territorio, en 1919 Béla Kun encabezó una revolución bolchevique de efímera existencia, se desató el terror blanco de los derechistas radicales y se crearon diversos movimientos fascistas y antisemitas. Horthy y los terratenientes locales se aliaron con Alemania cuando Hitler subió al poder y lograron que Berlín les devolviera algunos de los territorios perdidos a cambio de la participación de Hungría en la guerra contra Rumania y luego la URSS. Y, es obvio, de 1938 a 1941, Budapest promulgó leyes antijudías draconianas que más de una vez quedaron en papel impreso.
Los judíos, asimilados y no, seguían poseyendo y manejando empresas y comercios, estaban presentes, si bien de modo indirecto, en el periodismo, la abogacía y la medicina, y dos grandes rabinos formaban parte del equivalente de la Cámara de los Lores húngara. Esto ocurría cuando la mayoría de los judíos europeos habían sido asesinados ya o esperaban la muerte en los campos de concentración, y acabó con la invasión nazi de 1944, provocada por el avance incontenible de las tropas soviéticas. Los nazis organizaron la “solución final” para más de la mitad de los judíos del país y las consecuencias de esta tragedia obseden sin tregua la obra de Kertész.
Con mirada de entomólogo, el húngaro va descubriendo el horror de una historia que finge ignorar y que el lector conoce. Sin destino es un registro del tiempo de un adolescente al que no preocupa mucho el adiós del padre que parte hacia un “campo de trabajo” nazi. Se alegra cuando recibe una carta oficial que le fija “un empleo estable”: tendrá un salario y un documento de identidad, hecho excepcional entonces para un judío. Al llegar a Auschwitz lo tranquiliza el aspecto “sólido” de los soldados alemanes, que “respiraban tranquilidad”. Pregunta a los otros prisioneros qué delito han cometido. El humo de los hornos crematorios despierta la curiosidad de todos: “Se preguntaban (mis compañeros), a mi juicio con razón, si la epidemia era tan importante que provocaba tantos muertos”. Pero la novela es en realidad una reflexión profunda sobre el destino y la ausencia de destino, la necesidad de supervivencia y la moral en condiciones deshumanas extremas.
Kertész tiene sobre la Shoah una opinión muy clara: considera que el exterminio nazi de judíos no es “un cuerpo extraño a la historia corriente del mundo occidental, sino la ilustración de la verdad última sobre la degradación del ser humano en la vida moderna”. No todos compartirán esta afirmación, en especial aquellos que se rigen por el lema de un viejo periódico uruguayo de provincia: “La verdad es la única diosa que los hombres no quieren ver desnuda”.

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