CONTRATAPA
Regiones
› Por Juan Gelman
Andrei Tarkovski se quejaba de que su producción bajo el régimen soviético había sufrido recortes varios por presión de los directivos de Mosfilm, quienes, por lo demás, financiaban generosamente sus películas. Se advierte al leer los guiones del cineasta ruso, reunidos y publicados por la editorial Faber: el de La infancia de Iván (1962) consigna la desaparición de varios diálogos en el film, aunque se trata de la obra más convencional de Tarkovski, una película de guerra y de amor filial que también Occidente podía asimilar sin sobresaltos en plena Guerra Fría. Jruschov había denunciado en 1956 los crímenes de Stalin y comenzó entonces un período de mayor libertad artística que el escritor Ilya Ehrenburg calificó de “deshielo”. No duró mucho. Hacia 1967, la URSS volvía a congelarse, pero Tarkovski ya era famoso.
La infancia de Iván recibió el León de Oro en el Festival de Venecia, el Gran Premio del Festival de San Francisco y muchas otras distinciones. Las autoridades soviéticas querían otro genio como Eisenstein y no vacilaban en actuar, sino con leninismo, con cierta lenidad. Un Estado ateo por definición alentó la producción de Andrei Rublev (1971), un film histórico que habla de un monje pintor de iconos y que recorre vastos territorios de la fe religiosa. Esta película de Tarkovski obtuvo el premio de la crítica en Cannes, pero su director tuvo que luchar cinco largos años con los funcionarios de Mosfilm hasta lograr lo que quería. Aun así, alguna vez confesó que el film resultó “desarticulado”, aunque como en ningún otro acuñó en éste su poética, su insistencia en lo roto y lo perdido, en el enigma y en imágenes que, como las del sueño, se prestan a diferentes interpretaciones.
No sólo por ideología Tarkovski no fue Eisenstein. “Rechazo totalmente –dijo– la manera en que Eisenstein utilizó la pantalla para codificar fórmulas intelectuales. Mi propio método de transmitir experiencias al público es muy distinto... Eisenstein convierte al pensamiento en un déspota, no permite que haya ‘aire’, nada de eso elusivo indecible que tal vez sea la cualidad más cautivante del arte.” Consideraba que el director de El acorazado Potemkin hacía cine de manera literaria y que sus montajes eran “novelísticos”: “La idea de ‘un cine de montaje’ –que yuxtapone dos conceptos y así crea otro nuevo– me parece incompatible con la naturaleza del cine. El arte no debe perseguir la interacción de conceptos como un fin último. La imagen está uncida a lo concreto y material, pero llega por caminos misteriosos a regiones que están más allá del espíritu”.
En vez de las fracturas temporales del montaje eisensteineano, Tarkovski practicó secuencias largas que a veces crean una suerte de alucinación en el espectador. Estimaba que había dos clases de cineastas: los que reflejan el mundo a la vista –la mayoría, pensaba, aunque Bergman y Fellini eran “poetas” para él– y los que crean un mundo, como Bresson y Buñuel, una minoría en la que se sintió incluido. Campanas, árboles secos ya, caballos galopando libres y el agua en todas sus formas –lluvia o nieve o río– marcan sus películas. El guión de La infancia de Iván describe así el líquido que la madre ofrece al protagonista en un balde: “El agua pesada y transparente, mezclada con el sol mitad y mitad, los penetrantes rayos solares se mecen en el agua, brillando, centelleantes”. Pero esto recuerda el brillo y el centelleo de la luna en las aguas del Mar Negro que surcaba el “Potemkin”.
Suave brisa (Ariel) se titula uno de los tres guiones que Tarkovski nunca filmó. El protagonista es un muchacho que vuela y seguramente encarna las obsesiones del ruso por lo inexplicable y milagroso: en un paisaje de árboles doblegados por el viento, cae un violento chaparrón “y de pronto, de afuera del torrente de lluvia, viene un objeto volando por el aire y cae con ruido sordo a los pies de Filippo. Es una rana. Otra rana cae inmediatamente después y luego, una tercera. Filippo permanece depie bajo la lluvia, mojado hasta los tuétanos, y mira a las ranas que caen del cielo”. El hambre de lo extraordinario llevó a Tarkovski a filmar Solaris (1973), una película basada en la novela de ciencia ficción homónima del autor polaco Stanislaw Lem. Es en realidad una historia de amor, la más intensa que produjo el cineasta. Se dice que le disgustaba, tal vez porque este hombre tan reservado había puesto en ella mucho de sí mismo.
Tarkovski eligió el exilio en 1984 y sólo alcanzó a filmar El sacrificio dos años después. La película versa sobre la perspectiva de la aniquilación nuclear y la posible respuesta espiritual del ser humano ante éste y otros dilemas. Se realizó en una isla de Suecia y tiene algo de Bergman esta exploración de una familia infeliz, pero culta, cuyo jefe, Alexander, termina incendiando su casa. Esta larga secuencia final se filmó dos veces porque la cámara se atascó en el primer intento. La casa humea, destruida, y el hijo de Alexander riega un árbol muerto. Poco después fallece Tarkovski, a los 54 años de edad.