› Por José Pablo Feinmann
24 sigue su marcha en medio del éxito, de los pedidos de sus fanáticos, que necesitan la serie como una droga ineludible. Rupert Murdoch, el dueño de la cadena Fox y de muchas, demasiadas cosas más, parece haber advertido que se viene una mano demócrata, la mano de Obama. Tal vez esto explique que la séptima temporada de 24 se inicie con un juicio que el Estado le hace a Jack Bauer por violación a los derechos humanos. ¿Tanto tiempo llevó advertir que Bauer violaba todos los derechos humanos, que no dejó uno sin violar, que es un violador compulsivo? A Murdoch, sí. Pero probablemente –y más que eso– Bauer era para él un auténtico héroe “americano” que hacía simplemente lo que había que hacer. No olvidemos que el viejo “dicho” de los westerns es “un hombre tiene que ser lo que un hombre tiene que ser”, pero se acompaña por otro, inevitablemente: “Un hombre tiene que hacer lo que un hombre tiene que hacer”. Jack Bauer hace lo que tiene que hacer. No importa lo que sea. Sin embargo, la séptima temporada ya parece husmear, en el futuro, la llegada de Obama. Bauer no tiene más remedio que ir a juicio. No en vano Obama ha cerrado la base de Guantánamo. Todos los asentamientos de la CIA a lo largo y lo ancho de este mundo. Y ha dicho: “Estados Unidos no torturará más”. Uno no sabe cómo tomar esta frase. ¿Se trata de una expresión de deseos? ¿Era en Estados Unidos el Día de los Santos Inocentes cuando la dijo? ¿Lo obligó su imponente esposa, Michelle, que si le niega el sexo Obama pierde la razón, enloquece hasta el fin de su período? (Esta conjetura es un homenaje a usted, Michelle: creemos que es la más espectacular primera dama de la historia. Ojalá sea una mina buena, porque su autoridad, su poderío parecieran ser tan enormes que si se enojara con los otros pobres seres que habitamos el planeta podría borrarnos el simple primer día que se levantara de mal humor.) ¿Desde qué certeza puede asegurar Obama que Estados Unidos no torturará más? Vea, Obama, la tortura se ha difundido demasiado. Aquí nomás, hace un par de días, en Punta Lara, asaltaron a una pareja y los torturaron delante de su hija. Al hombre le tiraron insecticida y le prendieron fuego. Seguramente los van a detener. Es posible que se defiendan. Es posible que digan: “No hicimos nada que no haya hecho Jack Bauer”. Además, si Estados Unidos deja de torturar dejará de tener información. Obtener información es torturar, esta “verdad” se ha establecido en el mundo desde hace tiempo. Y Jack Bauer la ha difundido como nadie. Los del FBI y los de la CIA habrán largado una carcajada fenomenal al escuchar la promesa de Obama. “¡A las ratas de laboratorio no torturaremos más!” En los laboratorios –por otra parte– ya no usan ratas. Usan terroristas o sospechosos de serlo. “Con las ratas habíamos empezado a encariñarnos demasiado”, explican. “Con esta gente es más fácil.” Además, amigo Obama, no torturar es dar ventaja. ¿Qué piensa usted que harán los fundamentalistas de El Corán? ¿Usted leyó ese libro sagrado? ¿Leyó los castigos que les depara a los infieles, a los impíos? Usted podrá decirle al mundo que no torturará más, pero es improbable que le hagan caso sus guerreros.
Bauer es juzgado. Los tiempos cambian. El “no torturaremos” de Obama necesita complementarse con el juicio a Bauer. “¿Por qué torturó, Mister Bauer?”, supongamos que le pregunta un juez. “Por América”, dice Bauer. “¿América le pidió explícitamente que torturara?” “No es necesario. Se tortura para obtener velozmente información. Una vez estaba por estallar una bomba nuclear en Los Angeles y yo tenía detenido a alguien que podía darme información vital.” “¿Y qué hizo?” “¿Qué le pasa, cabeza de mierda? ¿Qué piensa que pueda haber hecho? Lo torturé bestialmente hasta arrancarle la información.” “Bueno, señor Bauer. Basta con esas cosas. Nuestro Presidente dice que no debemos torturar más.” “¡Shit! ¡Hemos perdido la guerra por ese maricón!” Bauer abre uno de los grandes ventanales. Está en un 5° piso. Grita, hacia la calle, desaforadamente: “¡Hagamos de cada americano un Lee Harvey Oswald! ¡Hagamos que toda América sea Dallas! ¡Matemos al maldito mestizo o el terrorismo nos vencerá!”. Desde abajo, una negra, agitando una banderita norteamericana, le grita: “¡Obama, Obama!”. Bauer saca su 9mm. Y la revienta de tres balazos. Al público empieza a gustarle la séptima temporada. Porque el público fue cómplice de las torturas de Jack Bauer. Es que la gente evoluciona. Siempre pide más. Antes, en las películas de cowboys, se daban trompadas. Los tiros no hacían brotar sangre. En A la hora señalada, Gary Cooper le pega el tiro del final al villano –que está con camisa blanca– y el tipo muere con la camisa intacta. Hoy, los que ven la peli, dicen: “¿Qué pasó? ¿Por qué está en el piso? ¿Tropezó?”. “No, boludo. ¿No viste que le tiró un tiro al pecho?” “¿Qué tiro? ¿Vos viste la sangre?” “Antes no ponían sangre.” “¿Y cómo sabías que le había acertado? ¿Cómo voy a creer que le pegó un tiro en el pecho si el tipo se cae y en el pecho no tiene nada? ¿Soy boludo yo? ¿Me trago cualquier cosa? ¿Me quieren vender que a un tipo le pegan un tiro y no sangra?” Entonces pone La pandilla salvaje. Gran avance en la historia del cine. La sangre brota antes de que el otro dispare. Después vinieron las patadas a los caídos. Cuando ya no hubo nada más que hacer con las piñas, algún genio dijo: “¡Atención! Después de reventarlo a piñas, ¿qué le pasa a un tipo?”. “Se cae, tarado.” “¿Y ahí termina todo?” “Claro. ¿Qué querés que le den piñas cuando está caído?” “¡No, piñas no! ¡Patadas! Como la frutilla del postre. ¿Lo ven? Cuando el infeliz cae, cuando se derrumba con la cara destrozada, escupiendo sangre y dientes, con los ojos hinchados, ¡ahí vamos de nuevo! ¡Lo revientan a patadas!” Así empezó la era de las patadas. ¿Qué quedaba? La tortura. Jack Bauer golpea a un tipo, el tipo choca contra la pared y cae al piso. Bauer ya no lo patea. Eso pasó. Es historia antigua. Agarra dos cables –que saca de cualquier parte, de un velador, de una licuadora o de su bolsillo–, les hace hacer contacto, estallan un montonazo de chispas y Jack, feliz, picanea al malvado. El señor Murdoch, la Fox y los espectadores, todos felices.
Ahora bien, los otros, los que atacan a “América” tampoco parecen respetar demasiado los derechos humanos. En verdad, ni se han preocupado por el tema. Porque una característica del perverso Occidente es mostrar el horror y plantear, desde otra parte, una oposición al horror. Hasta la más racional, inteligente oposición al capitalismo occidental nació de ese capitalismo. Marx lo supo y lo expuso mejor que nadie. Marx era un gran pensador occidental que se oponía a los horrores de Occidente. Encarnados por el capitalismo. Pero él, a su vez, era un producto de Occidente. Era un filósofo occidental. Quienes ahora quieren destruir a Occidente no parecieran haber salido de esta fase, la de destruirlo. Pero un verdadero sistema de ideas siempre propone qué levantar sobre las ruinas de lo que destruyó. No se ve eso por ninguna parte. Y nada lo expresa mejor que la figura del terrorista que se aniquila a sí mismo con su bomba. Puede destruir. Pero no le importa seguir vivo. Porque su sistema de valores y de creencias –que es prácticamente el mismo desde hace casi diez siglos– no tiene nada nuevo que proponer. La peor política –como tanto se ha dicho durante estos días– es la de eliminarlos. (Aunque sería deseable que abandonaran la costumbre de tirar “inocentes misiles” para que esta política, la de respetarlos, fuera viable, o más fácil de llevar a buen puerto.) Igual, el problema es complejo. Requiere que Occidente comprenda de una vez por todas al “lejano” Oriente. Y algo todavía más difícil: que el mundo musulmán recupere diez siglos y haga su Revolución Francesa.
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