› Por Leonardo Moledo
Tengo un ciberamigo, J*, a quien no conozco personalmente; vive en el interior y nunca nos hemos visto, pero a quien envío, y de quien recibo, cuentos, bajados ilegalmente de las venas abiertas de Internet; el intercambio* se deslizó insensiblemente hacia una especie de competencia amigable, en la que siempre me derrotaba: ¿conoce tal cuento de Burroughs?, preguntaba yo. Por supuesto. Y él: ¿y tal otro de Gartec? No. Y así: su versación parece infinita; hasta que finalmente creí entrever una carta de triunfo: ¿Conoce “el Diablo y Daniel Webster”, de Stephen Vincent Benèt?
No lo conocía. ¡Al fin!, ¡qué alegría virtual! “Se lo envío”, propuse generosamente, con los aires de un vencedor. Busqué el volumen de Benèt en mi biblioteca, con la idea de escanearlo y mandárselo. Pero no estaba. Revisé y revisé. Pero no. Profundamente no estaba.
Busqué una versión digital: ensayé con google, en alguno de los tantos yacimientos de cuentos que salpican el espacio virtual, pero The Devil and Daniel Webster se resistía a aparecer. Primero me preocupé, después temí por mi reputación: J* podía pensar que tanto el título como el autor inexistían, si es que se inventó ya tal palabra. Lo cierto es que el cuento de Benèt no aparecía; ni ése ni ningún otro, ni referencia alguna al autor, como si las mismas manecitas de Stalin se hubieran deslizado sobre una fotografía en la que apareciera Trotsky.
Y entonces recurrí a la más antigua de las profesiones del mundo: la de narrador: “Lo sigo buscando”, le escribí, pero mientras tanto, se lo cuento.
“Resulta que Jabez Stone era un campesino tenazmente golpeado por la pobreza y la mala suerte –le expliqué–, hasta que un día, harto, dijo que vendería su alma al Diablo con tal de torcer su destino.”
RE: “Ah. Un clásico”.
“Efectivamente –le escribí– (RE: RE: The Devil and Daniel Webster, sigo buscando, sin éxito) y como era de esperar, al día siguiente un caballero perfectamente bien vestido golpeó a la puerta de Jabez Stone, se presentó como el Diablo, y firmaron un contrato.”
–Y Jabez Stone comenzó a prosperar – RE:RE:RE.
RERERERE: No solamente. Se hizo riquísimo y con su familia empezó a disfrutar de toda clase de felicidades. Pero ahí está la cosa. Cuando al cabo de diez años el Maligno se presentó para llevárselo, Jabez Stone había cambiado de opinión y la idea de abandonar este mundo ya no lo atraía tanto.
RE:RE.RE.....RE: ¿Y Daniel Webster? –preguntó J*.
RE.........RE: Ahí viene. Jabez Stone llamó, para que lo defendiera, al más grande orador y abogado de los Estados Unidos, que había estado no una sino varias veces a un tris de conseguir la presidencia: el mismísimo Daniel Webster. Y efectivamente, cuando llega el Diablo, ahí está Daniel Webster dispuesto a defender a su cliente.
Como J* es abogado, esperaba cada mail con especial interés –¿Y qué hizo–?
RE: Lo primero fue argüir ante el Diablo que el contrato era inválido porque ningún ciudadano norteamericano estaba autorizado a firmar acuerdos con una potencia extranjera.
–¿Extranjero? –dijo el Diablo–. Cuando trajeron al primer esclavo de Africa, yo estaba aquí. Cuando mataron al primer indio (y exterminaron a los demás), yo estaba aquí. ¿Desde cuándo soy extranjero?
RERE: ¿Y entonces?
RERERE: Y entonces, dijo Daniel Webster, si este es un juicio entre norteamericanos, hace falta un jurado.
–Por supuesto –dijo el Diablo– (sigo buscando, no crea, con los más remotos y oscuros buscadores) y con un gesto hizo aparecer un jurado, compuesto por los más siniestros personajes de la historia norteamericana (no me acuerdo quiénes eran, pero sí que estaba el juez que pronunció las condenas en Salem). Sus ojos brillaban como carbones encendidos en la noche de verano (era verano) y Daniel Webster se dio cuenta de que no habían venido por el pobre Jabez Stone sino por él mismo. Y que si no conseguía apagar ese brillo lúgubre, tanto Jabez Stone como él estaban perdidos.
Entonces, optó por dejar de lado la jerga legal y hablar de las cosas simples y sencillas de todos los días; del color azul de un día de sol, del placer que se siente al comer algo rico cuando se tiene hambre, o al beber agua limpia cuando se tiene sed.... habló y habló durante toda la noche, y cuando la aurora de rosados dedos asomaba en el horizonte, vio que el brillo siniestro había desaparecido, que había logrado tocar el corazón de aquellos malvados y que la partida estaba ganada. Con un aullido, el Diablo abrió un enorme tajo en la tierra y se hundió en el Averno.
Y éste, más o menos, tal como lo recuerdo, es el cuento, que sigo sin encontrar en ninguna parte. Y ahora me doy cuenta, mi querido J*, por qué no lo puedo encontrar: el Diablo, derrotado por Daniel Webster en la discusión, se vengó haciendo que todo rastro del cuento desapareciera (así como de su autor): he ahí su demoníaca y miserable victoria.
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