› Por Noé Jitrik
Durante una extensa Semana Santa, hace cerca de sesenta años, me encerré en mi cuarto, munido de las obras completas de Dostoievski, dispuesto a acabar con ellas. Creo que intuí que si no lo leía de ese modo la vida no me permitiría hacerlo después, y tuve razón: no me veo ahora leyendo Los hermanos Karamazov, El idiota, Endemoniados, La aldea de Stepanchikovo. De esta observación, creo, se puede extraer una enseñanza: lo que no se lee a cierta edad no se lee luego nunca más. Pero esta evocación sugiere un elemento más; mientras, obstinado, obsesionado, bajaba sólo para lo indispensable, mi madre me llamaba cada dos o tres horas y me preguntaba, también ella obstinada, qué estaba haciendo. Decirle que leía no le parecía una respuesta, porque eso equivalía a decir “nada”, y eso es siempre un riesgo social muy grande: ¿qué clase de gente es la que se encierra para “hacer nada”?
Sería tal vez para explicarle, cuando ella ya había muerto, de una manera menos controversial y con algún fundamento, que leer no es “hacer nada”, que muchos años después, unos treinta calculo, escribí un libro que se titula La lectura como actividad. De ello se desprende otra enseñanza más: uno se pasa la vida intentando que su madre lo comprenda y lo acepte y no le proponga modelos de vida que no son los que uno trata de construir. ¿De qué modelo se trata? Del más común, generalizado y corriente, a saber que la vida es un hacer cosas tangibles, útiles para los demás y para uno, que puede aspirar a vivir de ello, estimables y apreciables, dotadas de un valor. Lo que no sea eso es difícil de comprender, ya sea el encerrarse para leer o escuchar música, encerrarse para pensar, encerrarse para escribir o pintar y, llevando las cosas al límite, encerrarse para contemplar(se) o para orar o para flagelarse o drogarse. De modo que, tercera enseñanza, hay que admitir que hay dos clases de personas en el mundo: los sensatos, para quienes el hacer es material e inmediato y muy justificado; y los locos, que creen que hacen cuando no hacen las cosas que hacen los otros.
Sé que esta división es esquemática y sin duda refutable, o sólo perfeccionable, por qué no. O superficial porque tapa otro tema que en realidad es lo que me interesa tocar: unos y otros, sea como fuere, viven y, desde luego, hay puntos de contacto entre ambos; así, cuando digo que yo bajaba “sólo para lo indispensable”, quiero decir para comer y la comida, parece tonto decirlo, estaba preparada por alguien y alguien, acaso yo mismo, proveía de los elementos para los cuales ganaba algún dinero no precisamente leyendo a Dostoievski. Así, pues, queda abierta una cuestión que puede tener interés: ¿cómo viven un escritor y otras especies semejantes?
El escritor puede o no ganar dinero con lo que escribe, pero hablar de eso tampoco es interesante: ¿qué me importa lo que ganan Stephen King, Paulo Coelho, Gabriel García Márquez, J. K. Rowling y tantos otros? Más interesante, y misterioso, es pensar en la “vida del escritor”. Por ejemplo, ¿cómo vivía Flaubert? ¿Cómo vivía Rulfo? ¿Cómo vivía Borges?
El caso de Flaubert es ejemplar: encerrado, fuera de París, apenas conectado con el mundo por correo –que en su momento era lentísimo–, consagrado por entero a su obra, puliéndola infatigablemente, ha dado lugar a un mito que han cultivado múltiples escritores después; en la actualidad son los que no atienden el teléfono, no van a ninguna parte, no se los ve nunca, no responden los correos y sólo prueban su existencia a través de un representante o, si éste no funciona bien, un editor o cuando les conceden un premio; deben comer seguramente a horario, deben dar algún paseíto por el jardín, como lo hacía Kant, deben tener a alguien a su servicio, deben acostarse temprano, deben leer en determinadas horas y es muy probable que no tengan idea de cuentas o facturas, ni de ir al café a charlar con amigos, ni de leer el periódico: la OBRA los traga, su vida es su obra. De ahí puede salir algo genial o bien el parto de los montes, el modo de vida no garantiza el brillo de un producto.
En el exacto punto opuesto están los escritores que no paran en sus casas, siempre en las calles y en los lugares públicos, mostrándose, abundando tan profusamente que es inevitable que surja cierta perplejidad acerca no sólo de lo que hacen sino de cuándo y dónde lo hacen: café Pombo de Madrid, La Coupole de Montparnasse. Es una opción, no hay encierro, hay circulación y, correlativamente, un hacerse cargo de cuanto problema social o político pudiera convocar una opinión o un juicio. Cuando Borges, que era ejemplo del primer tipo, o sea retraído y elusivo, empezó a conmoverse por desapariciones en la Argentina, firmaba cuanta denuncia se le ponía por delante y decía, orgulloso, tan cínico como respecto de otras cuestiones: “¡Qué suerte que tengo gracias a mi apellido, que empieza con B; siempre aparezco en las declaraciones! No me gustaría que me pusieran en el deprimente ‘siguen las firmas’, como si me llamara Zapata o White”. En otro sentido, asumiendo un papel que comprometía una definición de “intelectual”, Jean-Paul Sartre, que escribía y atendía en el café Aux deux Magots, podría ser un buen ejemplo de este comportamiento que, como en el otro caso, puede haber dado buenos o malos textos, nada ni nadie puede garantizar que de ahí saldrán unos u otros: ¿ha sido Sartre olvidado o sus enseñanzas y textos perduran?
Reconcentrarse o exteriorizarse parecen ser los dos modos de concebir la vida en tanto escritor. Paradójicamente, sabemos menos del que está todo el día en la calle que del que está enclaustrado en su casa. A ése le preguntamos dónde y cómo escribe, al otro casi siempre sólo lo que opina acerca de lo que hacen los demás o les pasa a los demás o a la sociedad o al mundo.
Pero importa poco, en el primer caso, si el escritor escribe muchas o pocas horas del día, o si se levanta temprano o tarde, o si bebe o si fuma para escribir mejor, si tiene gato o perro para distraerse un poco de la ardua tarea de la escritura o si se pone en la posición del pensador esperando que se le ocurra algo. Lo que importa, y es casi aburrido repetirlo, es si vale la pena lo que concibió y realizó, se sabe que es siempre con sufrimiento propio y padecimiento, en muchas ocasiones, de los demás, intolerable –caso las esposas que tuvo Horacio Quiroga y que no aguantaron– o gratificante como el caso de Zenobia Camprubí, que protegía a Juan Ramón Jiménez hasta la inutilidad (de él, no de ella). En el otro caso, tampoco importa si viste bien o mal, si toma el café en un local mitológico o anónimo, si circula rodeado o solitario, si padece la oficina o logra alterar el lenguaje del periódico en el que trabaja, si emite su palabra valiente y clara sobre los males que padece el mundo y las injusticias sociales. Lo que importa, como en el otro caso, es si “vale la pena lo que concibió y realizó”.
Pero el asunto inquieta y uno quiere saber: yo veía pasar, varias veces lo vi, a Juan Rulfo, por la calle Manuel M. Ponce, en Guadalupe Inn; a veces nos deteníamos a cambiar algunas frases y luego lo veía encaminarse, no sé adónde; siempre me quedó el misterio de su vida, el resplandor de su desplazamiento. Con José Antonio Alcaraz era lo contrario: restaurantes, cafés, teatros, reuniones, me parecía que lo sabía todo acerca de él pero, en verdad, creo que lo ignoraba. Y así siguiendo. Tal vez la conclusión es que no hay misterio ni diferencia, sólo hábitos, predilecciones, humores y cada quien se las arregla como puede y, cuando se arregló, eso constituye para los otros un tema apasionante, creen que es muy diferente de lo que es para cada cual ese arbitrario arreglarse.
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