Miércoles, 16 de diciembre de 2009 | Hoy
Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
UNO Esto es real, esto pasó realmente, esto salió en los reales diarios españoles de la real semana pasada y yo leí esto mientras asistía a un congreso literario sobre realidad y realismo en Almería. Allá vamos. Festival de Jazz de Sigüenza, el saxofonista Larry Ochs haciendo lo suyo sobre el escenario dispuesto en la ermita de San Roque y, de pronto, alguien entre el público gritando, indignado, que eso no es jazz sino “música contemporánea”. Y el indignado denunciante agrega que “tengo contraindicado, psicológicamente y por prescripción facultativa, el escuchar música contemporánea porque me deprime”. A continuación, el impaciente paciente pide el libro de quejas, hace constar in situ su reclamación mientras el resto de la concurrencia le pide que se deje de molestar y se vaya con su música a otra parte. El caos es tal que llega la Guardia Civil y uno de los oficiales –ante la insistencia de quien se sentía sónicamente agredido– ordenó a Ochs que ejecutara un fragmento de su música. “Tiene razón el denunciante: no es jazz, es música contemporánea”, concluyó el agente del orden en medio del desorden.
DOS La noche en que me entero de todo lo anterior, antes de dormir, prendo el televisor del hotel y están pasando el concierto aniversario del Rock and Roll Hall of Fame. Lluvia de estrellas. Muchas de ellas despidiendo la luz de las estrellas casi muertas, a punto de nova. Viendo todo eso –viéndolos a todos– me digo que asistimos por primera vez a un fenómeno raro: la primera gran camada de rockers ancianos. Jerry Lee Lewis toca el piano y tira el banquito, pero no me impresionan tanto sus arrugas como las de Simon & Garfunkel: sus voces continúan sonando puras y cristalinas mientras desgranan los versos sin edad de “The Sounds of Silence” y “The Boxer” pero, ah, esos rostros, esa manera de moverse como si se patinara sobre el delgado hielo de un lago al atardecer. Bob Dylan –quien no fue parte de la fiesta, pero apareció casi niño en fotografías tomadas en Greenwich Village a principios de los años ’60– parece ser el único que ha encontrado la solución al problema. Ya lo dije otra vez: Dylan, en lugar de envejecer, ha optado por convertir su última música en máquina del tiempo y retroceder a tiempos anteriores a él mismo, al principio de todas las cosas y, con esos aires de cowboy tahúr, conseguir el look exacto de todos esos músicos a los que él admiraba cuando era joven. Así, Dylan ha conseguido manipular la realidad de su propio mito y convertirse en leyenda viva. Y por ahí andan Crosby, Stills and Nash que parecen fugitivos de geriátrico californiano y será una forma de racismo afirmar –mientras suenan Stevie Wonder y Aretha Franklin y B. B. King– que los negros envejecen mucho pero mucho mejor que los blancos...
TRES ...y que Obama –quien ha vuelto a probar que se trata de un tipo inteligente– consiguió, en su discurso de aceptación del Premio Nobel de la Paz, ser realista refiriéndose con realismo a la naturaleza de ese lobo que es el lobo del hombre. Si no escuché mal, Obama afirmó que el ser humano es un animal estúpido a la vez que feroz. Una criatura indomablemente doméstica que lleva en su ADN el gen de la autodestrucción y que, por lo tanto, las guerras son inevitables y sólo nos queda aprender a distinguir entre guerras justas e injustas. Lo que no me queda del todo claro es si el haber arribado a ciertos niveles de sinceridad es una buena noticia. El segmento del noticiero que trata el asunto informa también de las críticas que se siguen expresando en cuanto a premiar en nombre de la paz a un presidente metido en dos guerras, recuerda que se lo dieron al sinuoso y cortesano Kissinger, que un tal Hitler llegó a estar nominado antes de invadir Polonia, y que a Ghandi nunca se lo dieron. Y en alguna parte, esa misma noche, Bob Dylan cantaba “Masters of War” y alguien aseguraba que lo que toca Obama no es jazz sino música contemporánea para ser ejecutada por la más ejecutante de las big bands.
CUATRO Ahora, en el concierto antes mencionado (el de rock, no el de música contemporánea) aparece Sting y yo cambio de canal. Gran Hermano. España, creo, es de los pocos países en los que se sigue emitiendo con éxito este invento, pero –vuelvo a comprobarlo cada vez que paso por allí– el asunto ya no tiene que ver con “la realidad en directo” sino con el constante bombardeo a la realidad con radiaciones irreales. Ahí, un concursante sale al jardín, una voz ominosa le pregunta desde la sala de control cuáles son las dos cosas que más ama en el mundo y el tipo responde “Mi camioneta y mi mamá”. Dicho y hecho y un estruendo de fuegos artificiales y se abre una puerta secreta y entra su camioneta conducida por su madre que, se baja, lo abraza mientras grita “¡Déjame olerte!”, el hijo llora desconsolado mientras acaricia a “mi cámio” y, enseguida, la autora de sus días vuelve a subirse al vehículo y desaparece. La visión no ha durado más que un par de minutos y el tipo vuelve dentro de la casa sollozando y les cuenta lo sucedido a sus compañeros de concurso y, por supuesto, todos lo miran raro y nadie le cree, creo.
CINCO A la mañana siguiente, en el congreso literario, se discute sobre la compulsión realista de buena parte de la novelística española y de la propensión fantástica en las letras argentinas y –otra vez, como siempre– se de-semboca en el Quijote como el eslabón perdido tan fácil de encontrar en todas las ecuaciones. El Quijote como ese libro que se convierte en su propio tema y que funda la idea del lector como escritor de sus acciones, del loco como entidad extremadamente lúcida que, insatisfecho con la realidad opta por el realmente de las ficciones.
SEIS De regreso en Barcelona leo sobre las consultas no vinculantes en varias localidades catalanas sobre las ganas de independencia. Fue a votar un 30 por ciento de los convocados, naturalmente ganó el Sí, el gobierno las permite pero no las reconoce y sus promotores, me parece, se apuntan un tanto en la realidad pero continúan perdiendo la batalla del realismo. Días antes, José Luis Rodríguez Zapatero afirmó que “la recuperación de España es inminente”. Enseguida, como es ya costumbre, abundaron las declaraciones de especialistas (incluso dentro del mismo PSOE) explicando que la cosa va para largo y, ay, se sabe que el libro favorito y totémico de Zapatero es aquel firmado por Miguel de Cervantes Saavedra y protagonizado por un alucinado caballero andante que no distingue del todo dónde termina la dura realidad y empiezan las tiernas fantasías y all that jazz. Y me pregunto si no estará contraindicado que yo escuche, que siga escuchando –a mi edad cada vez más antigua y ojalá clásica, con paciencia menguante ante la improvisación y los largos solos solitarios– cosas como esta disonante música contemporánea.
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