Martes, 12 de enero de 2010 | Hoy
Por Rodrigo Fresán
UNO Esto es verdad, así me entero: yo estoy en México, en los páramos de un lugar llamado Comala, bajo un sol frío de enero, y una chica viene corriendo por la calle y gritando “¡Murió Sandro! ¡Murió Sandro!”. Y yo pienso que Sandro debe ser el doctor o el peluquero o el latin-lover o el narco del lugar. Porque Sandro –el Sandro, mi Sandro– no se moría nunca. Amagaba una y otra vez, sí; pero después resucitaba para llenar una y otra vez ese teatro de la avenida Corrientes enarcando las cejas en plan El Hombre Que Volvió de las Muertes. Y horas después, de vuelta en mi computadora, tengo un mensaje de una revista chilena que me confirma el adiós y me pide que escriba algo. Y yo digo que no, que no se me ocurre nada pero, claro, enseguida se me empieza a ocurrir bastante. Y es que pocas cosas dan más vida que una muerte. Aunque, al final, la muerte sigue igual.
Hey.
DOS Mi primer recuerdo de Sandro sale y entra de una película llamada Gitano, donde había escenas filmadas en un tren fantasma. Y es que a mí los trenes fantasmas me gustaban mucho de chico. Mi otro recuerdo de Sandro es el single “Porque yo te amo” girando en un Winco de mi abuela y –ya entonces, primeros ’70– la extrañeza de que Sandro también le gustara a mi madre. Y que a mí me gustara esa canción donde se palpitaba aquello de “tus labios de rubí de rojo carmesí” (seguramente el verso más escarlata jamás escrito) y un Sandro vacilante pero tan seguro fraseaba, a su manera, con el mismo histrionismo de adicto con el que Lou Reed canta “Heroin”. Ahí, el amor como droga, la epifanía del dolor y la incapacidad de desengancharse –ese quiero llenarme de ti químico– y, ay, ya mismo estoy sonando como tanta reciente necrológica y necroilógica en la que se hace la autopsia del ídolo y se encuentra, ahí adentro, algo que el ídolo jamás supo que tenía, algo que nunca le interesó tener. Y es que la muerte dura un segundo, pero los muertos nunca se acaban.
TRES Una cosa sí es segura: Sandro –a diferencia de Raphael– no era un original. Sandro –que para muchos traicionó sus raíces rock tentado por el perfume de flores melódicas– era un derivado de Elvis con pechito argentino y envuelto en las batas cortas de un casi karadagianesco linaje gitano (¿cómo es que a nadie se le ocurrió convocarlo para una versión músico-barrial de Drácula?) cuyo principal logro y mérito tal vez sea el nunca haberse tomado del todo en serio. Durante su edad dorada no cuesta mucho enfrentarlo a lo que por entonces hacía Palito “El Rey” Ortega. Sería desde ya exagerado afirmar que Palito era apolíneo y Sandro dionisíaco. Pero pienso que no está mal teorizar que la anarquía apasionada del segundo –a quien no sólo se le enfrentaron grupos ultracatólicos sino que, además, se le llegaron a detectar “contactos con la guerrilla”– resultó un buen antídoto para el oficialismo desabrido del primero. Así, Palito era diminutivo y gustaba ponerse uniforme de lo que fuera en sus filmes, mientras que Sandro –nombre artístico que no encogía– se mostraba siempre como alguien que no habría desentonado, muchos años después, contoneándose en el Bada Bing! de Tony Soprano. Y sí: el “Muchacho que vas cantando” siempre saldrá corriendo, aterrorizado, ante el embate de “Una muchacha y una guitarra”.
Y está bien que así sea.
CUATRO Que yo sepa, a nadie se le ocurrió velar a Carlos Gardel en la Casa Rosada, ninguno sugirió enterrar a John Lennon en la Poet’s Corner de Westminster, Elvis ascendió a los cielos desde su propia Graceland, el petit ataúd de la gran Edith Piaf no fue paseado por el Palacio del Elíseo, nadie presentó proyecto para esculpir el rostro de Sinatra en el Monte Rushmore, el cuerpo de Johnny Cash no fue exhibido en el Capitolio y, sin embargo –la idea me pareció, sí, fuera de lugar– los restos mortales de San Sandro fueron adorados por multitudes en el Congreso de la Nación, donde meses atrás se rindió tributo a Mercedes Sosa. Y que pase el/la que sigue y a mí lo del velorio en el Salón de los Pasos Perdidos me produce un mundo de sensaciones. Encontradas. El Gran Rex habría quedado mejor y más cerca de la realidad y, seguramente, el artista en cuestión –-el hombre que siempre defendió su privacidad con pasión de Citizen Sandro en su Xanadú de Banfield– habría lanzado una de esas risotadas guturales ante semejante postal donde, una vez más, las masas cayeron en éxtasis sobre el cadáver recién nacido. Maradona –por supuesto– lloró, informó Diego. Y no cuestiono amor y pasión y cariño (Sandro era muy querido tanto por sus fans como por sus colegas) pero sí esa fascinación tan argentina que suelen despertar las muertes de celebridades en verano (Olmedo y Pappo y Monzón fueron algunos de los que no superaron los peligros del calor) y que ponen a todos a pensar en las finalidades del final. El caso de Sandro es especialmente curioso porque –a diferencia de los anteriores– lo suyo no fue “de golpe” sino casi en cámara lenta, a lo largo de décadas, fumando y esperando. Ahora, leo que su último aliento ha precipitado a muchos a dejar el cigarrillo o a intentar que el cigarrillo los deje. Preveo irritación en playas y balnearios de “nenes” y “nenas” que, en las próximas semanas, se pondrán muy pero muy nerviosos cada vez que en la radio pasen –y la van a pasar mucho– “Dame fuego”.
CINCO “Prende fervor entierro de Sandro”, tituló un diario mexicano con esa sintaxis tan rara y tal vez azteca. Y me enteré de cosas como que la primera canción que grabó Sandro –como guitarrista y segunda voz del grupo Los Caniches de Oklahoma, luego rebautizados como Los de Fuego– fue, en 1960, el rock “Comiendo rosquitas calientes en el Puente Alsina”. En serio, no miento, lo leí en la Wikipedia. Y, de ser esto verdad, me parece que Sandro más que contactos con la guerrilla tenía contacto con Thomas Pynchon.
SEIS Algo sí es cierto: yo una vez tuve un breve contacto con Sandro. Era, me acuerdo, un verano como el de ustedes, que parece casi irreal desde el invierno en el que ahora escribo estas líneas. Yo trabajaba como guionista de uno de esos programas de videoclips y algo no andaba del todo bien porque el grueso de la audiencia estaba conformado –así lo demostraban las no muy numerosas cartitas con dibujitos que recibíamos semanas tras semana– por pequeñuelos recién salidos del jardín de infantes. Una de esas largas tardes –el programa se emitía todos los días pero se grababa a lo largo de agotadores sábados más cuadrados que circulares– me crucé con Sandro por uno de los pasillos del canal. Caminaba como si flotara y, sin que viniera a cuento o a canción, se paró a conversar y me fue arrastrando hasta el bar y hablaba y hablaba y se reía y se reía y todo lo que decía era muy divertido. Y me acuerdo de que yo pensé entonces y vuelvo a pensar ahora que jamás había conocido a nadie tan pero tan feliz de ser Sandro.
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