› Por Noé Jitrik
Hace unos años, evocando la figura y el tránsito hacia el más allá de José Luis González –un extraordinario escritor puertorriqueño y gran amigo–, hice algunas reflexiones sobre la depresión que lo había afectado fuertemente y que relacioné entonces con la que había padecido un tiempo antes William Styron. En ambos casos, en la instancia de un reconocimiento perseguido durante décadas, de premios y gratificaciones, uno y otro desfallecieron, el ánimo se les derrumbó de manera estrepitosa y el color gris predominó hasta en sus cuerpos que, sensibles a la depresión, empezaron a decaer hasta, en el caso de José Luis, la muerte. Styron sobrevivió, muchos otros lo deben haber hecho –la química ayuda mucho– y muchos otros deben haber sucumbido. Kafka y Rulfo optaron por el silencio, Nietzsche por la demencia. Borges, en apariencia, no cayó nunca en la depresión. ¿Cuántos artistas habrá cuyos males fueron descriptos exteriormente, enfermedades súbitas, herencias incontrolables, accidentes imprevisibles, pero que acaso tuvieron origen en la depresión? El inventario queda abierto, tal vez algún arduo investigador llegue a determinar qué otros escritores y artistas integran esa cohorte.
Se trata de escritores, por cierto, pero es probable que este cuadro, en el momento del reconocimiento del tipo que sea, se presente con las mismas características en personas que no entregan su vida a la escritura o al arte en general; no lo sabemos, podemos, poniendo atención, advertirlo en esa persona antes locuaz y expresiva que entra en silencios profundos o bien en aquel que declara no poder dormir o en el que desaparece de la escena sin dar cuenta de sus paraderos o del que está harto de trabajar cuando poco lo ha hecho en toda su vida, o el jubilado que, privado de su rutina, empieza a padecer toda clase de malestares y enfermedades que antes nunca había tenido. Eso que se llama “la clínica”, tanto en el orden general como psiquiátrico, tendría algo que decir al respecto, aunque la realidad es tan abrumadora y pesada que la tarea de un recuento preciso queda y quedará indefinidamente relegada.
¿Por qué, entonces, en la modalidad de escritores y artistas? Freud, me parece, esbozó una respuesta cuando dijo que el escritor y el artista son el enfermo y el médico de sí mismos. Me parece un buen camino para tratar de responder y explicarlo a partir de lo que es posible ver, en lo que está al alcance de la propia experiencia o, más concretamente, de los propios sentimientos y temores. Enfermo porque está lleno de múltiples conflictos, como todo el mundo, pero de manera específica, movilizado por una pasión que se suma a ese relleno y que, movido por una fuerza rotatoria interna, exige una formulación que nada tiene que ver con una cura. Cuando puede dar cauce a esas fuerzas encontradas, a saber sus conflictos, su pasión y su respuesta al llamado que formula esa masa, y logra darle una forma reconocible como arte o literatura, aceptable como tal, y realzada porque emite una luz nueva y diferente, que se quiere además perfecta, y que ilumina la existencia de otros, se le habría abierto un camino de curación, haberlo podido hacer, entonces, lo convierte en ese médico postulado por Freud. Pero, dicho sea sin menoscabo de la sabiduría del maestro, tal curación no se produce por la simple razón de que los intentos prosiguen y la Obra se constituye a partir tanto de lo que se hizo como de lo que no se hizo todavía; si la curación llegara, o aun el simple alivio, no habría ninguna razón para seguir escribiendo o pintando o haciendo música.
En la instancia de una obra producida, el escritor y el artista solicitan atención, reconocimiento, recompensa y todos los bienes que se supone que una sociedad justa y sensible debe darle puesto que él le está dando a la sociedad algo valioso, un mensaje indirecto que le permitirá comprenderse a sí misma y percibir algún resplandor de su sentido. Es raro que eso, el reconocimiento, suceda cuando más se lo necesita o, si la necesidad no es tan grande, cuando la ansiedad lo exige, pero hay casos en los que sucede, es una suerte: el éxito, la fortuna, las ventas, los representantes, las editoriales, las galerías, la crítica, los viajes, los premios. Pero de ello no sacamos ninguna lección: ¿acaso no sabemos (¿quiénes?) que el impulso primario que llevó a escribir o a pintar o a componer tiene en todos los casos como fundamento una herida básica, un hueco al que se dirige con toda su fuerza el deseo, pero sabiendo que siempre habrá que volver, que no hay obra terminada ni gestión plenamente realizada? Y si la hay, provisoria y todo, debería tener como destino la perduración, la eternidad que sería, después de muerto quien la produjo, la recompensa máxima porque sería un pleno aunque por supuesto relativo triunfo sobre la muerte.
No es ésa, la de la satisfacción, lo que importa sino la otra vertiente, la de los que no obtienen ese reconocimiento, lo cual provoca una lenta disgregación de la confianza en sí mismo, un desgaste combatido con denuedo, a base de talento y obstinación y aun de reflexión acerca del lugar que ocupan los verdaderos valores y la fatuidad de los triunfos fáciles. Al final, a veces, el reconocimiento llega pero cuando quizá no haga falta y algunos, misteriosamente, en lugar de regocijarse y celebrarlo se deprimen, se desmayan, quisieran que ya nadie los convoque, si los dejaron de lado antes por qué ahora quitarlos de ese recinto conocido y seguro y llevarlos a la peligrosa zona del “fracaso del fracaso”, como dice algún psicoanálisis, siendo el primero la imposibilidad de llegar al hueso del sentido y el segundo la experiencia del cese de la expectativa de lograrlo.
Me pregunto por qué ocurre eso, por qué las voces halagadoras irritan los oídos de quienes ya estaban hechos al silencio, qué significa ese destiempo, ya no se sabe si es verdaderamente premio o castigo.
No es cómodo explicarlo y quizá ni haga falta hacerlo pero tampoco se puede vivir en el misterio ni aceptar la tragedia de quienes se suicidan justo cuando se los reconoce como si fuera algo natural y justificable por razones –médicas, caracterológicas, sociales– que nada tienen que ver con la escritura, la pintura o la música. Algo habrá en la índole de la opción por la escritura, la pintura o la música que si por un lado determina la feliz penuria del proceso por el otro, como un precio a pagar, conduce a un triste final.
Veámoslo de otro modo: en ese tránsito, escribir, pintar o componer o esculpir o representar o lo que sea, el agente está acompañado por un fantasma, la idea de que su labor es al mismo tiempo superflua y necesaria. Superflua porque bien puede un conjunto humano vivir y durar sin concederse los ambiguos placeres de la simbolización, hay sociedades enteras que lo hacen y, sin duda, hay grupos que viven felices sin literatura ni pintura ni música; en esas sociedades y esos grupos quienes escriben, pintan o componen son seres extravagantes que atentan contra el equilibrio interno que una existencia reducida a un presente infinito se propone lograr y mantener cueste lo que cueste. Y es necesaria porque sin ella la existencia, por más feliz que sea, no se entiende a sí misma, no comprende su pasado, no se proyecta a lo que la sensibilidad y la inteligencia pueden proporcionar.
¿Entonces? Los escritores y artistas están atrapados entre el claustro de la superfluidad y la corriente de la necesidad y si responden a ésta la presión de la otra los problematiza, se exaltan con la respuesta que son capaces de dar a la necesidad y creen que pueden desafiar a la superfluidad, pero no por ello son inmunes a la culpa que emana insidiosamente de la inalejable presencia de la superfluidad; pueden, incluso, así presionados y culpabilizados, sentir que en una existencia asimbólica reside la “verdadera vida” y que el desafío simbolizante es una fuga, la nube que se aleja de la tierra fértil y no se convierte nunca en lluvia.
Por cierto, estas oposiciones no son absolutas porque la sociedad que se quiere feliz a como dé lugar dispone no obstante de una cuota de reconocimientos y declaraciones celebratorias de algunos logros, sobre todo si prestan algún servicio, ya porque visten o decoran, ya porque solazan, ya porque enseñan, dimensión que aun la felicidad más plena admite y estimula.
De manera que cuando por fin esa cuota se derrama sobre alguno que había trabajado durante toda una vida contra viento y marea, puede precipitársele el sinsentido de toda su tarea en relación con ese coágulo afectivo que llamamos “verdadera vida”; sabe, mentalmente, civilizadamente, que no ha desperdiciado su ser en vanas e ilusorias empresas, pero siente que es protagonista y víctima de un equívoco: ese sentimiento se traduce en un desánimo profundo que en ocasiones, cuando el escritor o el artista había puesto demasiada carga afectiva en el reconocimiento y su pasión creadora lo había quemado y hecho revivir tantas veces, se convierte en incomprensible depresión para los demás e injustificable para él mismo, pero tan fuerte que el suicidio será una solución fluida, ya no preocuparse más por la verdadera vida frente a la poderosa verdadera muerte.
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