CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR

Falucho y la cachila

 Por Juan Sasturain

A comienzos del verano del ’65, las cosas entre los bañeros de la Popular estaban complicadas. Tanto, que el Dudoso Noriega se quedó de golpe solo a cargo de la playa. El impresentable Gómez se había borrado según costumbre y con permiso –tras una licencia por insolación había conseguido un certificado de invalidez parcial, ya que según el médico “se le inundaban los oídos” (sic)– y Falucho Burgos, con veinte años, ya estaba o creía estar para otras cosas. Para la música, sobre todo.

El esquivo mulato –refractario natural a toda disciplina– había terminado a las piñas el demorado secundario en un nocturno de la calle Belgrano conocido como La Piojera y, además de seguir con el laburo en la Confitería París con Los Cocoteros, había comenzado a participar como cantante de boleros en las llamadas excursiones de altamar –salidas para turistas a lo largo de la costa, amenizadas con números musicales– en el barco anfibio La Estrella de Mar, un monstruoso rodado que entraba al mar por La Perla y salía por Playa Grande. Lunes, miércoles y viernes al mediodía Falucho alzaba las pilchas, se sacaba al arena de las patas y se subía a La Estrella de Mar, que pasaba a buscarlo por la costanera mientras terminaba de levantar turistas descoloridos y dispuestos a mirar la costa desde lejos, escuchar música y vomitar durante las próximas dos horas de balanceo.

Así, el mulato siempre tenía algún tipo de actividad con otros intereses, amistades o distracciones –la música, la joda, pero también insólitamente el estudio– que lo iban alejando del somero gueto de la playa. Y al Dudoso no le molestaba. Al contrario. Justo en esos primeros días de enero, el ya por lo general volátil Falucho había partido una vez más, autorizado y bendecido, con insólito destino mediterráneo: estaba en Córdoba, más precisamente en Cosquín, capital nacional del folklore, según el eslogan. Explicar qué hacía en semejante reducto telúrico un precoz cultor del repertorio tropical es una historia que acaso sea el momento o la oportunidad de contar.

Todo empezó cuando Falucho, en busca de algún peso extra fuera de temporada, comenzó a ir a posar como modelo vivo –aprovechando su figura y el contacto que le dio una amiga de su madre que “trabajaba de coya”– para los alumnos y las alumnas de la escuela de Bellas Artes, en la calle Rioja. Se ponía un taparrabos sobre el calzoncillo y se quedaba quieto y en pose sobre una tarimita durante dos o tres horas, expuesto a las corrientes de aire y a las carbonillas de un par de docenas de aprendices, todo por poco más que el pancho y la coca. En la tercera sesión con alumnos de segundo curso notó que una rubia fortachona de pelo lacio que no le resultaba del todo extraña lo miraba con cierta sonrisa amistosa. Ya vestido, a la salida la encaró.

–¿Te conozco?

–Nos conocemos.

Resultó ser Cristina Rampoldi, que dijo tenerlo visto y oído de las expediciones anfibias de La Estrella de Mar que organizaba su hermano. Ella cantaba folklore.

–Soy una de Las Cachilas, la segunda voz.

–Ah, claro.

Falucho mintió que la recordaba, pero en realidad sólo había registrado, de las cuatro monótonas émulas de Los Chalchaleros, a la morocha del bombo. Los largos ponchos negros con guarda blanca no habían ayudado, y la guitarra atravesada a la altura del pecho, menos; escamoteaban lo mejor o lo único ostensible –unas tetas memorables– de una rubia que de civil, de verano y de estudiante era otra cosa.

–¿Qué tenés ahí? –dijo él por decir algo.

–Volantes.

Y le dio uno.

Cristina Rampoldi estaba en el centro de estudiantes de Bellas Artes y militaba en una agrupación de izquierda con un par de erres en la sigla.

–¿Qué es estética reaccionaria? –dijo Falucho tras descifrar el título y sin poder evitar mirarle la remerita casi desbordada.

Se quedaron tomando cerveza.

Durante los meses siguientes, Cristina Rampoldi introdujo a Falucho en un mundo ajeno en el que muchas veces fue, incómodo, el toque exótico y decorativo. Cuando ella no lo estaba dibujando ni estaban embarcados o encamados en un telo de clientela estudiantil de la calle San Luis, cerca de Plaza Mitre, compartían funciones de cine club en que daban El acorazado Potemkin y guitarreadas de protesta que se prolongaban hasta la trasnoche, donde las zambas con letra de Armando Tejada Gómez alternaban con las baladas de Joan Baez o las coreadas coplas de “Guantanamera”, los versos de Martí pasados por el castellano empeñoso de Pete Seeger.

Con Cristina, Falucho descubrió la costa desde la borda, las sutilezas del dibujo y del arte moderno, otras músicas que no eran Los Wawancó o el Cuarteto Imperial y la incipiente militancia. De golpe, supo o intuyó con algo de vértigo todo lo que le faltaba ver, oír y saber. Se puso a leer de apuro, llevaba libros a la playa, tuvo insomnio por primera vez en su vida. Incluso llegó a creer que eso era estar enamorado.

La cuestión es que –más allá de fervores y desmesuras– los dos, Cristina más que el perplejo Falucho, eran dos chicos, dos pendejos que vivían con los padres o lo que quedaba de ellos mientras jugaban a ser otros mayores, mejores, seguro que distintos.

Cuando llegó el verano, Cristina abandonó la rutina de Las Cachilas y se escapó bajo pretexto de campamento universitario, con carpa, guitarra enfundada y poca plata, a Cosquín –Falucho con ella, secretamente– y se anotó en el concurso de aspirantes al Premio Revelación con un seudónimo que le sonaba auspicioso y combativo: María Victoria Guevara.

Y si la vergonzante Cristina no ganó el premio oficial, que se lo dieron a un recitador sureño que enhebraba décimas de alevoso compromiso inspiradas en la poética del peor Almafuerte, sí se llevó los mejores aplausos de la colmada plaza Próspero Molina con una versión de “La Zafrera”, de Oscar Matus, que por entonces sólo había grabado la incipiente Mercedes Sosa. La ovacionaron.

Esa noche, la de la cuarta luna de Cosquín de aquel enero amable del ‘65, Cristina y Falucho celebraron en la estrecha carpa y con vino patero algo que no tenía nombre todavía, que mejor no nombrar: el futuro.

Decidieron que empezaba ya y casi simbólicamente, apenas terminado Cosquín, siguieron rumbo a Tucumán –sin permiso, con carpa, mochila nueva por valija vieja y unos pesos que María Victoria Guevara había ganado amenizando peñas– en un gesto que solía llamarse por entonces, vagamente, conocer el norte o el país.

Volvieron a Mar del Plata llenos de tierra primordial y experiencias que suponían inéditas diez días después de lo previsto. Pero algo se había movido en la foto de La Feliz. Falucho llegó a la playa y vio el mangrullo vacío. Encontró a Gómez sentado a la sombra, en la casilla:

–¿Y el Dudoso?

–¿No sabés? Está preso.

Pero ésa es otra historia.

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