Martes, 19 de julio de 2011 | Hoy
Por Rodrigo Fresán
UNO Guardé la primera plana de La Vanguardia del pasado 21 de abril. Y cada tanto la miro. Recuerdo perfectamente por qué decidí guardarla. Titular en letras catástrofe. Allí se leía y ahora releo: Los docentes alertan sobre la falta de ortografía de los jóvenes. Y, como subtítulos, Internet deja más al descubierto las carencias en la escritura y En las redes sociales la expresión es más descuidada, según los expertos. Y no era que ese particular día no hubiese sucedido nada o no se encontraran a disposición del jefe de cierre las habituales noticias de terrorismo religioso, político, económico, existencial o terrorífico. Por eso, a mí me conmovió el hecho de que a alguien le hubiese parecido importante, por una vez, alertar a la ciudadanía pública no con un “Vienen los bárbaros”, sino con un “Llegaron los barbarismos”.
DOS En las páginas interiores y centrales, la mucha información sobre el tema asumía sin problemas su condición de SOS. Allí, últimas noticias del naufragio: pésima ortografía, peor sintaxis y el mandato divino de no superar los twitteables 140 caracteres obligando a suprimir vocales y consonantes. Y, cuando se salía de la pantalla para llenar la página, el testimonio de un catedrática advertía de la presencia de “textos sinsentido de frases kilométricas donde no hay comas ni puntos”. Y, tal vez, lo más importante de todo y lo de fondo sin fondo: la idea de que la buena ortografía ya no enorgullecía o daba cierto prestigio, sino que era considerada como una tiránica imposición de un sistema a derrocar por los indignados o –mejor, peor dicho y escrito– lo’ indinado’ a los que les “hirve” la cabeza.
Bienvenidos a la Era de Caballasca.
TRES Todo esto acompañado por los electrizados entusiastas que no dejan de apuntar que nunca se ha leído y escrito más que en estos tiempos. La cantidad por encima de la calidad. Otros, más cautos, afirmaban que la clave pasaría por encauzar este irreflexiva adicción al tecleo y a la lectura de pequeñeces hacia el placer meditado por las grandes cosas. Pero no va a ser sencillo, advertían. Esa misma doble página de La Vanguardia aportaba las siguientes cifras: el 37 por ciento de jóvenes entre 15 y 29 años no lee libros, y el 44 por ciento lee, sí, pero por obligación. Y –tal vez lo más inquietante– los más pequeños afirman leer con placer, pero ese placer se va perdiendo a medida que crecen. Es decir: lo que se añade en estatura humana se resta en altura humanística.
CUATRO Por los días de aquella primera plana, salía a la venta el libro Adéu a la Universitat: L’eclipsi de les humanitats, del académico y leyenda viviente local Jordi Llovet. Allí, Llovet se despide de un mundo del que, siente, ha sido despedido. Un mundo que no ha sido eclipsado (los eclipses son breves y pasajeros), sino que cabalga hacia ese largo crepúsculo que antecede a una noche eterna. Un mundo al que ya no le preocupan las Humanidades como materia de estudio y aprendizaje. Esas carreras que, en España, empiezan a terminar sin llegar a la meta, a faltarles alumnos (mientras el número de estudiantes universitarios ha crecido cerca del 28,5 por ciento en los últimos veinte años, aquellos que optan por carreras humanística se han reducido en un 15,8 por ciento y bajando), a colgarse como diplomas de peso muerto a la hora de buscar y encontrar un buen trabajo. Un mundo en que los estudiantes secundarios acceden a la universidad con conocimientos y preparación de segunda y “un desconocimiento casi absoluto de las lenguas clásicas, también de las modernas, incluida las de su padres, por escrito y oralmente”. Un mundo donde lo que prima y primará serán profesionales formados en disciplinas científicas y técnicas y económicas hiperespecializadas. Sépanlo: alguna vez hubo algo básico y que se le exigía a todo individuo llamado cultura general. Sépanlo también: la cultura general ha sido degrada a cultura soldado raso. Mucho correr y limpiar y barrer pero –cuando se trata de pasar al frente en el frente de batalla– tan sólo balas de salva en la pluma y la espada y la palabra. Y sálvese quien pueda.
CINCO Y todos los especialistas coinciden en algo: es en la teoría y práctica de las Humanidades donde se fortalece toda democracia. Allí es donde se desarrolla el sentido crítico y el afán por mejorar y avanzar. Lo que no explica que –por aquí– sean varios los “especialistas” que aventuran la casi imposible posibilidad de que Rajoy no le gane a Rubalcaba en las próximas elecciones generales porque no tiene Z. Me explico: todos los presidentes de la democracia española cuentan con la Z en sus apellidos. A saber: Adolfo SuáreZ GonZáleZ, Felipe GonZáleZ MárqueZ, José María AZnar LópeZ y José Luis RodrígueZ Zapatero. A Mariano Rajoy Brey le falta. A Alfredo PéreZ Rubalcaba sí. Todo muy lindo. Pero si es para esto que aplican la ortografía los estadistas y su entourage de sabios y cerebros –si se trata de ser supersticioso en lugar de racional–, la verdad que me quedo con los sanguinarios monarcas de Guerra de tronos. Se expresan mejor. Y parecen saber lo que hacen y lo que deshacen.
SEIS Y está el asunto ese del internacional informe PISA. Evaluación a nivel mundial del rendimiento de estudiantes de quince años que se realiza cada tres diciembres. Están quienes lo critican y están quienes le temen. España subió promedio en el último, pero sigue muy abajo. Puesto 14 entre 19 países. Y particular preocupación en el diagnóstico es la carencia al razonar y comprender y explicar lo que se lee. Tanto en página como en pantalla. Y más porcentajes: el 61,9 por ciento de los españoles mayores de 14 años lee libros. Este dato, bueno, sale de esas encuestas donde alguien pregunta “¿Lees?” y alguien responde “Por supuesto”. El tema perturba aún más cuando se va al detalle. ¿Qué es lo que se lee? Mejor no entrar allí, pero baste decir que casi nadie lee Hambre, de Knut Hamsum, y casi todos –a seguir bajando, descendiendo– leen los muchos, demasiados volúmenes de la Dieta Dukan mientras engordan sus perfiles en las redes sociales.
SIETE Y, así, el exceso acaba amortajando a las faltas. De ortografía y de humanidad. Mucho de nada o poco de mucho en lugar de bastante de todo. Días atrás leí una entrevista a Bob Woodward –uno de aquellos dos Watergate Boys que, investigando y escribiendo, consiguieron lo que jamás conseguirá Julian Assange filtrando– donde decía: “Hay una burbuja de información que acabará explotando como la inmobiliaria o la de las nuevas tecnologías. Con tantos blogs, tweets y rumores, la gente cree estar informada. Pero no es así. El sistema vive obsesionado por la velocidad”.
Aquí viene, aquí está: buscar y copiar y pegar a una velocidad inhumana, que no lleva a ninguna parte y que, paradójicamente, parece ser nuestro destino final, nuestra meta donde se nos entrega copa rota por el vértigo de ser más lentos.
Una velocidad que muchos escriben con b y con s.
Pero –eso sí– cada vez más rápido, ligeros, sin falta y con faltas.
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