Martes, 19 de julio de 2011 | Hoy
DEPORTES › OPINIóN
Por Daniel Guiñazú
El mundo mira por estas horas al fútbol argentino. Y no, precisamente, por sus últimos éxitos. Lo que causa extrañeza, estupor y curiosidad es por qué los entrenadores que, desde 2006 a la fecha, lo han dirigido en el seleccionado nacional (José Pekerman, Alfio Basile, Diego Maradona y Sergio Batista) no consiguieron que con la camiseta celeste y blanca en el pecho, Lionel Me-ssi fuera el jugador deslumbrante y decisivo que es cada vez que se calza la azulgrana del Barcelona.
Se esperan prontas explicaciones. Porque no se puede entender cómo un supercrack que marcó 53 goles en 55 partidos oficiales jugados en la temporada 2010/2011 lleva nueve partidos sin convertir en la Selección considerando los del Mundial de Su- dáfrica y los de la última Copa América. Y por qué se lo condena a resolver en soledad cuando está visto y comprobado que rodeado y contenido por un funcionamiento colectivo como el que ostenta el Barcelona, es lo que ha llegado a ser: el mejor jugador del mundo y, acaso, uno de los mejores de la historia.
O sea: el fútbol argentino todavía no sabe qué hacer con Messi en la cancha, salvo darle la pelota y esperar que decida todo por su cuenta. Y lo que se le ha ocurrido, mientras se espera que alguien encuentre la fórmula para hacerlo explotar, parece descabellado. Suponer que los problemas habrán de resolverse ungiéndolo como capitán y voz mandante en la cancha y en el vestuario no es lo mejor. Messi nunca será ese tipo de líder. Con la pelota, él habla en voz muy alta, más alta que la de ninguno. Sin la pelota, en la interna se lo respeta. Pero se lo escucha poco y nada.
Querer que Messi derive en un jefe de grupo con la misma personalidad arrolladora con la que Diego Maradona marcó su paso por la Selección entre 1977 y 1994 es desconocer las extraordinarias diferencias que hay entre el carácter indomable de Diego y la mansedumbre de Lio. Entre sus orígenes y su historia. Maradona se crió en el barro y la miseria de Villa Fiorito. Y debió hacerse rebelde, peleador e inconformista porque el medio se lo impuso como fórmula de subsistencia. Fue la manera que encontró para trascender de allí y trepar adonde trepó.
Messi, en cambio, fue un pibe de clase media. Que además tuvo problemas de crecimiento. Y que, por eso, salió retraído y callado. A la edad en la que todos se volvían hombrecitos, él siguió siendo un chico. Que encontró en la pelota un pretexto para ser feliz. Pero que jamás fue el patrón de la vereda. Otros, más grandes y fuertes que él, tomaron ese lugar. Y él se subordinó a ellos.
Depositar la responsabilidad de ser el capitán del equipo en la personalidad apocada de Messi será un peso que él aceptará como una distinción y una renovada muestra de confianza. Pero que no parece estar en condiciones de poder sobrellevar. La Selección necesita armarse futbolísticamente en torno de Messi. Rodearlo y comprenderlo de una buena vez por todas para que él vaya y defina los partidos. Ese es el liderazgo que puede y debe asumir. Creer que habrá de jugar mejor porque tiene un brazalete o esperar que la cámara lo enfoque gritándole a un compañero o protestándole al árbitro asemeja una tarea inútil y sin futuro. Un atajo que se elige recorrer para no hacer lo que verdaderamente hay que hacer.
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