Mié 24.08.2011

CONTRATAPA

Epitafio

› Por Marta Dillon

El sábado pasado comenzaron los ritos para el entierro de mi madre. Fue un inicio fuera del guión de las exequias, pero cualquier guión se disloca cuando las exequias se postergan 35 años. “¿Quién hizo la reducción?”, preguntó, por ejemplo, el empleado del cementerio donde finalmente será inhumada. “El tiempo”, contestamos casi a coro mi hija y yo frente a su mirada atónita mientras mi prima, que nos acompañaba, emitía una breve carcajada. El hombre insistió: “¿Qué cochería la trae?”, “ninguna, vendrá en su urna, montada en un camión y esperamos que acompañada por música y banderas”. No tiene caso describir el resto de la conversación, tal vez lo más destacable sea la insistencia del empleado en que nosotras no podíamos transportar restos, que para eso necesitábamos un pase, un documento. Los huesos de mi madre, también desde la burocracia del Estado, exigen una identidad, un documento. Otras conversaciones como ésta se fueron dando en la semana. Mientras escribo mi hija me llama y me cuenta que había habido una discusión en su trabajo sobre la pertinencia de la música en el entierro, no era una fiesta, decía, justamente, el encargado de poner música. Sí, también podría ser una fiesta, decía ella, al fin y al cabo recuperamos esos huesos amados para rodearlos del amor y el honor que no tuvo cuando fue enterrada como NN en un cementerio de la provincia de Buenos Aires, exhumada y vuelta a inhumar sin más ritos que una bolsa negra con un número asignado en la que se mezclaron los huesos de quienes habían encontrado la misma muerte clandestina. “¿Qué somos, Marta, hermanas de muerte?”, me preguntó hace unos días Clarita Bacchini casi al mismo tiempo en que se desdecía para inventar otros vínculos: “¿Hermanas de final? ¿Hermanas de la vida?” La vida y la muerte, pienso para mí, se cosen con el mismo hilo infinito de amores, dolores y lucha; que esa nunca falta, siempre a brazo partido. El padre de Clarita recibió la misma ráfaga que mi madre. El había sido cura católico, su hija es pastora metodista, ella supo que una de las últimas palabras de consuelo que su padre eligió para otros desaparecidos fueron un himno metodista.

No importaba el guión, entonces, cuando nos reunimos el sábado a preparar la nave en la que mi madre emprenderá su último viaje, esta vez sí, definitivo. Fue ella misma la que inspiró el acto. Desde que fue identificada, desde que se convirtió en una aparecida, mi camino está empedrado por la necesidad de devolverle carnadura a sus huesos. Para una niña de diez años mamá es un montón de palabras sueltas, un olor que emanaba su escote –tal vez fuera una mezcla de transpiración e Intimate, de Revlon, que tanto le gustaba–, la seguridad de su abrazo, la incertidumbre frente a preguntas imposibles como aquellas que buscaban mi acuerdo para sus decisiones aunque incluyeran una palabra que sólo en la superficie sabía qué significaba: riesgo. Para la mujer que soy, mamá empezó de pronto a ser una incógnita. ¿Sería tan audaz como la recordaba? ¿Tan sensual como la percibía?, ¿valiente y aguerrida como una amazona? Dónde trabajó, de quién se enamoró, de qué hablaba con sus amigas. La maestra y abogada se reveló también una artesana, una buscavidas que enhebraba collares o pintaba sobre tela para que estar sola y con cuatro hijos no se convirtiera en una restricción; una mujer que era capaz de invitar a un batallón a comer al puerto de Mar del Plata para después hacernos huir a todos sin pagar –ella era la última en salir, claro–, con tal de no perder sus placeres burgueses.

No podía dejarla ir en una urna funeraria, así que mis amigas y yo nos reunimos, cada cual trajo su ofrenda y su arte, para que eso que llaman su “última morada” sea lo más parecido a lo que ahora creo, le hubiera gustado. Y el aquelarre se produjo el último sábado. Entre las doce que estábamos encontramos una maestra de ceremonias, Alejandra, que además de amasar las pizzas supo dibujar en acrílico cada uno de nuestros deseos. Pintó una Evita Montonera sobre uno de los laterales de la caja que había mandado a hacer mi esposa Albertina, mientras Josefina nos explicaba a todas la paradoja de esa imagen convertida en icono, a Eva no le gustaba pero la juventud de los setenta necesitaba su ninfa en época en que las mujeres lo desafiaban casi todo para salir sobre sus plataformas junto a sus compañeros y por ellas mismas, cumpliendo con el codo a codo del poema aunque también cargando con los hijos que siempre terminaban siendo su responsabilidad. Raquel hizo lo que sabe hacer, bajarnos a tierra: escribió la palabra “mamá” y pegó, uno a uno, pedacitos de piedra verde para darle relieve. Lucila, en cambio, quiso hacer algo “orgánico” en el sector que tomó por asalto y que se convirtió en un mar con un cielo rojo como el que soñaron nuestros padres y madres. Si nos poníamos a hacer cuentas, teníamos sobre la mesa tantos muertos susurrándonos al oído como risas estridentes llegando al cielo. No fue casualidad, por supuesto, que fuéramos tantas Hijas –con esa mayúscula que le da un sentido unívoco al término– en esa noche; como tampoco era casualidad que no fuéramos sólo Hijas. Este entierro es nuestra historia común, lo sabíamos todas, lo sabemos todas y por eso la caja, la urna se fue hamacando en nuestras manos mientras la conversación iba del amor a la banalidad, de los hijos a las muertes. Albertina contó cómo le había explicado esa misma mañana a nuestra nieta de cuatro para qué era esa caja, cómo ella lo entendió sin más y hasta fue capaz de decirle a nuestro hijo de dos que insistía con meterse dentro, “¿estás loco?, ¿te crees que sos un huesito?”. A lo largo de la noche salieron otras fotos de nuestra vida en común: nos veíamos tan jóvenes en algunas, tan flacas en otras, tan dispuestas a la aventura siempre, que algo más que la urna de mi madre, era evidente, estábamos también fraguando en esa complicidad de risas, anécdotas, bebidas y trabajo compartido.

La muerte, siempre, sella su contraste sobre lo que se acaba. Quedará lo que fuimos, lo que dimos, ese perfume de magnolia que permanece en quienes amamos. Vaya a saber cuántos nombres se estuvieron velando el último sábado aunque fuera el de mi madre el que escribimos sobre la urna. Su historia, la de mi mamá, fue breve. Más que la de cualquiera de las que compartimos esa noche. Su presencia, sin embargo, ese perfume que como un rastro se puede seguir de quienes amaron y fueron amados, de quienes eligieron el arrebato de una idea poderosa pero tangible por sí mismos y por los otros, ha sido capaz de desafiar al tiempo. Algo de eso se hizo presente mientras las manos amigas le daban vida al último refugio de la muerte.

Tengo miedo ahora de despedirme. Me asomo al duelo, esa posibilidad que se celebra cada vez que se identifica a un desaparecido, a una desaparecida, con el temblor de quien no sabe exactamente lo que vendrá después. Siempre habrá algo que seguir buscando, pienso. O tal vez no. Tal vez todo lo que busco está en esta historia compartida entre la vida y la muerte; entre la historia de nuestros padres y madres y la que supimos hacer con nuestras propias manos, algo parecido a esa caja llena de colores que como un alhajero guardará lo más preciado, aquello largamente buscado.

A última hora, cuando intento cerrar estas líneas de las que dudo porque se parecen tan poco al epitafio que quería escribir, escucho la respiración de mi hijo menor muy cerca. Lo digo y me doy cuenta que no hay biografía que no se escriba sobre el propio cuerpo. Perdón, mamá, entonces si me voy por las ramas y la vida se impone sobre tus huesos. Pero algo de esto también te debo. Como se los debo a cada uno y cada una de los que hicieron posible haberte encontrado. Si la muerte sella su contraste no es contra tu corta vida sino con el largo triunfo que significa para tantos y tantas saber que estamos vivos, que podemos llevarte andando, que hay algo que hicimos juntos y que ese algo, muchas veces, como ésta, se parece a la victoria.

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