CONTRATAPA
El escándalo de la guerra
Por Jack Fuchs*
“Y Scherezade dijo: esto no es nada comparado con lo que contaré la próxima noche, si vivo todavía y el rey tiene a bien conservarme.” Las noches de Bagdad, entre los ríos persas de la civilización, no se negaban a los placeres de la narración, y los reyes sabían aceptar mil veces y una la ironía, la belleza, la seducción de una muchacha hasta el amanecer siguiente, el rey escuchaba y prefería posponer para siempre la sombría ejecución de un crimen. Hoy, como en el ‘91, la noche de Bagdad se parte, el efecto de las cámaras de televisión pone sobre el cielo de Bagdad un espantoso color verdemoco, el mismo color con que Joyce definía la incorreglible estupidez del nacionalismo. Se ve el cielo militar, metálico; está a punto de amanecer pero ya nadie pospone nada, dicen que es mejor no diferir, que hay que operar cuanto antes el órgano enfermo. Pasa un auto, otro. Hay luces todavía. Bush habla al mundo, pone a Dios de su parte, ni más ni menos, viene a presentarnos el espectáculo de la guerra. Pasen y vean. Un rato después, la imagen de Saddam, está leyendo de un anotador, encomienda al pueblo iraquí a la fuerza y la verdad de Alá.
La técnica nos trae otra vez la vieja guerra de los dioses. La era de la ciencia, de la iluminación y el impacto del futuro sigue abrazada al cuello del fanatismo y la religión. El sacrificio, manjar exquisito, comida sangrienta de los dioses, regresa por la CNN. Cuanta más fuerza se hace para hundir la pelota en el agua, más fuerza opone la pelota por salir a la superficie. Estoy sentado, tengo el control remoto apuntando sobre el aparato. Se me ocurre pensar que los amos de la civilización de esta época, este tiempo tan celebrado por la maravilla de sus progresos, son mucho más primitivos, más brutales y torpes que los de Las mil y una noches. Son las dos de la mañana en Buenos Aires. Estamos frente al absurdo. Y, aunque quizá no tenga valor la comparación, sé que no se trata de ellos. Que los rostros de la guerra son siempre otros pero siempre los mismos, que la historia humana es la historia de las guerras. Bush y Saddam son formas pasajeras de un desquicio general, permanente, que va dotándose en el tiempo de los instrumentos seguros y definitivos de una aniquilación completa. Si es irremediable que yo muera, ¿por qué no pensar que el mundo también está condenado?
Los argumentos son nuevos pero la matanza, la necesidad de matar, es un asunto muy viejo. Hay expertos internacionales en economía, analistas políticos, estrategas militares, ideólogos de la libertad y especialistas de la paz perpetua que vienen a explicarnos las razones de esta guerra. El petróleo, el reordenamiento del orden político internacional, la hegemonía unilateral del imperio, desarmar a los estados potencialmente favorables al terrorismo, quebrar la unidad europea, desestimar el derecho y situarse por encima del control y las normativas de Naciones Unidas, la batalla del euro y el dólar, todos estos son, es cierto, factores atendibles. Leo la prensa y, sin embargo, me resisto a compartir los sesudos análisis del periodismo, verifico hasta el hartazgo un juego de perversión evidente: el exceso, la proliferación de información que convive con el sentimiento de que no sabemos nada, de que los poderes nos mantienen, de hecho, convenientemente desinformados. Se culpa al dinero, se debe entonces eliminar el dinero, se culpa a una raza, se debe entonces eliminarla, se culpa a las religiones, se deben eliminar las religiones, se culpa el poder, se culpa a los reyes y a los súbditos, a los pobres y a los ricos, pero este modo de culpar oculta, encubre lo que está por detrás de la guerra, en la guerra. Lo que en general no se lee, quizá porque sea mucho más escandaloso admitirlo, es que de fondo no se trata ni del petróleo, ni del dominio político militar, sino de la necesidad humana de matar. Nadie interroga frontalmente, a esta altura, la frecuencia con que entre loshombres se hace presente una fuerza que los conduce al crimen masivo de la guerra. Es difícil aceptar que los hombres quieren matar por matar. La lucha por los bienes, los conflictos territoriales, la anexión, y las ideologías son construcciones, excusas que en la superficie ocultan el sentido primario de la guerra: dar una forma lógica y racional a una voluntad oscura e inconfesable. Los filósofos de Auschwitz hablaron del mal radical. Matar por matar es el mal radical. Yo siempre pensé que esto no podía constituir la forma particular y nueva del campo de concentración. Que no es nueva porque recorre toda la historia de la guerra, que el horror del campo en esencia es correlativo, con técnicas naturalmente adecuadas a su época, de procedimientos muy viejos de tortura, sometimiento y muerte. Que la guerra habla siempre de un nihilismo extremo, se mata por nada, se mata por el beneficio y el goce de matar. No hay ningún otro secreto, la guerra no soluciona nada, después todo vuelve a su lugar hasta que llega el momento de volver a empezarla.
Sé que a medida que pasan los años estoy volviéndome acaso de un pesimismo cada vez más pronunciado, sé que haber sobrevivido a las matanzas del nazismo quizá me ampara y me da la libertad –muy negra también para mi gusto– de decir las cosas en su simpleza, pero sé que si hay alguna forma posible de apaciguar este deseo humano de destrucción tendrá que partir de una mirada que lo ponga muy de cerca, cara a cara, que descubra en nuestro rostro de hombres la ferocidad, el aliento y la excitación del crimen.
Quizá sea a causa de este pesimismo, quizá es otra vuelta más, otro pliegue más de mi vocación talmudista: me niego a firmar solicitadas contra esta guerra, me niego porque no estoy contra esta guerra, estoy contra la guerra, y si firmo contra ésta se podrá interpretar que estoy a favor de otras. De esta guerra me conmueve, sin embargo, el carácter universal de la protesta, desde Nueva York hasta Sydney, de Londres a Buenos Aires, hay una conciencia de oposición a la guerra que no hubo hace pocos años atrás, afortunadamente hasta el Vaticano se manifiesta, pero lamento que esta misma reacción no haya tenido lugar en conflictos anteriores, por ejemplo durante los ocho años de la guerra entre Irán e Irak, en la que murieron un millón de personas. Al menos entonces la protesta a la que asistimos ahora nos da la ilusión de que puede hacerse algo contra la guerra.
* Sobreviviente de Auschwitz. Miembro del Pen Club.