Mar 21.02.2012

CONTRATAPA

Obra de arte

› Por Rodrigo Fresán

Desde Barcelona

UNO Ahí dentro, al final de un pasillo bien iluminado o en el centro exacto de una pequeña sala, dentro de un inmenso salón de exposiciones, espera Franco. Sin apuro. Con todo el tiempo del mundo. Zombi Nosferatu congelado por y para la Historia. Metido en una máquina de expender gaseosas, funcionando como metálico y faraónico sarcófago vertical. Y la gente se acerca. Y se toma fotos junto a Franco. Afuera, por supuesto, hace más frío.

DOS Este Franco, está claro, no es el verdadero Franco. No son los auténticos restos mortales respirando bajo una pesada losa en el monumental Valle de los Caídos, junto a tantos otros esqueletos identificados o anónimos y que fueron cayendo y desarmándose mientras se ensamblaba y erguía ese santuario más cercano al vértigo estructural de castillos sword and sorcery que a la supuestamente reposada y espiritual arquitectura católica. No. Este Franco es una obra de arte entre las muchas obras de arte expuestas la semana pasada en la madrileña feria internacional de arte conocida como Arco. Galeristas y artistas de todo el mundo haciendo negocios. Y ahí, en un rincón, lo del principio: Franco congelado ante la ardiente mirada de visitantes. Franco como pieza más comentada de todo el asunto. Y la verdad sea dicha: la única función y uso de esta creación de Eugenio Merino es la de causar cierto impacto mediático. Y poco más. Porque, como espécimen de arte moderno, es algo casi tan antiguo y anquilosado como lo que representa. Si algo tiene interesante, si algún efecto particular produce, es el de, francamente, volver a comprobar cuán fácil sigue resultando escandalizar plásticamente y ganar unos warholianos quince minutos de fama o ese tiempo exacto que se demora en orinar a la memoria de Duchamp.

El beneficiario de turno se llama Eugenio Merino y hace unos días declaró a El País que “Franco sigue siendo noticia. Y el refrigerar a Franco es una forma de mostrar que le tenemos constantemente en la cabeza. Somos un país anclado en el pasado y no paramos de hablar de él desde 1975”.

En eso no se equivoca Merino. Pero –¿recuerdan cuando el arte se limitaba apenas a mostrarse a sí mismo y nada más?– no hacía falta congelarlo y exponerlo para comprobarlo. Yo mismo cada vez escucho más –en susurros calientes, en metros, autobuses y negocios– aquello de “Con Franco estábamos mejor”.

TRES Y algunos de los que repiten semejante mantra, seguro, pertenecen o son simpatizantes de la Fundación Francisco Franco. El vicepresidente ejecutivo de la fundación antes mencionada, un tal Jaime Alonso, no demoró en apersonarse en ARCO acompañado de notario, para decir sus verdades y, de paso, fotografiar al falso Generalísimo para que sus instantáneas sirvan como evidencia en una demanda civil y, tal vez, querella criminal a todo y a todos los que se le pongan a tiro. Alonso definió la pieza como “una ofensa que ninguna civilización moderna puede tolerar” a la vez que –y esto es más extraño y críptico– “genera odio y atenta contra el sentido y la estética del arte”. Y lo cierto es que los dichos de uno y otro –de Alonso y de Merino– no configuran ninguna polémica interesante. Todo resulta bastante obvio y no hace otra cosa que poner de manifiesto las más bien fáciles y simplonas acciones y reacciones de provocadores y provocados. El automático reflejo de sus idas y vueltas. Todo muy infantil. Y –cuando ya todo haya pasado– difícil pensar en que alguien vaya a llevarse a ese Franco a su casa y lo ponga en el living para deslumbrar a las visitas.

Porque una cosa es un tiburón y otra es un dictador.

CUATRO Otra cosa es –recuerden– aquel tiburón en trance que en 1992 se hizo famoso e hizo famoso al alguna vez “young british artist” Damián Hirst. Lo vi en Londres, hace ya varios años, en una mega-retrospectiva suya en la Gagosian Gallery, en el corazón de Chelsea, titulada Teorías, Modelos, Métodos, Aproximaciones y Hallazgos. Y allí, flotando en líquido verdoso, estaba ese escualo. “Yo quería la cosa real. Que la gente pensara que se los podía comer en serio”, explicó Hirst en su momento. Y, de acuerdo, costaba poco y nada creer en ello. El Franco de Merino, en cambio, no asusta a nadie y parece más bien algo robado a alguna catacumba de algún laberinto del terror de provincias. Lo de Merino lleva el más bien torpe título de “Always Franco”, hay tres copias, y está valorado en 30.000 euros. Lo de Hirst se titula “La imposibilidad física de la muerte en la mente de alguien que vive” y comenzó valiendo unas 50.000 libras hasta trepar a los 8.000.000 o 12.000.000 dólares, no hay cifra exacta. Hirst puso 6000 libras de su bolsillo –cifra que incluía el encargo y recompensa al pescador a quien le encomendó la misión de conseguirle “algo grande”– para ponerlo a flotar en su limbo de formaldehído. El primer tiburón se deterioró y fue reemplazado por otro. Poca diferencia, y el crítico Robert Hughes continuó considerándolo “una obscenidad cultural”.

Merino, por su parte –nota para posibles compradores: Franco no va a pudrirse ni requerirá de mantenimiento alguno– trabajó con poliéster, resinas, pelo humano y ojos de cristal. “La gorra del uniforme fue lo más difícil”, precisó Merino, no sé si en serio o en broma, y qué más da.

CINCO En su prólogo a la versión corregida y aumentada y anotada de la muy adelantada e influyente La exhibición de atrocidades (de 1990, primera edición de 1969), el escritor J. G. Ballard apuntaba que: “En todo el mundo, los museos más importantes se han rendido a la influencia de Disney y se han convertido en parques temáticos”. El virus se ha extendido más y mejor a lo largo de la última década: retrospectivas cada vez más gigantescas condimentadas con piruetas virtuales, participación del público, la impresión de que el show empieza cuando uno llega. Así, en ARCO, lo de Merino, lo que en principio me parecía apenas una bromita leve, cobra verdadera sustancia y acaba de crecer a auténtica obra de arte casi sin darse cuenta. A saber, alguien fotografía al franquista Jaime Alonso fotografiando con su teléfono móvil a Franco dentro de su congelador. Y ahí sí se cierra el círculo y se pone la firma. El fan vivo y coleando de furia y el plácido fanático inmortal para sus seguidores. Todo eso ya no se llama “Always Franco” y –mirando la foto de agencia con que el periódico ilustra la noticia del incidente– yo me pregunto qué título ponerle.

Lo pienso apenas.

Ya sé: “La imposibilidad física de la muerte en la mente de alguien que vive”.

Se ruega no tocar.

Cerramos en quince minutos.

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