› Por Adrián Paenza
Los números componen el lenguaje universal. Independientemente del idioma que se hable, en cualquiera de los países occidentales hay símbolos que permanecen invariantes: los números. El número 9 se escribe igual en España que en Inglaterra y lo mismo sucede en Italia, Alemania, Francia, Croacia u Holanda, aunque en todos esos países el idioma oficial sea diferente. Hasta los chinos están produciendo su adaptación.
Por otro lado, hay otros símbolos que no se modifican con el idioma, y son aquellos que sirven para notar las operaciones aritméticas (que indican suma, resta, multiplicación y división, (+, -, ., /). Son los mismos en Brasil que en Bélgica pero también en Noruega, Grecia, Colombia, Irlanda, Panamá y Luxemburgo. Sin embargo, este grado de universalidad lo tenemos tan incorporado que parece totalmente natural. Y quizás lo sea.
También hay algunas palabras o expresiones que son invariantes ante el cambio de idioma: taxi, banana, OK, mamá y papá (ambas con o sin acento), sauna, enigma, TV, radio, whisky, radar, por poner algunos ejemplos, se usan indistintamente en muchísimos países de Occidente.
Pero, además de los números, símbolos aritméticos y algunas palabras que cruzan culturas e historias hay otro grupo de “comunicadores” que no distinguen barreras culturales ni idiomáticas y mucho menos históricas. Me refiero a un lenguaje sin palabras, pero que todo el mundo entiende.
En cualquier país del mundo, la disposición de las luces en los semáforos permanece invariante: rojo, amarillo y verde. Y la disposición geométrica es la misma: rojo arriba, amarillo en el medio y verde abajo. Es curioso que el mundo se hubiera puesto de acuerdo en algo que uno toma como una obviedad, pero en realidad no lo es.
Vayamos por otro lado y le sugiero que piense conmigo: debe haber habido un momento en el que apareció el primer teléfono. Alexander Graham debe haberse preguntado: “¿Cómo hago para que cuando haya una llamada entrante, la persona dueña del teléfono lo pueda advertir?”. Y la respuesta fue la conocida: ¡hacer sonar un timbre! Lo notable de esto es que ese timbre, ese sonido inconfundible, nos acompañó hasta hace muy poco tiempo. Los teléfonos sonaban todos igual, en las películas, en la radio y en cualquier parte del mundo y se transformaron entonces en un sonido reconocible que no necesita de la palabra hablada para comunicar. No hace falta que alguien diga: “El teléfono está sonando, atendé”. El sonido típico es el mensajero. Sin embargo, desde hace una década las formas de comunicar comenzaron a variar: ahora el tañido de una campana o de un timbre fue reemplazado por breves segmentos musicales. Más aún: es posible asignar un sonido diferente a cada persona que llama y, eventualmente, una foto o incluso un video. El lenguaje sin palabras en todo su esplendor.
Pero el teléfono provee otros ejemplos: históricamente, al levantar el tubo para “discar” (¿por qué seguimos hablando de discar una llamada cuando los teléfonos no tienen más discos rotativos y todo se hace a través de un teclado?) aparecía un tono. Ese era el indicador de que el teléfono estaba operativo. Esa era otra señal: el teléfono tenía línea, andaba. Hoy, los celulares no tienen tono de discado. Uno aprieta los números que quiere, pulsa otra tecla y listo.
¿Y los contestadores telefónicos? También fueron un avance, pero la luz titilante indicó siempre que había mensajes en espera. Hoy, con los sistemas más modernos, uno puede saber antes de atender quién es el que llama porque el número y/o el nombre aparece en el display. Pero eso requiere de palabras, en cambio el sonido distinto indica quién marcó del otro lado sin la necesidad de usar el lenguaje clásico. Y además está el llamado en espera que uno advierte por un sonido que se produce en la línea interrumpiendo brevemente su conversación. Otro mensaje que no necesita de palabras.
Otro ejemplo de la vida cotidiana: cuando usted se prepara para tomar un ascensor, se para frente a la puerta y aprieta un botón. Ese botón se ilumina, se enciende. Ese es también otro indicador. El ascensor le está diciendo: “Ya sé que me llamaste. Ahora esperá, ya voy”. Y encima, uno observa lucecitas en un tablero superior que indican el piso en el que está el ascensor y, además, si está subiendo o bajando o si está quieto. Lo mismo sucede cuando uno ya está dentro del ascensor y presiona el número al que quiere ir: se enciende una luz que indica que el mensaje fue tomado y comprendido. Más aún: cuando eso no sucede, si la luz no se enciende, eso podría sugerir que el ascensor no entendió. Uno está más preparado a pensar eso, que a suponer que la luz no funciona.
Ahora imagínese frente a su computadora, dispuesto a bajar un archivo que llega a través de Internet. En la pantalla y dependiendo del sistema operativo, aparece un “relojito” cuyas manecillas dan vuelta, o un pequeño “globo” que parece estar girando, o alguna otra variedad. Pero lo interesante es que es un mensaje de la máquina hacia usted, indicándole “no te preocupes, tardo un poco, pero estoy trabajando en lo que me pediste”.
Y, por supuesto, está el caso de los autos. El tablero que el conductor tiene delante de sí encierra un cúmulo de mensajes constantes que no requieren de palabras: una luz amarilla puede marcar que el tanque tiene poca nafta, una luz roja indica que la temperatura está por encima de lo normal, o incluso una luz azul (sí, azul) en el tablero que marca que usted tiene las luces “altas” encendidas. Y ni hablar de velocímetros o tacómetros (medidores de velocidad y revoluciones por minuto que da el motor).
Estos ejemplos parecen triviales (quizá porque lo sean) pero ya forman parte de nuestro paisaje cotidiano: uno solamente los advierte cuando alguno no funciona.
Pero ahora la tecnología está empezando a empujar las fronteras y es bueno empezar a tomar nota. Ha llegado la hora de los sensores. Desde hace varios años los aviones vuelan con piloto automático. Esto indica que sin la necesidad de la participación del hombre segundo por segundo, pueden despegar, volar, hacer modificaciones a la ruta si las condiciones anticipadas cambian e incluso aterrizar sin que el piloto tenga que intervenir, sólo monitorear. Pero la diferencia reside en que la mayoría de los mortales no estamos manejando aviones sino, en todo caso, computadoras, autos, teléfonos, televisores, etc. Y, por lo tanto, hasta que esa tecnología no llegara hasta nosotros, los ciudadanos comunes, sólo estaba reservada para un grupo muy particular y reducido de personas: los pilotos.
Hoy, los sistemas de GPS (Global Position System) están instalados en virtualmente todos los autos nuevos. Y si no, uno puede adquirir los navegadores por separado. Los sensores de nuestra posición permiten –sin palabras– hacer viajes en piloto automático también. Pero hay más: Ford, Lexus, Lincoln, Mercury y Toyota, ofrecen ahora la alternativa de que algunos de sus automóviles se estacionen solos, sin la necesidad de la participación de quien lo maneja. Los sensores van monitoreando la zona que usted elige hasta detectar un lugar que cumpla con las condiciones de proximidad necesaria entre los dos potenciales obstáculos (autos) que quedarán adelante y detrás del suyo. El auto se pone paralelo al lugar (como haría usted o yo). Lo único que se espera de usted es que apriete el acelerador y el freno, decidiendo la velocidad de la maniobra, pero usted ya no tiene el control del volante: eso lo hace la computadora. Es decir: el automóvil se “autoestaciona”.
La fábrica Mercedes Benz ya ofrece en el mercado automóviles (como los modelos CLS 63 y CLS 550 entre otros) que tienen el equivalente de una versión precaria de piloto automático. Usted fija la velocidad a la que quiere ir y se pone en un cierto andarivel (digamos en una autopista). El auto tiene sensores que detectan la velocidad de los autos que usted tiene adelante. Si no los hay, o si el espacio que media entre usted y los otros permite mantener la velocidad que usted eligió, el auto llega a esa velocidad crucero y la mantiene, pero lo increíble es que si un auto apareciera en el mismo andarivel que el suyo, entonces los sensores detectan inmediatamente el cambio en las condiciones externas y no solo reducen la velocidad (replicando lo que haría usted si estuviera “al volante”) sino que frenan el auto totalmente si la circunstancia lo requiere. Para todos aquellos que envían mensajes de texto mientras están conduciendo, este dispositivo resulta esencial, porque si uno quita la vista de la ruta, y quien va adelante suyo o bien frena o bien reduce la velocidad inesperadamente, su auto lo detecta y obra en consecuencia.
Sea a través de luces de diferentes colores, fijas o titilantes, fragmentos musicales, vibraciones, fotos, colores, timbres, tonos o números expresados en forma digital, el mundo que nos rodea se comunica con nosotros usando lenguajes que no requieren de palabras. Las máquinas usan sus idiomas particulares para establecer conexiones con los humanos, que de tan rutinarias se hacen transparentes, y entre todos componen una manifestación más de lo que se llama globalización.
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