Sáb 25.02.2012

CONTRATAPA

Colonialismo, colonos y colonizados

› Por Sandra Russo

Que un grupo de diecisiete personas que se presentan a sí mismos como intelectuales haya avanzado ahora sobre la idea de que los kelpers –así los llaman–, es decir, los habitantes británicos o descendientes de británicos que viven en Malvinas, tienen derecho a su autodeterminación, y que desconozcan o pongan entre comillas la soberanía argentina sobre las islas, ha dejado boquiabierto a más de uno. Es mucho.

Es casi una provocación a la densa masa de conciencia argentina al respecto, mucho más antigua que la guerra de 1982. Esa conciencia está bañada en diversas vertientes del pensamiento argentino. Esa conciencia ha acompañado tanto la idea de nuestra nacionalidad desde hace más de un siglo y medio, que precede a las que hoy recogen los partidos políticos. Esa conciencia, como quedó plasmado en el acto de la Casa Rosada al que asistió la oposición, yace bajo múltiples identidades políticas, recorre un espectro en el que caben de Carlos Kunkel a Federico Pinedo, pasando por los radicales, que son los que aportaron, en 1965 y bajo el gobierno de Arturo Illia, el éxito diplomático de la resolución 2065, cuyo cumplimiento reclama hoy la Argentina.

Los dirigentes de la oposición que acompañan el reclamo no se han vuelto kirchneristas, válgame el cielo, ni son funcionales a nada más que a su propia historia partidaria. Y eso no deja de ser algo a favor de sí mismos, y algo a favor de su posicionamiento frente a la sociedad. Porque los partidos políticos, todos, incluso los nuevos, tienen historia. Ninguno salió de un repollo y mucho menos de la televisión o un diario. No se puede hacer política sin una lectura histórica, porque para que el presente pueda asimilarse como algo que se empuja de una manera determinada hacia el futuro –cuál es esa manera es lo que diferencia a los partidos– es necesario leer cómo se constituye ese presente, y es imposible hacerlo sin comprensión histórica.

Muchos de los firmantes de esa carta suelen argumentar con frecuencia, al igual que los editorialistas de los grandes diarios, que el kirchnerismo es una fuerza comelotodo, y protestan cíclicamente porque los dirigentes de los que dispone la oposición no son lo suficientemente astutos o duros o eficaces para darle pelea. Nunca como hoy estuvo tan claro que los medios no necesitan ganar elecciones y que los teóricos de variado calibre tampoco. Los que deben reconvertir su actual cortocircuito con el electorado y presentarse como una alternativa real de representación política son los partidos.

Los dirigentes con raigambre, los que mamaron y honestamente creen que la política es la única herramienta válida para la puja democrática, lo saben. Leopoldo Moreau define como “antikirchnerismo bobo” a esa inercia que hasta ahora hizo plegarse acríticamente a la oposición a líneas editoriales cada vez más inverosímiles, útiles para sembrar malestar permanente, pero absolutamente inútiles para la construcción política. Los que tienen esa carga, ese deber y esa tarea pendiente son los dirigentes partidarios, no los medios de comunicación ni los aventureros teóricos que no temen sino que buscan el choque cultural con las grandes mayorías, pero también con numerosas minorías políticas argentinas, que gozan de banderas.

Sólo una lectura de coyuntura, privada de perspectiva, huérfana de legados y responsabilidades generacionales, puede confundir el avance con el retroceso. El consenso sobre Malvinas hace al país más fuerte, y el consenso sobre la vía diplomática también fortalece a los partidos que lo sostienen. Eso es, en realidad, lo que fisura a ese engendro malintencionado y tendencioso que es la cópula entre la política y las corporaciones. Y es algo bueno para todos que no sólo el kirchnerismo lea esta escena. Deberán hacerlo, como de hecho parece que lo han hecho, los dirigentes que estén decididos a salir al encuentro de su posible electorado con un proyecto distinto, pero proyecto al fin. Los espasmos iracundos de eventuales grupos de opinión seguirán circulando, como en toda sociedad democrática, pero la política por fin parece querer aflorar desde distintas posiciones, para dar los debates necesarios, pero también para dejar sentado que hay cuestiones profundas incrustadas en el corazón de un pueblo a las que se debe cualquier lectura histórica con sustento y correlato en nuestras vidas cotidianas. Y eso es una buena noticia para la oposición. Nadie en su sano juicio querría ser gobernado por un par de grupos económicos desquiciados por el desmembramiento de sus negocios. El electorado opositor también merece un tipo de representación que le asegure que serán sus intereses, y no los de las corporaciones, los que serán defendidos.

La soberanía sobre Malvinas es un derecho pero también un sentimiento, que no impide que los descendientes de los colonos británicos que viven en las islas amen ese lugar. Pero los colonos son un ítem aparte en la historia del colonialismo, y en todas las épocas quienes asumieron las ventajas que daba ir a poblar las nuevas conquistas coloniales, a medida que el mundo se ha ido descolonizando, han debido afrontar de diversas maneras la encrucijada en la que se encuentran y cuya responsabilidad histórica ha sido la pretensión imperial de diversos focos de poder mundial que se han ido diluyendo. Ese amor por el lugar tiene un pecado de origen. Ese pecado es el colonialismo, una bandera imperial que ya ha perdido todos sus precarios fundamentos históricos. Por eso Cameron dijo que la Argentina es “colonialista”: más allá del dislate, usó la palabra como un adjetivo peyorativo. En Cameron habló la época, a la que ni Cameron ni los grandes medios ni un grupo de intelectuales llamativos pueden evitar.

Posmodernos, ahistóricos, los que ponen en duda la soberanía argentina sobre Malvinas pasan como si nada, se saltean también la memoria de los pibes que yacen allí, y la de los centenares que produjo la desmalvinización que a ellos ahora y de repente les parece una idea novedosa. Desde la política, en cambio, cada cual puede oponer a esa argumentación falaz su propia certeza, su propia consigna, su propia tradición. Radicales, socialistas, comunistas, cada cual tiene con qué sentir este tema y cómo acomodarle el pecho. Del peronismo, llega clarita la de la JP de los ’70, tomada a su vez de la gran huelga general del Frigorífico Lisandro de la Torre de 1959, cuando miles de obreros resistieron la privatización del frigorífico municipal más grande de América latina: patria sí, colonia no.

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