CONTRATAPA › A PROPOSITO DE LA “LUJURIA” DEL OBISPO DE MERLO
› Por José Pablo Feinmann
Lo del obispo Bargalló demuestra que la castidad que la Iglesia impone a sus súbditos es una agresión a la condición humana. Un cerrojo a la naturaleza del cuerpo, que tiene tantos derechos como el espíritu. Pero la cosa ya es irremediable, de tan lejos viene. ¿Por qué tanto empeño en proteger y demostrar la virginidad de María? Otros hombres de la Iglesia (muy superiores al obispo de Merlo-Morón) han sentido la tentación del pecado, de la lujuria. Y no se han ido a esconder a una playa exclusiva, carísima de México, para realizarlo y luego callar, sino que lo han confesado abiertamente, incluso con una prosa que suele sorprender por su belleza. Otros hombres –más consagrados a su Dios que el obispo Bargalló– sufrieron la tentación carnal y se entregaron a ella y lo dijeron valientemente, sin andar fraguando mentiras, tonterías escasamente creíbles para salir del paso. Me voy a referir a uno de ellos, al autor de las Confesiones, a San Agustín, a quien el obispo de Merlo habrá leído seguramente tanto como yo, que no he dejado de hacerlo desde muy joven, desde que cursaba en Viamonte 430, en la vieja Facultad de Filosofía y Letras, la materia Fenomenología e Historia de las Religiones.
San Agustín vivió entre los años 354 y 430. Las Confesiones es el más íntimo y hermoso de sus libros y seguramente uno de los más auténticos que el catolicismo ha hecho nacer. Se trata de un libro fascinante, sobre todo en sus primeras partes, en las que un joven demasiado joven no puede sobrellevar las exigencias de la pubertad y a la vez adorar a su Dios aceptando las exigencias terribles que éste le impone a su cuerpo. De esta forma, el libro se convierte en una amarga queja (como si Job surgiera otra vez ante Dios, cuestionándolo) que un ardiente pecador le presenta a su Creador. “Quiero acordarme ahora de mis fealdades pasadas y de las carnales torpezas de mi alma. Y lo hago, no porque ame estos pecados, sino para amarte a ti, Dios mío (...) Pues en mi adolescencia ardía en deseos de hartarme de las cosas más bajas. No dudé en embrutecerme con varios y oscuros amores” (Libro II, Capítulo I). Y sigue adelante el que luego será recordado como el Santo de Hipona. Pero decir “sigue adelante” es injusto con él. Porque cualquiera que se pone a escribir puede adelantar en su tarea. Agustín, por el contrario, inicia el Libro III con un texto digno de la mejor literatura, erótica. No sólo la prosa es subyugante, sino el ambiente que, en pocas palabras, pinta: “Llegué a Cartago y me encontré en medio de una crepitante sartén de amores impuros” (Libro III, Capítulo I). ¿Leyeron eso? “Una crepitante sartén de amores impuros.” ¿Qué se freía en esa sartén? ¿Qué comida exquisita, irresistible? El texto pareciera extraído de la mejor prosa de un autor caribeño. García Márquez lo aceptaría. Sigue: “Pues aunque mi verdadera necesidad eras tú, Dios mío que eres alimento del alma, yo todavía no sentía tal hambre (...) La salud de mi alma no era buena y, llena de úlceras, se lanzaba desesperadamente fuera de sí, restregándose con el contacto de las cosas sensibles” (Ibid.). A los dieciséis años, ¿quién puede contener a este púber que se desboca tras la lujuria? Agustín compara el deseo con las marejadas, con las corrientes profundas de un mar incontenible que lo lleva a playas que no desea y, a la vez, desea sin poder frenarse, sin nada que le dé la fuerza para hacerlo. Sigue: “Pero una vez más volvía a preguntarme: ‘¿Quién me ha hecho a mí? ¿No me ha hecho mi Dios, que no sólo es bueno, sino la misma bondad? ¿Pues de dónde me vino a mí el querer el mal y no querer el bien? (...) ¿Quién puso esta voluntad dentro de mí? (...) Y si la puso el diablo, ¿quién hizo al diablo?” (Libro VII. Cap. III. Subr. nuestro). Y aquí nos arrostra su texto decisivo: “Pero entonces, ¿dónde está el mal? ¿De dónde viene y por qué se ha colado en el mundo? ¿Cuál es su raíz y su semilla? (...) ¿De dónde viene, pues, el mal, si Dios hizo todas las cosas y siendo bueno las hizo buenas? (...) Pero tanto el Creador como su creación son buenas. ¿De dónde procede el mal? ¿Es que, acaso, era mala la materia de donde sacó el universo? (...) ¿Y por qué esto? ¿Acaso Dios no tenía poder para transformarla y cambiarla de todo modo que no quedase de ella rastro del mal? ¿No es acaso omnipotente?” (Libro VII. Cap. V). La formulación es extrema, la queja alcanza su mayor densidad: ¿Por qué existe el mal? Si Dios es pura bondad y es omnipotente, ¿por qué no destruye el mal? Si no lo hace, ¿Dios quiere el mal? ¿Hay mal en Dios, ya que tanto lo tolera? ¿Se solaza Dios con el mal? En suma, las quejas de Agustín se resumen en afirmar que no puede evitar el pecado de la carne, huir de la lujuria, que su pubertad es una marejada impura que lo ahoga y, en esas aguas, él es un pecador que goza. Y si eso que a él le ocurre es, para Dios, el mal, ¿quién lo creó? Sólo El pudo hacerlo. ¿Por qué lo hizo? Y si es totalmente bueno y omnipotente, ¿por qué no lo elimina? ¿Acaso tolera el mal porque también está en El? ¿Con qué derecho su Dios lo lleva a decir algo tan desgarrador como: “Pobre de mí, ¿quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte”? (Libro VIII. Cap. V).
Pequeño obispo de Morón, ése es el coraje. Usted, sugerimos, debió decir: “Sí, pequé. Yo, un hombre entrado en la cincuentena, me vi arrastrado al pecado de la carne. ¿Qué podemos pedirles a nuestros jóvenes curas? Yo, al menos, incurrí en la lujuria con una mujer, divorciada y con una vida hecha. ¿Qué tiene de malo? ¿No es peor arrastrar a nuestros jóvenes curas, a los púberes que alojamos tras las paredes de nuestros monasterios, a vejar niños? ¿No es peor que viejos sacerdotes de vieja y ajada fe también lo hagan?”. Así habría sido respetado y hasta tendría un lugar en la historia de la Iglesia. Pero no: usted sucumbió a Santo Tomás de Aquino, que aún es el Padre de la Iglesia y cuya Summa Teológica es la verdad supre-ma. ¿Qué dice el santo de Aquino? La Summa consiste en una serie enorme de preguntas que el Santo responde. Formula la pregunta, luego las objeciones y por fin la solución. Todo está resuelto ahí. Se ocupa de cuestiones que el obispo de Morón debió consultar antes de irse a México a bañarse en aguas de lujuria. Por ejemplo: La abstinencia, ¿Es la abstinencia un mal? La castidad, ¿es la castidad una virtud? La virginidad, ¿consiste la virginidad en la integridad de la carne? ¿Es ilícita la virginidad? ¿Es la virginidad una virtud? ¿Es la virginidad más excelente que el matrimonio? Las especies de la lujuria: ¿Es pecado mortal la fornicación simple? ¿Es la fornicación el pecado más grave? ¿Existe pecado mortal en los besos y en los tocamientos? ¿Es pecado mortal la polución nocturna?
Bien, nos detenemos aquí. El obispo Bargalló sabía todas estas cosas. Sabe que la Iglesia cree en Santo Tomás. Entonces, ¿por qué abandonó la abstinencia? La castidad. ¿Ignoraba que la virginidad es una virtud? ¿Cómo se entremezcló con una divorciada? ¿Ignoraba que la fornicación simple y la compleja y vaya a saber cuántas más son pecado? ¿Ignoraba que los besos y los tocamientos son lujuria? ¿En cuántos besos y tocamientos incurrió con esa divorciada? ¿Por qué hizo lo que hizo? ¿Acaso por evitar el pecado mortal de la polución nocturna del que sólo se huye por medio de la fornicación simple?
Entre San Agustín y su corazón desgarrado y Santo Tomás y sus leyes inquisitoriales se mueve la Iglesia. El cardenal Bergoglio dijo que había “tristeza en la Iglesia” por las acciones del obispo de Merlo. El cardenal Bergoglio debe tener la Summa de Aquino clavada en el centro de su corazón, aniquilándolo. La Iglesia debe volver a la angustia agustiniana y –con ella– entrar en el siglo XXI. Debe también volver a la humildad del profeta de Nazareth y su desdén por las riquezas y decidirse a luchar contra la pobreza y la injusticia. De lo contrario morirá. Y si persiste en seguir como hasta ahora sería deseable que lo haga o que, al menos, se vuelva impotente y deje al mundo seguir su rumbo, hacia el desastre o hacia la vida, pero sin castradores medievales.
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