› Por Rodrigo Fresán
UNO Como si la situación no fuese lo suficientemente espantosa –el mismo día en que el gobierno español anuncia que en apenas medio año ya se ha acumulado todo el déficit fiscal disponible para este 2012– se presenta entre nosotros una nueva canción de Alejandro Sanz. Una traumático ulular ronco y amorfo imposible de tararear y desbordando demasiadas palabras por cada verso que te recuerda al ala de máxima seguridad de un frenopático y que te da ganas de –en este orden– arrojarte por el primer balcón que se te ponga a tiro y de disparar a quemarropa sobre multitudes. El nuevo “hit” de Sanz reincide en esa especie de letanía flamenca Made in Miami y –siguiendo la estela de su pop negativo, con títulos como “No es lo mismo” y “No importa”– se llama “No me compares”. Y sale del inminente álbum La música no se toca. Buena recomendación/advertencia para el propio Sanz, piensa Rodríguez. Lo que se le dice a un niño: no lo toques porque se rompe. Pero Sanz sigue tocando y rompiendo. Y Rodríguez se pregunta si la canción tendrá que ver con el para él también insufrible y más kilómetrosexual que metrosexual Cristiano Ronaldo. Ese Patrick “American Psycho” Bateman del fútbol, pero sin nada de la gracia del personaje de Bret Easton Ellis. “No me comparen con Messi”, solloza Cristiano. Y sale a jugar. Y pierde. Y mira a cámara y pena su penal no pateado con un “Qué injusticia”. Sin que se le mueva un pelo, peinado impecable. Y lo siguen comparando. Para mal. Y escucha esa canción. Y, como Rodríguez, tiene miedo.
DOS Y si hay algo que a Rodríguez –aunque sean días de calor africano– le da más escalofríos que una canción de Alejandro Sanz, ese algo es Alemania. Como a muchos europeos en general y a españoles en particular. La eterna comparación de España con Alemania ya desde ese aguileño escudo que vio y admiró y temió por primera vez en su infancia. Siempre, Alemania como una especie de Mordor y ahora Merkel (retratada/comparada como/con una suerte de Terminador en la portada de The New Statesman y responsable de ese barco continental que se hunde en la portada de The Economist y usando a Rajoy como felpudo en la portada de El Jueves rebautizado como Die Jueven) como una Margaret Thatcher panzerizada lista para arrasar con todo lo que se ponga en su camino. Merkel ha conseguido financiar a los suyos a un bajísimo interés y, es comprensible, tiene pocas ganas de cambiar las reglas de un juego que es suyo y, por lo tanto, lo atiende más allá de lo que piensen y pierdan el resto de los jugadores. Merkel es la buenísima mala de la película y Europa toda funciona ahora como una de esas familias de telenovela mexicana (esas que el azteca y flamante galán presidente para señoras prometió mejorar como parte de su programa de gobierno) donde todos dicen amarse para clavarse cuchillos por la espalda y robarse los tenedores del banquete. Así, los analistas dicen que la cosa pasa o pasará, de aquí en más, por alemanizar Europa o por europizar Alemania. Los paranoides conspirativos denuncian una silenciosa y revanchista Tercera Guerra Mundial. Y los españoles soñaban con la gesta/gesto de ganarle a la Merkel en un estadio de fútbol. Pobre premio consuelo para desconsolados que no pasan un día sin que se les cante una nueva mala noticia como des/compuesta por el autor de “Corazón partío”. Y por encima de todo y todos, sí, la eterna e interminable y despegadiza comparación –la verdadera canción y cantinela de este verano– con aquello que se fue pero no podía ser. Y que ya no es.
TRES Y gana la incomparable España y a Rodríguez no le interesa el fútbol pero sí disfruta de ver perder a Cristiano. Y cuando le preguntan a Cristiano por esa costumbre de la afición mundial de cantarle desafinada y sanzianamente “Messi... Messi... Messi...” cada vez que toca la pelota, Ronaldo aprieta los dientes y responde que es “cosa del deporte” y de “la competitividad”. Pero, se dice Rodríguez, lo cierto es que a Messi nadie le canturrea “Cristiano... Cristiano... Cristiano...” cada vez que hace lo suyo.
Rodríguez, aquí y ahora, siente todo el tiempo y en todas partes a una especie de coro nibelungo clamando “Deutschland... Deutschland... Deutschland...”. Rodríguez lee algo muy bestialmente divertido en una novela –Esperanza, del judío blasfemo Shalom Auslander– donde se argumenta que Hitler era el hombre más optimista del siglo XX porque “¿Alguna vez has oído algo más escandalosamente optimista que la Solución Final? ¡No sólo el hecho creía en que pudiese existir una solución sino, además, una Solución Final!” Rodríguez lee y se ríe con algo de culpa y, a su lado y a su libro, en ese bar, alguien dice que “España tiene el doble de políticos que Alemania y Alemania tiene el doble de población de España”. Pocas ganas siente Rodríguez de comprobarlo vía Google. Tampoco, por las dudas, quiere acercarse demasiado a esa nueva ideíta del Súper Ministro Continental de Finanzas; porque si los ministros sin súper-poderes ya son pésimos... Ahora, ya se acabó la Eurocopa, finalmente dirimida entre sureños e indisciplinados Piigs. Y todos esos términos –”activos tóxicos”, “bonos basura”, “banco malo” y, próximamente, “moneda caca” y “banquero culo” y “presupuesto pis”– ya no estarán atenuados por lo que, para Rodríguez, es otro misterio de la nomenclatura tecno/estratégica porque, por favor, qué cuernos es todo eso del “falso 9”, ¿eh?
CUATRO Queda el fútbol, sí. El fútbol permanece y alivia un poco o distrae por un rato. El curioso e ilusionante efecto óptico o la efectista ilusión óptica –ver todo rojo– de La Roja funcionando como el reflejo perfecto ofrecido por el espejo deformante de un país. Como si La Roja, incomparable, fuese un bondadoso Dorian Gray y España el putrefacto retrato. En la selección española todos se quieren, todo funciona, todo sale bien, y la épica se sirve envuelta en un curioso ambiente de familiar humildad. La Roja es un poco como los héroes de esas películas de la Segunda Guerra Mundial: The Dirty Dozen o Kelly’s Heroes o Inglorious Basterds. Adorables segundones de primera que acaban derrotando al Tercer Reich. Ahora, de nuevo, por tercera vez, todo es festejo y catarsis. Pero ni aun así Rodríguez puede dejar de comparar y de pensar en y con Alemania mientras hasta Rajoy es reivindicado por “aguantar” sobre los rieles y detener el paso avasallador de la locomotora alemana en la última cumbre; aunque, aún así, siempre ofreciendo perfectos estribillos cantinflescos para la próxima de Sanz del tipo “Si hay algo se lo comunicaremos oportunamente, y si no hay nada no se lo comunicaremos oportunamente”. La final –está claro, está oscuro– no es el final de nada. Ahora, empieza el verano y las hordas del Norte vuelven a enarbolar jarras de cerveza tamaño jumbo-dumbo y quemar sus pieles pálidas bajo el sol mediterráneo. Algunos, advierten los atemorizados locales, son neonazis y todo eso. Pero no. A Rodríguez no lo engañan. Son, apenas, gente con ganas de pasarla muy bien lo más barato posible. Y, cuando la cosa se ponga difícil y peligrosa, Rodríguez tiene el método perfecto para espantarlos. La solución final: “No me compares” de Alejandro Sanz, a todo volumen, por los altoparlantes. Y –qué justicia– sonreír mientras se los contempla huir de regreso a su horizonte.
Campeones.
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