Mar 09.10.2012

CONTRATAPA

Homo viejo

› Por Rodrigo Fresán

Desde Barcelona

UNO Rodríguez –ante la llegada del otoño y sus gripes, habiendo leído que la mayor parte del calor corporal se nos escapa por la cabeza– se pregunta si no será tiempo de empezar a usar sombrero. Como hacen los viejos de voces crocantes y añejas. Como Bob Dylan, con ese sombrerito de Billy The Old Kid, gruñendo su nuevas canciones tan pero tan sangrientas y vengadoras. O como Leonard Cohen, con ese borsalino ladeado en plan cruza de Carlos Gardel sobreviviente con Philip Marlowe retirado. Rodríguez fue a oír a Cohen al Palau Sant Jordi y lo vio desde muy alto y muy lejos, desde los asientos más baratos. Cohen parecía tan pequeñuelo como un noviecito en la cumbre de un pastel de boda sin muñequito de novia, porque el cantautor canadiense lleva años actuando de sátiro otoñal sin alianza y saludos a las Suzannes y Mariannes de este mundo. Rodríguez –en las orillas de su quinta década en este mundo– quiso recordar cuándo escuchó por primera vez aquello de “Well my friends are gone and my hair is grey / I ache in the places where I used to play” en la canción “Tower of Song”. Y enseguida Rodríguez comprendió que no solo no se acordaba sino que, además, ya no se iba a acordar nunca.

DOS Rodríguez no es viejo. Todavía no. Falta un poco y –tocar madera– Rodríguez tiene por delante unos quince o veinte años más o menos “buenos” y el terror creciente de los chequeos médicos cada doce meses. Rodríguez no es aún un No-No (uno de esos ancianos que no produce y que no es útil para nada salvo para funcionar como súper-abuelo todo terreno llegando incluso a mantener a sus propios hijos) y tampoco califica como Ni-Ni (uno de esos jóvenes que ni trabajan ni estudian y que, según las encuestas, sólo sueñan con triunfar en el fútbol o meterse en uno de esos reality shows caligulescos como el pronto a estrenarse MTV Gandía Shore, donde se trabaja de beber y follar y se estudia cómo apuñalar por la espalda y serrucharle el piso a tu coleguita).

Ahora mismo, la televisión encendida, la hija y el hijo de Rodríguez contemplan absortos una nueva entrega del duelo interminable Barça-Real Madrid ahora potenciado como metáfora secesionista. La hija fantasea con ser novia de crack y el hijo con tener una novia como las de los cracks. Una y otro son como dos jubilados prematuros mirando a un puñado de jóvenes multimillonarios correr tras un balón.

Rodríguez, en cambio, está justo a la mitad de su propio y privado Rubicón. Aún trabaja (y tiene trabajo) y todavía goza de cierta inquietud intelectual. Ahora mismo está leyendo Joseph Anton, las memorias fugitivas de Salman Rushdie. Y disfruta de su obsesiva compulsión por recordarlo todo como un Funesto el memorioso y de que estén narradas en tercera persona; como si Rushdie se viese a sí mismo desde afuera, como en uno de esos breves interludios de muerte clínica; solo que a Rushdie esa experiencia fuera del cuerpo le ocupa once años donde, de algún modo, se ha sentido más vivo que nunca. Hay momentos en que Rodríguez se imagina viéndose a sí mismo y se siente persona de tercera, piensa, mientras contempla una foto de Rushdie, sonriendo, con un sombrero Panamá blanco. Y se pregunta cuánto tiempo faltará para que lo cacen. No a Rushdie; a él.

TRES Mientras tanto y hasta entonces, todo parece indicar que las cosas no serán muy sencillas. Sobran las presas. A su alrededor, el paro aumenta y disminuyen los afiliados a la seguridad social (de cuyo pozo/bote saldrá, se supone, el dinero de su pensión y retiro cuando llegue la hora señalada); la gente protesta en las calles y alrededor del Congreso (y, por un rato, desde el gobierno, se sugirió el verbo modular para moderar las cada vez más frecuentes protestas y manifestaciones que ya son casi 3000 este año, nada más que en Madrid) y es exculpada por un juez por entender su disgusto ante “la convenida decadencia de la clase política”; Rajoy continúa regurgitando largas frases supuestamente graciosas en las que se enreda solito para no explicar si va a pedir el rescate y no hace caso de los despachos ibérico-catastrofistas de The New York Times; se ha alcanzado el nivel más bajo de empleo en nueve años; los niños dan palizas a los padres porque les cortan la cuota del móvil; y ya se anuncia desde la Comisión Europea el fin, veinticinco años después de su nacimiento, del legendario programa de becas estudiantiles Erasmus (una mezcla de Dead Poet’s Society con Porky’s) lo que, seguramente, devendrá en una aún menor tasa de natalidad en un paisaje cada vez más arrugado.

No confundir la coqueta Marca España –país donde se anunció que a partir del 2013 Bayer fabricará el ciento por ciento de sus aspirinas– con las maquilladas marcas de España.

CUATRO Y los periódicos hablan de “economías envejecidas”, que serán cerca de 90 a mediados de este siglo, en menos de una década habrá en el mundo 1.000.000.000 de personas de 60 o más años; en 1950 había apenas 250.000.000. Y advierten que cada vez hay más naciones donde el consumo de recursos de los mayores supera al de los jóvenes. Y los jóvenes –que ni trabajan ni estudian– no generan recursos ni aportan capitales. Ha aumentado, sí, el nivel de esperanza de vida, pero, con él, ha descendido el nivel de esperanza de una vejez reposada y lúcida y sabia. Eric Hobsbawm murió a los 95, de acuerdo; pero es la excepción de un ser excepcional, aunque a Rodríguez su visión utópica del comunismo se le antoje más bien conmovedora en su inocencia.

Rodríguez recuerda haber leído, hace unos años, La viuda embarazada de Martin Amis –quien cuestionó a Hobsbawm su aceptación de un paraíso con tantas cláusulas– y subrayado varios párrafos. Ahí están sus marcas al margen de lo que sigue y tiembla: “Así funciona la cosa. Mediada la cuarentena tienes tu primera crisis de mortalidad (la muerte no va a ignorarme), y diez años después tienes tu primera crisis de edad (mi cuerpo me susurra que a la muerte ya le estoy llamando la atención)”. Y otra página donde se habla de la vejez como de “el papel de tu vida” en “un film de terror de bajo presupuesto que se reserva lo peor para el final”, mientras Amis profetiza una revolución asesina de viejos a manos de jóvenes cansados de financiar sus longevos retiros. Por el momento, Rodríguez ayuda a financiar el retiro de Leonard Cohen, estafado por su agente y obligado a salir a la carretera. Y lo recuerda ahí abajo –hombre viejo trabajando– minúsculo, sobre el escenario, de rodillas y con los brazos abiertos, un poco absurdo, la verdad sea dicha, susurrando que “Everybody knows the deal is rotten”.

A la salida del recital, Rodríguez bajó escaleras del Montjuic saltándose escalones, corrió atléticamente por el andén del metro y, con una insospechada gracia y eficiencia, saltó dentro del vagón justo cuando la puerta se cerraba. Ya sentado y rumbo a casa (tan satisfecho con su hazaña, memorizando día y hora y nombre de la estación, haciendo historia, saludando a los que no alcanzaron a subir al tren con un sombrero mental que todavía no usa) Rodríguez no pudo evitar pensar, con un escalofrío, algo así como “Probablemente ésta haya sido la última vez que mi cuerpo me permita hacer algo así”.

Hallelujah.

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