Jueves, 22 de noviembre de 2012 | Hoy
Por Mario Goloboff *
Se cumplen noventa años de la muerte de Marcel Proust. Un hombre que vivió con más intensidad interior que exterior, no mucho tiempo y muy enfermo, pero dejó una de las obras más vastas (inconmensurables, sería mejor decir), complejas, penetrantes y sutiles de la literatura de todas las épocas. A cuya comprensión e interpretación nadie ha podido acceder por completo, todavía. ¿Se trata, realmente, de una exploración del tiempo, como parece enunciado por él mismo en su bello título? ¿Como sostiene igualmente el gran filósofo Paul Ricoeur, para quien “la experiencia del tiempo puede ser la apuesta de la novela, no en razón de los préstamos que ella hace de la experiencia del autor real, sino en virtud del poder que tiene la ficción literaria de crear un héroe-narrador que persigue cierta búsqueda de sí mismo, cuya apuesta es, precisamente, la dimensión del tiempo”. ¿O, en cambio, de una búsqueda de la verdad a través de los signos (Gilles Deleuze)? ¿O del formidable pretexto para una minuciosa descripción social y mundana que no escatima detalles, observaciones, condenas, como desde su publicación han sostenido, no sin fundamento, muchos socio-críticos?
El mencionado título, que independientemente de su veracidad da una orientación a veces contradicha por el texto, es, por otro lado, también un hallazgo. Nada casual, sino trabajado hasta el agotamiento, como cada línea de Proust: “Las estalactitas del pasado”, “Ante algunas estalactitas del pasado”, “Reflejos en la pátina”, “Los días retardados”, “Visita del pasado que tarda”, “El pasado tardío”, “El Viajero del pasado”, “La esperanza del pasado”, “El pasado prorrogado”, “Los reflejos del tiempo”, “Los espejos del sueño” son algunos de los ensayos de títulos caídos a través de intentos y desestimaciones, y el coronamiento del que, a todas luces, suena como el mejor y lo inscribe definitivamente en nuestra historia, En busca del tiempo perdido.
Por vía paterna, Marcel Proust procede de antiquísimas familias de la ciudad de Illiers (ahora Illiers-Combray, como en su novela), distrito de Chartres, en el centro de Francia, y por la materna de comerciantes en porcelanas y financistas judío-alemanes (Weil-Berncastel) de la región de Wurtemberg, en el suroeste de Alemania. Poco después de la boda de sus padres se produce el sitio de París por parte de Prusia, que dura cuatro meses, y a la madre le toca un embarazo no alejado de los tumultos de la Comuna, cuyo alzamiento se mantuvo entre marzo y mayo de ese año 1871, hecho que se recordará siempre cuando se refieran las debilidades del pequeño y sus enfermedades supuestamente congénitas. Nace, así, en el mes de julio de un año más que histórico. Vive una infancia cuidada y dolorida, una escolaridad discontinua pero elevada, una adolescencia donde comienza a despuntar fuertemente su sensibilidad, al extremo que confía a su profesor de Filosofía, Alphonse Darlu, ver su “mal moral” en ese desdoblamiento que no le permite volcarse enteramente al exterior para pensarlo porque lo tironea permanentemente una visión “abierta sin cesar sobre la vida interior”.
Sin embargo, su mayor conflicto en el campo espiritual y en el de las ideas se origina en el extraño judaísmo al cual su madre jamás renunciará expresamente, lo que no le impedirá bautizar y criar a un hijo católico. Del tironeo permanente entre aquella adscripción carnal y sanguínea y su formación intelectual y moral dará testimonio toda la obra y hasta el intento de construir “una catedral” con ella, de ahí que constantemente aparezcan o se revelen invocaciones religiosas en sus símbolos más conocidos. Para no dar más que un ejemplo, bien emblemático por cierto, y para comprobar la densidad de imágenes y de conocimientos de Proust que se concentran en cada página, es bueno señalar algunas proyecciones de la célebre “madeleine” entre las tantas que detecta Julia Kristeva en Le temps sensible. Luego de ser no más que un “biscote” en varias versiones de los originales, aparece la famosa “madeleine”, que es un bizcocho, galleta o masa seca existente en la región, pero también una “referencia originaria (que) nos hace remontar a tres personajes evangélicos: la pecadora anónima (Lucas VII, 36-50), quien ungió con aceite perfumado los pies de Jesús; María de Betania, hermana de Lázaro y de Martha (Lucas X, 38-42; Juan XI, 1 - XII, 3); María de Magdala, quien fue la primera en reconocer a Jesús resucitado, después de haberlo tomado por un hortelano (Juan, XX, 16)”.
Pero lo que hace estallar este conflicto interior y pone resueltamente a Proust del lado antidiscriminatorio y democrático es el affaire Alfred Dreyfus, cuando el militar es condenado injustamente, debido a sus orígenes judíos, por la acusación –nunca probada– de entregar secretos militares a los alemanes y recluido en la Isla del Diablo. Ello aparece bien en su novela escrita a finales del XIX, Jean Santeuil, sólo publicada póstumamente en 1952 como una de las llamadas novelas “de aprendizaje”. Fue Marcel Proust, efectivamente, uno de los primeros intelectuales franceses y más activos en hacer circular una petición favorable a la revisión del proceso al capitán francés acusado de traición, y quien obtuvo, entre la de otros notables intelectuales, la firma de Anatole France. Proust vio en el affaire, clara y brutalmente, a la aristocracia desmistificada, lo que le permitió destacar “el horrible materialismo, tan extraordinario en esas gentes (de espíritu)”: hasta entonces había frecuentado casi exclusivamente ese medio y especialmente a la familia de León Daudet, militante nacionalista de derecha, un ambiente en el cual escuchará decir cosas muy ofensivas sobre los judíos, algunas de las cuales pasan textualmente a la boca del duque de Guermantes en su mayor novela. Guermantes, no por casualidad, será el otro “lado” de aquel que pertenece a Swann, el judío intelectual de élite. Hay también cartas a su madre que atestiguan cuánto sufrió Marcel en aquella época trágica de Francia. Pero más que como a un frère juif, según Jean Recanati, siente a Dreyfus como a un “hermano proscripto”. Muy acorde con la sensibilidad de Proust, él se compromete del lado del condenado, aunque conservando su retención, su tacto y, sobre todo, su independencia, para que no se confunda su solidaridad humana y de marginado, también él de “rechazado”, con una supuesta y en su caso inexistente solidaridad “de raza”.
Porque, por sobre todas sus aptitudes, inclusive las de ser un delicado y profundo escritor, Marcel Proust fue un observador y un penetrante lector: de seres, de objetos, de circunstancias y de historias, hasta prácticamente disolverlos y desrealizarlos, manteniendo siempre ese hábito infantil que sólo apagará la muerte, el de leer sintiendo “que nuestra sabiduría comienza allí donde la del autor termina, y nosotros quisiéramos que él nos diera respuestas, cuando todo lo que él puede hacer es darnos deseos”.
* Escritor, docente universitario.
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