CONTRATAPA
La República Adjetiva
Como solía recordar el siempre manipulable Borges, hay una realidad que “se cifra en el nombre” y que puede o debe ser descifrada. Si en el principio fue el Verbo, crear y nombrar –poner nombre– no fueron dos gestos sucesivos sino uno solo. De ahí la obsesión de los cabalistas por descular los secretos de la Escritura y todo lo demás. De ahí, a la inversa, el soberbio empeño habitual de nombrar para que las cosas sean.
Los resultados suelen ser raramente felices –¿Félix es un felino feliz?–, a menudo patéticos o graciosamente equívocos. Es decir: no siempre –o casi nunca, mejor– las cosas o las personas son lo que las palabras quieren decir acerca de ellas.
Así, conocemos odiables Amandas que no amaríamos ni obligados, ignoramos sin perjuicio a ínfimos Augustos y conozco dos albinos que se llaman Bruno. Buscando inventarse un destino diferente o propio; rajarles a prejuicios desde otros más penosos, cantores de tango, escritores, actrices y gente de nombre llevar solían cambiárselo como quien elige un disfraz. Es rarísimo, pero algunas personas inteligentes eligieron llamarse Legrand, Fontana, Rivera, Del Carril, Araujo, Altamira, Yupanqui o Neruda.
Pero en realidad casi nadie es como le pusieron ni como se puso sino como lo llaman. Y la cifra borgeana suele andar por ahí: Manoel dos Santos podría ser cualquiera, tener un destino amanuelado o de santoral, pero sólo Garrincha fue lo que fue, voló como voló y murió así, tal cual, como un pajarito. El perspicaz Marechal advirtió que lo que nombramos Buenos Aires se llama Santa María en los papeles y en la decisión del vasco Garay: los porteños le pusieron a la ciudad el nombre del puerto, los confundieron en uno. Y así nos fue.
En períodos menos de celo que de recelo como los que transitamos –ya que según el consabido Maestro nos tocó “como a todos los hombres, vivir tiempos difíciles”– se hizo la saludable costumbre de mirar al trasluz a políticos que no se ocupan de la polis y de rastrearles la marca de fábrica a banqueros que no nos bancan. Ese afán de interrogar la propiedad del mensaje cifrado en los rótulos nos ha llevado más lejos, a buscarle las letras de agua hasta a la transitada patria. Nunca lo hubiéramos hecho.
Así, de pronto, llegó la revelación. En un recodo del inerme escudo nacional, en el ángulo de un patacón dudosamente convertible o sobre los colores planos, soñadores, de un mapa sudamericano –esa milanesa al plato que siempre alguien acaba de servirse o está dispuesto a hacerlo–, nos desayunamos del terrible equívoco: la palabra Argentina no es un nombre sino un adjetivo. Siglos de soberbia nomenclatura para advertir que, como en el caso del impermeable o los shorts, la argentina es una simple cualidad sustantivada.
De golpe, junto con antiguos dominicanos y mal repartidos checos, descubrimos tarde y mal, como siempre en estos casos, que nuestra identidad nacional no se apoyaba en un nombre propio hecho y derecho –esos rotundos Noruega, Egipto o Pakistán– sino que iba pegada como un aditamento, un accesorio decorativo de nuestra vidriosa condición republicana. Con un agravante: encima, la calificación era falsa.
Se sabe que “Argentina” –un flagrante latinazo– quiere decir “de plata” o “plateado”, algo que no brilla ni en el consabido río homónimo. Está claro y brillante entonces que cuando los tutores o encargados de la patria bautizaron a su bella hija la nominaron no por lo que era sino por lo que esperaban que fuera. Algo que los irresponsables, amorosos padres suelen hacer.
Así nos ha ido. Nuestra bienamada y mal llamada República Argentina ha sido en su historia sólo ocasionalmente república y nunca pero nunca argentina. Porque plata –literalmente plata– jamás hubo sino en los sueños de navegantes trastornados por el hambre y las penosas travesías. Hubo dinero –hubo adinerados, sí; plateados nunca–, pero se lo llevaron con la economía dolorizada. Por eso, tal vez cabrían en estos tiempos de penoso sinceramiento y esperanzas por amamantar, otros calificativos más opacos, acordes con la actual condición de república latosa –en todos los sentidos–, mal dormida, alerta, insomne por el griterío de sus bilingües rematadores y el ruido de las cacerolas percutidas por cucharas made in China.
Sin embargo y después de todo, semejante destino no está tan mal. Saberse adjetivo, reconocerse más cáscara que carozo, recuperar el primigenio vacío tras años de seudónimo cinematográfico no debería asustarnos. Hablando en plata: no hay nada mejor para un país que tener algo que hacer. Por ejemplo, hacerse un nombre, como se decía antes.