CONTRATAPA
De los tiempos
› Por Juan Gelman
Suele decirse que a veces el pasado amenaza al futuro. En efecto: si hay en Alemania quienes corrigen los hechos, niegan la existencia de la Shoa y de las cámaras de gas y pretenden que el primer pueblo ocupado por Hitler fue el pueblo alemán, el horror puede volver. O cuando ciertos militares y civiles argentinos venden la tragedia de la dictadura militar como una gesta patriótica contra la subversión que apenas cometió algunos excesos –los “excesos” alcanzaron a una “subversión” muy numerosa, por lo visto: 30.000 desaparecidos–, el horror se puede repetir. Esos revisionismos causan una preocupada indignación. En cambio, la indignación se permite sonreír cuando Bush hijo proclama que los críticos de sus justificaciones para invadir Irak son “historiadores revisionistas”. He aquí un caso de presente que amenaza al pasado.
Y se trata de un pasado recientísimo. “El peligro para nuestro país es grave –espetó Bush en septiembre de 2002–. El peligro para nuestro país está aumentando. El régimen iraquí posee armas biológicas y químicas” y Saddam “puede tener armas nucleares en menos de un año”. Su adlátere, el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, fue aún más taxativo: “Nadie en el mundo cuestiona que ellos (los iraquíes) tienen esas armas. Nadie en el mundo cuestiona que siguen desarrollándolas y comprándolas. Nadie en el mundo cuestiona que están dispuestos a usarlas. Nadie en el mundo cuestiona que están amenazando constantemente a sus vecinos con ellas. Todos sabemos eso. Hasta un mono amaestrado lo sabe”. Pareciera que el presidente Bush quiere despegarse de esa condición: el 3 de junio declaró a la televisión polaca “encontramos las armas de destrucción masiva, encontramos laboratorios biológicos y encontraremos más armas con el tiempo”. Pero tales armas no aparecen y hace unos días corrigió: “Estoy absolutamente convencido de que, con el tiempo, encontraremos que ellos (los iraquíes) tenían un programa (de producción) de armas (de destrucción masiva)”. Con el pasito de “armas” a “programas”, Bush hijo demuestra que el pasado es impredecible.
Su socio Tony Blair no se quedó atrás. Además de esgrimir un documento adulterado para probar que Hussein tenía en cada mano una catástrofe que se aprestaba a arrojar contra Londres y el mundo, aseguró que en sólo 45 minutos el dictador iraquí podía desatar una agresión con armas de destrucción masiva. Cabe reconocer que esta clase de ejercicio tiene tradición en el Reino Unido. La Gran Guerra de 1914-1918 no gozó en sus inicios de la simpatía de la población británica. Tampoco –por otras razones– de la opinión pública de EE.UU., cuyo sostén Londres necesitaba. Whitehall programó entonces una campaña bien sazonada de rojo y amarillo y los periódicos británicos y norteamericanos se encargaron de difundir brutalidades varias de las tropas alemanas que avanzaban en territorio belga para ocupar París. Presuntos testigos habían visto a soldados alemanes con bebés ensartados en sus bayonetas que recorrían las calles al son de marchas militares. Abundaron los relatos de niños belgas con las manos cortadas para que no usaran armas contra el invasor. O de cadáveres de mujeres con los pechos mutilados. O de mujeres violadas en serie por los “hunos” frente a batallones que aplaudían. El gobierno británico pagó los gastos de un grupo de belgas que viajó a EE.UU. para contar estas historia al que el presidente Woodrow Wilson recibió con solemnidad.
Whitehall hizo más. Estableció una comisión presidida por el vizconde James Bryce, prestigioso y anciano historiador, que en mayo de 1915 presentó un informe que corroboraba y aun ampliaba esas denuncias. Los seis historiadores y juristas de la comisión habían “analizado” las declaraciones de 1200 testigos, sobre todo belgas refugiados en suelo británico, a quienes nunca interrogaron directamente –eso era “tarea de abogados”– y tampoco identificaron. Londres distribuyó profusamente el documento y en EE.UU. se pudo leer una primera plana del New York Times con estos titulares: “El Comité Bryce prueba las atrocidades alemanas/No sólo crímenes individuales, también matanzas premeditadas en Bélgica/Mutilación de jóvenes y ancianos/Mujeres atacadas, niños brutalmente asesinados, incendios y saqueos sistemáticos/Prisioneros y heridos baleados/Civiles usados como escudos”. Etc. Tony Blair parece haber cursado con brillo la escuela Bryce.
Los efectivos alemanes perpetraron, sí, salvajadas como el arrasamiento de la ciudad belga de Dinant y el asesinato de sus habitantes. Pero el incómodo abogado yanqui Clarence Darrow dudaba de las veracidades del informe Bryce. A fines de 1915 viajó a Francia y ofreció mil dólares, equivalentes a unos 17.000 actuales, a quien le trajera un niño belga o francés con las manos cortadas por un soldado alemán. Nadie se presentó. Hace casi un siglo que el diplomático anglo-irlandés Roger Casement, de quien Bryce había sido colaborador, señaló sobre su informe: “Basta con dirigirse a James Bryce, el historiador, para condenar a Lord Bryce, el partidista”. En el caso del presidente Bush, basta dirigirse al de hoy para condenar al de hace un par de semanas.