Martes, 23 de abril de 2013 | Hoy
Por Rodrigo Fresán
UNO De un tiempo a esta parte, Rodríguez no para de reírse. Con fuerza y con ganas. Mostrando los dientes y con lágrimas en los ojos. Porque ahí están, siempre cerca, todos esos seres que –como stand-up comedians trasnochados en clubes de carreteras terciarias– parecen empeñados en monólogos tristes e inocurrentes, pero que ellos consideran cumbres de la gracia y del ingenio. Así dan risa, pero por todas las razones incorrectas. Y Rodríguez se ríe mucho cuando una mujer equipara los escraches a políticos por los desahucios con “nazismo puro” (para, de inmediato, ganarse la condena de víctimas de campos de concentración en todo el mundo). Enseguida, la misma mujer dirá que los suyos prefieren pasar hambre a no pagar sus hipotecas. Rodríguez se ríe también cuando un hombre teoriza que los endeudados reclaman ahora la dación en pago de pisos a cuyas letras ya no pueden hacer frente porque lo que en realidad quieren es comprarse otro piso. Y Rodríguez se ríe de otro hombre –el mismo que había recomendado consumir yogures más allá de su fecha de vencimiento como forma de ahorro– que ahora propone ducharse con agua fría porque se pierden muchos litros esperando que salga caliente (y ahí mismo alguien le recomendará que esos litros que se fugan por el desagüe bien pueden ser contenidos por un recipiente y utilizados para regar plantas o cocinar o beber o para la pecera de Nemo). De inmediato, otra mujer –la misma que meses atrás se había referido al asunto en plan sed de aventuras o algo así– rebautizará la ida y huida de jóvenes al extranjero en busca de trabajo como “movilidad exterior”, que suena más corporativo. Y Rodríguez se ríe de que estos hombres y mujeres sean figuras clave del gobierno que, se supone, está aquí porque ha sido el votado para poner fin a este mal chiste y broma infinita de la crisis.
DOS Y Rodríguez sigue riendo. Todo le parece y se le aparece como ácidos sketches de Saturday Night Live: la tonadillera Isabel Pantoja asaltada por las masas a la salida de un tribunal, lo que escribió Justin Bieber en el libro de visitas de la Casa-Museo de Ana Frank, el que se descubra que Undargarin no podrá “huir” a Qatar por carecer de título de entrenador, la boratiana tía de uno de los chechenos de Boston asegurando que sus sobrinos son chivos expiatorios, Rubalcaba y su última gran propuesta: suprimir los billetes de 500 euros para incomodar a los estafadores que, parece, no gustan de billetes pequeños... Todo no es tan gracioso, pero sí provoca tanta risa. Y Rodríguez se pregunta si tendrá que ver con el cambio de hora estival (¿cómo es posible que el Vaticano –que condena pequeñeces como la investigación con células madre– no brame ante algo mucho más cósmico y sacrílego como el ponerse a manipular la textura y medida del tiempo?), pero ya van unas cuantas semanas de eso. Y Rodríguez se venía riendo desde bastante antes, desde hace ya varios ajustes de reloj para ganar luz y perder oscuridad. ¿O era al revés? Ahora, Rodríguez –papal y vaticano– se ríe de tonterías como de lo difícil que se lo está poniendo Francisco a su inevitable sucesor, obligado a respetar todos sus gestos de humildad y a que se le ocurran varios más. De seguir así, dentro de dos o tres pontificados, el Sumo Pontífice tendrá que ser ese mendigo que pide limosna a las puertas de San Pedro, ríe Rodríguez, ahora en el baño, sentado y hojeando las páginas de ese libro eminentemente higiénico y sanitario que es el best-seller El Libro Rojo de Mongolia, suerte de enciclopedia humorística puesta a punto por los responsables del mensuario de éxito. Mongolia –el Financial Times acaba de dedicarle un artículo con el título “Satirical magazine rides wave of popular anger in Spain”– es la revista que se lee no porque sea preferible reír que llorar sino porque si se llora, siguiendo los lineamientos del ya mencionado ministro, no hacemos otra cosa desperdiciar fluidos vitales para nuestro organismo. Además, ya se sabe, la gente pone una cara muy pero muy graciosa cuando llora.
TRES Mientras, pocas cosas hay más inquietantes que el sonido de la risa. La risa de los otros y –hagan la prueba, grábenla primero y escúchenla después como si viniese de afuera, como si fuera una risa ajena– la propia risa. El Libro Rojo de Mongolia define a “risa” como “aplauso maxilofacial”. No está mal: risas y aplausos. Pero, ¿no será una bofetada algo así como el sonido de aplaudir con una sola mano? Y Rodríguez lee por ahí que de niños reímos entre 300 y 450 veces al día pero, a medida que crecemos, descendemos hasta las menos de 20 veces al día. ¿Por qué? Sencillo: nuestra vida ya no nos causa tanta gracia. Y también se entera de que, al reír, activamos –¿movilidad exterior o interior?– unos 430 músculos de nuestro cuerpo. De ahí eso de la oxigenante y liberadora de endorfinas risoterapia como supuesto remedio para todos los males del universo. Y de ahí el envidiable estado físico y resistencia de The Joker y su capacidad de volver una y otra vez sobre el taciturno y conflictuado Batman y sobre sí mismo: riendo primero por desfiguración estética y enseguida por ética figurativa. En cambio, para enojarnos, tan sólo necesitamos mover unos 34 músculos. Conclusión: cansa menos enojarse que divertirse, aunque –cláusula secreta, cosa que ya comenzamos a hacer en el útero materno– para sonreír nos basta con apenas invocar a 7 músculos para manifestar nuestra diversión cómplice o nuestro desprecio irreconciliable. Porque la sonrisa, está claro, es un arma de doble filo, una moneda de dos caras, algo que tanto Platón como Aristóteles aseguraron que tenía un lado oscuro y tonto. Y, para comprobar que los antiguos griegos no bromeaban al respecto, basta con contemplar la siempre incómoda e irritante sonrisita llena de dientecitos de Mariano Rajoy. Y, claro, muchas veces, demasiadas, sonreímos porque no se nos ocurre ninguna otra cosa que hacer mientras nos preguntamos cuántos músculos necesitamos para arrojar a alguien por la ventana.
CUATRO Y están los que teorizan que la risa empezó como forma de comunicación, como hito evolutivo, como reflejo contra el estrés, como descendiente directa del primitivo grito de guerra, como signo de bienestar o de enfermedad grave, como perturbador efecto especial/ambiental en discos de Pink Floyd, como lo que busca una mujer que le provoque un hombre (pero que no haga demasiado él), como mecanismo de defensa, como freudiano afecto catártico, como tentadora herramienta del Diablo y (recordar El nombre de la rosa) como divino problema de Dios, como punto de fuga y hasta como aquello que se hace cuando ya no se puede doblegar a un pensamiento serio o idea que no nos favorece o conviene. De todas las posibilidades e hipótesis, Rodríguez se queda con la definición propuesta por un profesional del asunto: el escritor norteamericano Kurt Vonnegut, quien aseguró que “reír y llorar es aquello que hace el ser humano cuando ya no queda nada por hacer”. Lo que, piensa Rodríguez, bien podría entenderse como “el que ríe último, ríe mejor; pero no demora en ponerse a llorar”. Y ahora, frente al espejo –no voy a decir cuántos–, Rodríguez saca músculos.
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