Dom 19.05.2013

CONTRATAPA

Cien años de una pelea inolvidable

› Por José Pablo Feinmann

Estamos acostumbrados a una errónea valoración de los acontecimientos históricos. Pareciera que la Historia –así, mayúsculamente– se expresa en los campos de batalla, en los gabinetes de las cancillerías, en las decisiones de los gobernantes de los estados y, muy especialmente, en estos gobernantes, como si ellos fueran las grandes figuras en las que hay que centrarse para entender el devenir de los hechos reales. Cuando Hegel, en Jena, vio desde su casa al vencedor de la batalla que lleva el nombre de esa ciudad; cuando vio, por decirlo claro, a Napoleón Bonaparte, dijo: “He visto al espíritu absoluto a caballo”. Durante ese mismo tramo de la historia, Mozart había compuesto toda su obra y hasta había muerto en 1791, Beethoven estaba en plena creación, Goethe también y Hegel había concluido nada menos que su Fenomenología del Espíritu. Sin embargo, el hecho histórico fundante pareciera ser el triunfo napoleónico sobre las tropas prusianas. Hasta Hegel lo confirma con esa frase olímpica como todas las suyas, con un dejo de humor extravagante. Pero eso creía: en la batalla de Jena, en medio y por medio de su acontecer, la historia trazaba su devenir necesario, inmanente hacia el saber absoluto.

Así las cosas, hay una gran Historia y otras que se le subordinan. Las historias de las grandes obras maestras del arte, por ejemplo. Hay una historia de la pintura, de la música, del teatro, de la ópera, del ballet, de la literatura y del cine. Todas forman parte de una gran historia en que se expresan. Una gran historia que las acoge generosamente y les da un lugar en tanto particularidades. Esa gran historia totaliza a las otras, que, para ser comprendidas en toda su dimensión, deben ser referidas a la historia de los grandes acontecimientos.

Dentro de la involución del espíritu humano seguramente este enfoque es el que más terreno ha ganado desde los inicios del siglo XX hasta hoy. Pero no será ocioso recordar que hubo un tiempo en que los seres humanos se peleaban rabiosamente en un teatro el día del estreno de una música compleja, nueva, abierta a decenas de interpretaciones posibles. El próximo 29 de mayo de este año 2013 se cumplirán cien años de uno de los eventos más tumultuosos de la historia de la música. Hablamos, por supuesto, del estreno del ballet La consagración de la primavera del compositor ruso Igor Stravinsky. Muchos afirmarán que ese día de 1913 el mundo estaba al borde la Primera Guerra Mundial. Y, como es habitual, muchos otros horrores sucedían. Un año antes, el Titanic se había hundido en la noche del 14 al 15 de abril de 1912, acabando, según una legítima interpretación, con la idea historicista y positivista del progreso indefinido de la humanidad, anticipando las tragedias que esperaban en el horizonte sombrío del siglo XX. He aquí un verdadero problema teórico. ¿Cómo es posible que la historia avance por un lado y retroceda por otro? Si el Titanic expresa la destrucción de la confianza en el futuro, la ruptura de la concepción de la historia como un relámpago prometeico que se arroja una y otra vez a la dominación de todo horizonte por medio de la técnica, ¿cómo es posible que apenas un año después se produzca en la música uno de los actos más osados de la vanguardia? No hay una sola historia, la historia no es lineal, no la expresan sólo las grandes batallas, las guerras o las catástrofes, sino asimismo todos los otros acontecimientos que surgen desde un devenir diferenciado.

La batalla de Jena, el hundimiento del Titanic y el estreno de La consagración de la primavera sucedieron dentro de la llamada historia humana, pero son caras diferentes de esa historia. Cada uno de esos hechos proviene de una historia distinta, tiene otros antecedentes y sin duda generará nuevos acontecimientos que resultarán de su surgimiento contundente en la realidad. El acontecimiento que en mayo de 1913 ocupó la centralidad de la realidad tuvo lugar por muchos motivos. Sergei Diaghilev, el director de los Ballet Russes, le encargó una obra al compositor Anatol Liadov (1855-1914), la obra debería ser una ballet que giraría en torno de una antigua leyenda rusa sobre el pájaro de fuego. Liadov no tenía muchas ganas de componer nada. Era perezoso. Su respuesta a una pregunta de Diaghilev ha logrado cierta celebridad. Acaso sea lo único que Liadov dejó como herencia a las generaciones futuras. Diaghilev, con el propósito de apurarlo (Diaghilev era un empresario apasionado que se comía los tiempos y nunca tenía el meramente elemental para hacer todo lo que quería) le pregunta a Liadov, ante su tardanza, cómo va la partitura sobre el pájaro de fuego. Liadov, con sarcasmo de irredento holgazán, responde: “Bien, ya compré el papel pentagramado”. Ante tal respuesta, Diaghilev lo manda al diablo y recurre a un joven compositor llamado Stravinsky, quien trabaja durante un año aún su partitura ayudado en los aspectos visuales y coreográficos por Fokine, el coreógrafo de Diaghilev. Stravinsky concluye la obra en mayo de 1910 y el 25 de junio –casi de inmediato– la obra se estrena en la Opera de París. Tiene un éxito inmediato y queda para la posteridad como uno de los logros esplendentes del joven Igor: es El pájaro de fuego. Si bien es cierto que ninguna historia de la humanidad podría completarse sin la importancia en ella de la nariz de Cleopatra, tampoco podría hacerlo sin la pereza de Anatol Liadov, que motivó el encuentro de Diaghilev con Stravinsky. Tenemos, entonces, una pequeña pero fundamental línea histórica: leyenda del pájaro de fuego, interés de Diaghilev en ella, encargo a Liadov, pereza de Liadov, encargo a Stravinsky, estreno en la Opera de París: ¡Exito!

Luego Stravinsky se consagra a un nuevo ballet. Su nombre: Petruchka. Otro destello de su genio hasta ahí indetenible. Aparece aquí Nijinsky. Bailarín dotado de excepcional talento, ligado sentimentalmente a Diaghilev, es la figura principal del ballet. Nijinsky es un joven de temperamento inestable, nadie advierte que –pese a su ardor, su entusiasmo– ha iniciado un trágico camino hacia la locura. El éxito de Petruchka supera aun al de El pájaro de fuego. Entonces surge el tema de la visión de Stravinsky. Antes de componer Petruchka tuvo algo que definió como una visión fugaz. Según parece, la tuvo mientras componía El pájaro de fuego y antes de componer Petruchka. La visión remite a un rito pagano. El rito pagano es el de varios sabios que ven danzar a una muchacha. La joven danza su propia danza de la muerte. Es, entonces, elegida para un sacrificio. El sacrificio tendrá como finalidad calmar cualquier furia que pueda despertarse en el dios de la primavera. El sacrificio lo apaciguará. Stravinsky, consagrado, el joven ruso que ha oscurecido la fama de Debussy, compone La consagración de la primavera, que se estrena el 29 de mayo de 1913 en el Théâtre des Champs Elysées. En suma, éxito de El pájaro de fuego, confianza de Diaghilev en Stravinsky, éxito abrumador de Petruchka, consagración absoluta de Stravinsky, visión fugaz de la vieja leyenda rusa, danza de la joven que baila la de su propia muerte, ritual de la primavera, aparición de Nijinsky, conclusión de la Sacre y estreno. Todo bien hasta aquí. Pero es aquí donde todo se quiebra. El cuento de hadas ascendente y feliz se rompe como un jarrón arrojado desde un tercer piso de algún palacete francés. En ellos gustaba vivir Diaghilev, bon vivant emprendedor, empresario brillante. El estreno de La consagración de la primavera es el más grande escándalo de la historia de la música.

La música del joven Igor es excesivamente disonante, aunque no llega a ser atonal. Es mucho más que eso. Es gigantesca (aunque no dura mucho), es ultrajantemente nueva y lo es, además, la coreografía de Nijinsky. A los diez minutos el público empieza a discutir con furia. No bien suena el primer instrumento, el que abre la partitura, el rey de la música durante esos días, el músico que ha entrado definitivamente en la historia bajo el calificativo de “el más grande de los compositores sin genio”, o sea: Camille Saint-Saëns, pregunta casi gritando: “¿Qué instrumento es ése?” Uno de sus discípulos se lo dice: “Es un fagot, pero en un registro muy agudo”. Saint-Saëns no demora en abandonar la sala. Un crítico de nombre André Capu empieza a gritar: “¡Esta obra es un fraude!”. Una gran señora huye de su palco: “No voy a permitir que se burlen de mí”. Maurice Ravel (¿quién si no?) exclama: “¡Genio, genio!”. Debussy trata de calmar a los estragados por el odio. Pide, inútilmente pide: “Escuchen la música”. Diaghilev sujeta a Nijinsky, que, aunque dirige a gritos, desde bambalinas, a sus bailarines, en un momento quiere arrojarse sobre el público y repartir golpes de puño a diestra y siniestra.

Vayamos sencillamente a esto: ¿Qué, quién, dónde, cuándo, cómo, podría producir un escándalo semejante? ¿Qué público se agrediría de todas las formas posibles por una obra de arte? Una sinfonía de flatulencias o ventosidades ruidosas sólo provocaría algún comentario en una que otra revista de música clásica. Si es que ya no ha sido compuesta y no nos enteramos. Son los tiempos. La devaluación del arte es sólo un fragmento (muy importante) de la devaluación de la vida.

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