› Por Mempo Giardinelli
Parece inevitable sentir desasosiego después del fallo de la Corte Suprema sobre el Consejo de la Magistratura. Y no tanto por la sentencia en sí, que venía cantada, sino por el festejo mediático y la ceguera de una oposición necia y clasista que no es la que necesita esta república.
Esta decisión del máximo tribunal pivotea alrededor de por lo menos dos paradojas: por un lado, el fallo se refiere a un instituto jurídico que ha demostrado larga y sobradamente su inutilidad, al que aun con defectos era y sigue siendo necesario cambiar y por qué no por el voto de la ciudadanía.
Y por el otro, la gravedad que entraña el hecho de que una ley votada en el Poder Legislativo sea vetada –ipso facto– en y por el Poder Judicial. Que yo sepa, esto nunca se había visto en el constitucionalismo argentino y asombra el silencio al respecto.
Podrán cuestionarse algunos aspectos de la reforma judicial que bien se ha dado en llamar “democratización de la Justicia” –porque eso es–, pero lo que asombra es que una vez más las fuerzas corporativas parecen lograr que la tensión sea extrema y la vida política nacional se juegue a todo o nada. No en vano andan excitadísimos con la declaración de inconstitucionalidad las corporaciones más poderosas del país: los grupos hiperconcentrados de la economía, el poder multimediático de Clarín y La Nación y lo más conservador y rancio de la administración de justicia.
Y tan eufóricas están las corporaciones que ya claman “ir por más”, verbigratia que la Corte “derogue” (vocablo absurdo porque a ese tribunal no le competen derogaciones) las demás leyes de la reforma judicial aprobadas por el Congreso.
Es inevitable pensar que cuando la Justicia cogobierna o pretende ser la que impone las reglas, algo anda mal en un país. Se supone que las normas de la Constitución Nacional son inmutables y es por eso que se han tenido por inmanentes las formas tradicionales de separación de los poderes. Pero en ningún artículo la Constitución dice que esa separación significa superioridad aristocrática de ningún poder. Y, sin embargo, en la Argentina hay todavía uno que sí se organizó y se sostuvo como verdadera oligarquía judicial, siempre funcional a los intereses de los ricos y en general de espaldas a los sectores populares.
Eso, precisamente, fue lo que vino a cambiar este gobierno. Que casi siempre comunica muy mal y suele ser bastante torpe, cierto, pero que muchas más veces es desoído por necedad, o directamente atacado con prejuicios de clase.
Y así, en medio del diálogo de sordos en que sobre todo algunos grandes diarios y su telebasura han logrado convertir a la política nacional, parece que ni siquiera la hasta ahora tan respetada Corte Suprema supo resguardarse de ese griterío que es, literalmente, ensordecedor.
“Epur si muove”, diría Galilei: es imperioso cambiar el “sistema” judicial argentino, resista quien se resista. Pésimas investigaciones, sumarios lentos y “empiojados”, dudosos sorteos de juzgados, demoras o aceleraciones inexplicables, recursos infinitos, lenguaje críptico y arcaico, formalismos ridículos que anulan la esencia del Derecho, cautelares que se prodigan como bombones y presiones tan mediáticas como vergonzantes, son hoy indesmentibles y constituyen la realidad cotidiana de nuestra (in) Justicia.
Mientras tanto, el descreimiento de la sociedad es tan grande como el tropiezo de esta Corte Suprema que venía siendo vista como una garantía. No hay forma de justificar que la cautelar en favor de Clarín lleva cuatro años “en estudio”, pero un cambio fundamental como el voto popular para elegir los miembros del Consejo de la Magistratura es rechazado en menos de dos semanas. Es lo mismo que recordar que en las cárceles hay más de 50.000 ciudadanos presos en condiciones inhumanas y sobre ellos sólo hay mora y silencio, pero fue expedito el pronunciamiento para favorecer a la Chevron.
Cómo no va a ser irritante el escenario si justo cuando parece que van a cambiar las cosas –y por ley de la nación democráticamente aprobada– vemos que la máxima jerarquía del Poder Judicial también se resiste a los cambios como gato panza arriba, para decirlo como en mi barrio.
Con su estilo desprolijo y provocador, el Gobierno no ha hecho otra cosa que seguir adelante en su voluntad de modificar un sistema que no da para más y que es evidente (y saludable) que está cambiando, y a paso redoblado. Enhorabuena.
Y es que no hay dudas de que volver terrenal lo que parecía divino es un buen signo del avance de los tiempos. Durante un siglo y medio la Justicia en la Argentina estuvo siempre “allá arriba”, intocable y mayestática como una diosa (que además se pretendía ciega y equilibrada). Bueno, ahora ha empezado a conocer las asperezas del suelo que pisamos todos. Y eso no está nada mal.
De ahí que quizá se estén equivocando en su pesimismo los que ven el vaso medio vacío. Porque la verdad es que ese vaso estuvo vacío durante 160 años, y ahora tenerlo a la mitad bien merece ser visto como un triunfo político notable.
Un día de éstos habrá que reconocerlo, aunque hoy sus mismos partidarios todavía no terminan de darse cuenta: desprolija y chocante a veces, contradictoria y altanera, CFK lo hizo.
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