› Por José Pablo Feinmann
Qué alegría, qué honor escribir sobre Schumann. Es uno de los más amados compositores de todos los tiempos. Fue un genio al que le gustaba descubrir genios. Presentó a Chopin en los salones de París y dijo: “Señores, un genio”. Compuso muchas de las más hermosas obras del romanticismo. De las más perfectas y apasionadas. Desdeñó el virtuosismo, la pirotecnia en el piano. Se peleó con Liszt, que se perdía por hacer estallar los pianos con pasajes imposibles. Se casó, luego de muchos enfrentamientos con papá Wieck, con Clara, una mujer bella y desmedidamente talentosa, la gran pianista de su época, que lo amó, que le dio absurdamente siete hijos, que Schumann también quiso tener como si pensara (y lo pensaba) que no habrían de quitarle tiempo para componer. Se quebró el cuarto dedo de la mano derecha porque ese dedo es naturalmente débil y quería fortalecerlo. Arruinó, con esa decisión disparatada, su carrera de pianista. Se concentró en la composición. Creó obras inmortales que ya son parte inalienable del repertorio de los grandes intérpretes, que lo aman. De su Concierto en la menor para piano y orquesta dijo Nelson Freire: “Es infinito. Lo tocaría durante el resto de mis días, siempre”. El y Clara incorporaron a su vida a un amigo que –naturalmente– se enamoró de ella: Johannes Brahms. Trazaron, entre los tres, una de las historias de amor más fascinantes entre las fascinantes, entre las más grandes e intensas. Su salud mental se fue deteriorando. ¿Por qué ese hombre
inusual, ese testimonio ardiente a favor de lo más elevado que la condición humana puede ofrecer para redimirse de tantos horrores, fue castigado con la locura? ¿Qué fue, qué tuvo, esquizofrenia, depresión? Incapaz de tolerar ya sus padecimientos se arrojó al Rhin. Lo rescataron pero sólo para ponerlo en un asilo hasta su muerte, apenas algo más de dos años después. Que debieron haber sido espantosos. Murió y Clara se erigió en la compañera ahora solitaria que dedicaría su vida a difundir su obra. Brahms la acompañó siempre que pudo. La amaba demasiado, pero ¿cómo ofender la memoria de su amigo? Fueron enamorados platónicos. Dos almas elevadas que podían –y hasta debían– llevar esa relación porque estaba dedicada a recordar al marido, al amigo, al genio desdichado e inolvidable. El sacrificio de Clara, eso que ella dejaba de lado al dedicarse por completo a tocar la obra de su amor ausente, no es menor. Hay que saberlo. Ella no sólo era una gran pianista, era una compositora de talento. Se deben escuchar sus obras y uno –si es sincero– se asombrará del talento de esa mujer para la composición. Sus obras merecerían más atención, debieran interpretarse más a menudo. Brahms, aunque asediado por la sombra de Beethoven, hizo su obra colosal. Qué historia la de Schumann. Tiene todo lo que una gran historia debe tener. Se desarrolla durante los grandes tiempos del romanticismo parisino, su heroína es una mujer bella y genial, el tercero, el enamorado silencioso, enamorado sin duda de los dos pero rendido a los pies de Clara, es Brahms, la música es la que los tres compusieron, y por fin la locura, la muerte y la amistad profunda, elevada al mundo suprasensible de las ideas platónicas, es la de Brahms y Clara, dedicados a mantener viva la memoria amada de Robert. ¿Dónde ponemos a los siete hijos? Poco o nada quedó de ellos para la historia. Sólo fueron pañales que Clara y también Robert tuvieron que lavar. Acaso, sin embargo, fueron algo más, ya que ellos los quisieron y los tuvieron.
Supongo que no voy a sorprender demasiado a los conocedores si digo que mi obra predilecta de Schumann es el Concierto para cello y orquesta opus 129, el que compuso en Düsseldorf en 1850. Escribo cello y no violonchelo porque Jacqueline Du Pré, a su maestro, le decía Daddy Cello. Jacqueline es, desde luego, una de las más grandes intérpretes de esta obra endemoniada. Si quieren otra versión, ahí está la de Misha Maisky, que es poderosa. Qué gran obra y cuántos dolores de cabeza, cuántas rabietas me produce cuando la escucho. Aunque ahora no tanto, uno se acostumbra a todo. ¿Qué quiso hacer Schumann con la orquesta? ¿Por qué la disoció tanto del instrumento solista? ¿Por qué, en ningún momento, la orquesta se hace cargo abiertamente del maravilloso tema central? Raramente concertantes, pareciera que la orquesta toca un concierto y el cello otro. Así, el solista se ve conducido a expresar el con-cierto con su propio instrumento. La tarea es demoníaca. El tema inicial –que aparece y desaparece siempre transformado y de a fragmentos– es uno de los más profundos del romanticismo. Qué austero es, qué hondo y reflexivo. Si lo comparamos, por ejemplo, con el tema de apertura del Concierto de Saint-Saëns, veremos que éste es pura exterioridad, que está destinado al virtuosismo y, en fin, a lo vulgar expresivo. Schumann no señala ninguna interrupción entre los tres movimientos. (El concierto es breve.) Seguramente le desagradaba que el público aplaudiera en esas pausas. También el Concierto en la menor carece de un paréntesis entre el segundo y el tercer movimiento. Rachmaninoff hará lo mismo en su opulento Nº 3, pero no por los motivos de Schumann sino por determinaciones de estilo. Schumann, sin embargo (y retornando al Concierto para cello), entrega en el tercer movimiento uno de los pasajes más apasionados de toda la música romántica. Un súbito crescendo a cargo de la orquesta que culmina en un acorde que parte el corazón del que escucha. Pero es la única concesión. Como sea, el concierto es una joya y el cello tiene una de las más grandes obras que se le han destinado a un repertorio no muy nutrido. Los compositores, aun cuando amen el cello, huyen de él. Es el más grave de los instrumentos de la orquesta, sólo superado por el contrabajo. Están las suites de Bach, que pertenecen casi a Rostropovich. El concierto de Dvorák, el de Elgar, que pertenece a Du Pré, el mencionado de Saint-Saëns y varios otros hasta llegar al de Shostakovich. El gran Dimitri decide armar el primer movimiento en base a cuatro notas, algo que necesariamente remite a la 5a Sinfonía de Beethoven. Es infernal para el solista. Pero es una gran tarea de composición. Ahí está el abordaje apasionado de Misha Maisky, a quien se le vuelan los pelos de su cabellera abundante y blanca en tanto las niñas de todo el teatro suspiran y sueñan con ese león pasional.
La otra obra de Schumann que amo y todos amamos es el Concierto en la menor para piano y orquesta. En el estreno estuvo Grieg que le plagió por completo la estructura del primer movimiento para su célebre concierto también en la menor. A su vez, Rachmaninoff, en su merecidamente revalorado Concierto para piano Nº 1, hace lo mismo. Se trata de abrir con un pasaje virtuoso del piano (el de Schumann es el más fácil) y luego dar paso a la orquesta para que presente el tema, que después retomará el piano. Antes de finalizar el primer movimientos los tres conciertos ofrecen una cadenza (pasaje destinado al instrumento solista y escrito para su lucimiento) que impide las comparaciones. Las tres son notables. Aunque la de Schumann pareciera menos brillante y virtuosa, cuando la toca Argerich acelera la última parte y la transforma en un pasaje de bravura electrizante. Son esas cosas que sólo ella sabe hacer y –lo que tal vez sea más meritorio– tiene el coraje de hacerlas, como transformar en furioso y demoníaco el final del Scherzo Nº 2 de Chopin. Si bien estas cadenzas son formidables, se sabe que no hay y tal vez no habrá cadenza como la del Nº 3 de Rachmaninoff.
La Fantasía en do mayor Op. 17 es un homenaje a Beethoven. Schumann la pensó como una sonata, pero luego cambió de idea. Tiene una característica extraña: el que debió ser el segundo movimiento, Schumann lo transforma en el último. Se trata de un movimiento lento y reflexivo que no busca despertar el aplauso fácil de la audiencia. No hay, ahí, virtuosismo alguno. El que debió ser el tercero quedó como segundo: una de esas marchas que tanto gustaban a Schumann. (Yo detesto, por ejemplo, la marchita que pone en el tercer movimiento de su Concierto para piano. Pero es así. Siempre trato de distraerme pensando en otra cosa cuando llega ese pasaje que, cuando lo toma el piano, deviene horrible.) Liszt le dedica (¡nada menos!) su Sonata en si menor. Schumann no era el indicado para apreciar esa obra monumental pero llena de pasajes ultra virtuosos. Al fin, se pelearon y casi a golpes de puño. Schumann –aunque no tanto como Brahms– amaba la tradición clásica. Liszt pertenecía a la banda de los vanguardistas. Fueron los que abuchearon el Concierto Nº 1 de Brahms el día del estreno. Admitiremos que ese concierto es tan desmesurado que uno lo silba, huye de la sala o lo ama. Como un fuerte argumento en su contra hay que señalar que –en su novela sobre tumbas y héroes– Sabato evidencia amarlo. Alejandra Vidal Olmos le dice a Martín: “Escuchá, cuando se estrenó lo silbaron. La humanidad es una mierda”. Algo así. Cuidado: lo silbarion por orden de Liszt, que era un genio. Lo silbaron por diferencias estéticas. Porque fue el choque entre dos genios. Y Liszt no era “una mierda”. Suponemos que Sabato, que en la gloria esté y probablemente estará, no sabía mucho de música clásica.
Y por último: las Escenas infantiles de 1838. Parte de ellas es el célebre “Rêverie” (Ensueño). ¿Qué pianista no lo ha abordado alguna vez? El error que cometen, la trampa en que caen es la de creer que es fácil. No lo es. Que no tenga demasiadas notas no significa que sea sencillo. Tal vez se puedan tocar esas notas una tras otra. Pero no se toca el “Rêverie”. Ocurre lo mismo que con Mozart. Si alguien cree que su música es fácil se equivoca. Es muy difícil. El problema no reside en tocar las notas, sino en el modo de tocarlas, que es la interpretación. “Rêverie” es una pieza celestial en la que Schumann toca lo absoluto con la punta de sus dedos. ¿Quién se atreve a enfrentar algo así? Y ahora tenemos que detenernos. Schumann, como dijera Nelson Freire de su Concierto en la menor, es infinito. Nosotros, hoy, apenas podemos ofrecerle esta contratapa, para colmo en una época de contienda electoral en la que nadie está dispuesto a prestarle atención. Se comprende. Pero nunca conviene olvidar la grandeza, dejarla de lado. Sobre todo, tal vez, en una coyuntura electoral.
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