› Por Rodrigo Fresán
UNO “¡¡¡Papá!!! ¿¿¿Qué es un Tata Martino???” El grito angustiado de su hijito alcanza a Rodríguez en el balcón, mirando la luna sin verla, pensando en cualquier cosa, en nada, en todo, en cómo hacer para dejar de pensar. Y no le va mal: el calor es como una bofetada sobre el cerebro que sólo se permite repetir una y otra vez, como un eco: calor... calor... calor... Pero la desesperación en la voz de su hijo pone otra vez todo en funcionamiento y Rodríguez piensa: “No tengo la menor idea de lo que es un Tata Martino, hijo mío; pero rima con argentino”.
Y Rodríguez no se equivoca.
DOS La vida de Rodríguez –como la de todo ser humano– está llena de argentinos. Rodríguez no cree en eso de que “Dios es argentino” pero, de ser cierto, está claro que –¿a su imagen y semejanza? ¿De verdad?– Dios hizo muchos, muchísimos argentinos. Hay argentinos en todas partes y falta menos para que alguna de esas sondas espaciales transmita mensaje sombrío desde una distancia de tantos años luz: “Hay vida inteligente en Trakh-25: son argentinos”. Mientras tanto y hasta entonces: hay un argentino en el Vaticano (y, con cuernos, en la portada de Time), hay una argentina en el trono de Holanda, hay un argentino en el mejor equipo de fútbol del mundo donde también hay otro argentino y ahora hay un argentino más. Y no hay noticiero internacional donde no haya argentino, siempre, sin importar que la noticia en cuestión sea argentina o no: porque siempre habrá un argentino o una argentina cerca de cámaras y micrófonos en las afueras del hospital londinense donde esta pariendo Kate Middleton, en Santiago de Compostela junto a los hierros retorcidos de ese tren, esquiando en la misma pista canadiense que el ex tesorero del Partido Popular Luis Bárcenas (con propiedades no declaradas y tramoyas varias en Argentina), saliendo del cumpleaños 70 y top-private de Mick Jagger, aferrado al tronco del último y belicoso tsunami del Pacífico, o subiéndose al escenario a bailar “Dancing in the Dark” en el próximo concierto de Bruce Springsteen. Y, sí, la cosa se hace aún más fuerte si uno se concentra exclusivamente en España: hay argentinos en canciones de Joaquín Sabina, en novelas de Vázquez Montalbán y Arturo Pérez-Reverte, y Enrique Vila-Matas es el más argentino de los escritores ibéricos. En Madrid estuvo Evita (viva y muerta) y está Isabelita (muerta pero viva). En Barcelona, Ricardo Darín es para las mujeres locales lo que Joan Manuel Serrat es para las hembras porteñas (Darín se traduce en un/otro flashback Farina para Rodríguez). Siempre hay un hit de Andrés Calamaro o de Andrés Rot sonando en una radio o un argentino ganando algún concurso literario u otro argentino perdiendo (pero en la final) en algún reality show, porque son tan ocurrentes y divertidos y pegadizos y no dejan de recordarles a los otros concursantes eso del dulce de leche/bolígrafo/huella digital/etc. Y –por supuesto, last but not least– abundan los argentinos en propagandas televisivas porque tal vez los argentinos vendan más o, al menos, no vendan menos. ¿Por qué? ¿Tal vez porque el himno nacional argentino es largo y ciclotímico y bipolar y tiene mucho verso mientras que el español es breve y sin letra y puro tralalá? Quién sabe... Pero por algún extraño motivo, el acento argentino parece gustar a las mujeres y resultar simpático a los hombres. O, tal vez, lo argentino evoque buenos tiempos coloniales y/o años en los que hubo que salir a buscarse la vida y encontrarla. En cualquier caso, en esos comerciales, algunos son actores españoles imitando (mal; esa z entrometida) a argentinos. Otros son argentinos haciendo de argentinos en versión española. Los personajes son siempre los mismos: el pícaro de bar devorador de mujeres, el que sabe absolutamente todo acerca de todo, el dentista, la chica avasalladora con muchas curvas (y aquí Rodríguez se acuerda de su inolvidable prima argentina, Mirta Rodríguez, a quien conoció en Buenos Aires, durante su adolescencia; en un viaje que ya tiene para él el aire mágico y mítico de una excursión a la Ciudad Esmeralda de Oz, y seguiremos informando), el psicoanalista, el futbolista, y hasta el dibujo animado de un marisco gardeliano de nombre Rodolfo Langostino e imagen de la ahora en problemas marca Pescanova...
TRES...y algo de culpa de todo eso –de ese despliegue argento mad men en las pantallas del Reino– tiene Rodríguez. Porque Rodríguez, como ya se dijo, es publicista. Porque Rodríguez, como no se dijo, es el hombre todo terreno/servicio de los mellizos Bebe (menor por unos segundos) y Nene Fagliacce-Stein, argentinos y dueños de la agencia de publicidad de Barcelona Tangoz. Los Fagliacce-Stein llegaron hace un par de décadas a la Ciudad Condal, se hicieron conocidos y premiados con un par de spots “de/con argentinos” publicitando rancias marcas catalanas, y ahora intentan sobrevivir como pueden mientras fantasean con secuestrar a Messi (quien parece haber sido clave en la importación del Tata) para alguno de sus proyectos o algo así (seguiremos informando también).
Rodríguez e hijo (quien todavía, indeciso, no puede precisar si Pep es un traidor a la causa azulgrana o un valiente aventurero dueño de su destino à la Lawrence de Arabia) se enteran ahora de que Martino es el nuevo Míster del Barça. Y que es muy... ¿“piola” se dice? (porque se cuidó de no asumir hasta después del emocionalmente conflictivo amistoso contra el Bayern de Munich de Guardiola). Y que un editorial de La Vanguardia dijo de él que “siempre ha destacado por mantener una buena relación con los jugadores y un carácter sobrio y humilde y humano” (lo que lo convierte en un pésimo argentino publicitario, claro). Y que, futbolísticamente, es definido como “un Loco Bielsa pero cuerdo”. A Rodríguez, el argentino Bielsa siempre le dio un poco de miedo: un hombre como en un trance químico y diésel, una especie de médium de su propio fantasma: el paisaje desolador de lo que le ocurre a un argentino que se ha quedado sin pilas (pero que en cualquier momento, como un volcán dormido, puede estallar en la más espontánea de las combustiones) y que se parece cada vez más a un español que se ha quedado sin pilas y con la frente marchita.
Como Rodríguez ahora: nadie lo vendería ni lo compraría.
Salvo, está claro, yo.
Porque Rodríguez es mi producto. Rodríguez no lo sabe –aunque algo sospecha: ruidos en las paredes, voces sin boca, la sensación de estar siendo constantemente observado por el más microscópico de los telescopios o el más telescópico de los microscopios– pero ha sido abducido por un argentino que ya lleva un buen tiempo en España. Un argentino que aquí imita a un español y que (cansado de su primera persona por siempre extranjera; y aunque esté nacionalizado de local y lleve más años de escritor édito en España de los que llevó en Argentina) lo ha abducido para utilizarlo como antena para transmitir los días y las noches de una crisis española que es como una loca crisis argentina.
Pero cuerda.
O algo así.
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