Sábado, 10 de agosto de 2013 | Hoy
Por Sandra Russo
Corría 2002. Pese a que había estallado todo en 2001, las esquirlas del estallido llegaron tan alto que tardaron mucho tiempo en caer. La sucesión de presidentes estuvo marcada desde las calles. Ninguna agencia de publicidad necesitaba promover por Facebook las protestas –las redes sociales no existían– y, menos que menos, ningún dirigente político las alentaba, porque todos eran señalados junto a los bancos –los medios concentrados todavía estaban agazapados en esa “neutralidad” que ellos mismos montaron como pantalla– como los responsables de la sangría.
Quedaron grabados a fuego los enfrentamientos del 19 y 20 de diciembre, pero ésos no fueron los únicos cacerolazos. Hubo uno muy grande en diciembre –el que eyectó a Rodríguez Saá–, y durante 2002 el paisaje urbano repetía los palazos cotidianos contra las vallas que envolvían a los bancos, a la Rosada y al Congreso. El sonido ambiente de toda la Argentina era metálico.
Se hablaba mucho, entonces, de “los nuevos pobres”. Era un ítem periodístico. Los “nuevos pobres” la pasaban muy mal. Peor, probablemente, que los que habían sido pobres toda la vida. Tenían menos defensas y, sobre todo, menos representaciones simbólicas en las que refugiarse. Pertenecían a la clase media venida abajo. Ahí sí que se partió la clase media, y vaya cómo. Ahí sí que en una misma familia podían confluir uno que se había llevado la plata afuera, otro al que lo había agarrado el corralón y otro que lo había perdido todo, hasta el trabajo. De la clase media eran millones los desocupados que los ‘90 fueron dejando por tendales. Como era un ítem periodístico, se escribió bastante sobre “los nuevos pobres”. En rigor, esa clase media atrapada por los bancos o por la desocupación fue la gran novedad que trajeron esos años, porque pobres hubo siempre. El movimiento social descendente de las políticas impartidas desde el FMI –las mismas de ahora– lo que inauguró no fue la pobreza, sino la indigencia entre los que ya eran pobres, y esa nueva pobreza devenida en tal cuando se desmantelan las políticas sociales de un Estado protector y al mismo tiempo se destruye el aparato productivo.
Esa gente estaba deprimida. Había una depresión específica del desocupado, que se sentía inútil para llevar el pan a su casa, que no podía sentirse viril, que no podía elegir la educación de sus hijos, que muchas veces se dedicaba a hacer las cosas de la casa mientras su mujer salía a trabajar. Ese fue otro ítem periodístico de esos años: las mujeres eran más permeables a agarrar cualquier changa o a inventar cualquier cosa para generar recursos (tortas para vender, ropa para arreglar, kioscos para atender, hijos ajenos para cuidar, etc.) que los varones. Los varones fueron, creo, los que más sufrieron el naufragio, porque el tipo de masculinidad patriarcal es muy pudorosa con sus propios flancos débiles, y los hombres del 2002 que pasaban los cuarenta y cinco años y no tenían trabajo muchas veces se dieron por vencidos.
Hay una historia que contaba luminosamente la psicoanalista Silvia Bleichmar por ese entonces. Por su barrio –la calle Arroyo–, deambulaba una mujer pidiendo monedas. Era una mujer bien vestida, y ése es otro ítem periodístico que revisando cualquier archivo se puede encontrar: por esos años surgió incluso un “nuevo tipo” de ciruja: el que andaba con un blazer de tweed ya mugriento y descosido, pero que no había sido donado en una iglesia, sino que le había pertenecido al ciruja. Esos hombres y mujeres formaban parte de la capa de abajo del sector de la clase media castigado hasta el delirio. Eran los que no habían tenido a quién recurrir, la gente frágil, los que no tenían amigos ni parientes que les hicieran un lugar. Porque ése fue otro ítem, uno más, aunque menos transitado, de las crónicas que surgieron cuando estalló el modelo neoliberal. La clase media no concibe la solidaridad de una manera tan literal como los sectores populares. No era tan simple ni tan frecuente que al desalojado de clase media el cuñado le cediera su terreno del fondo. Ahí sí que hubo desgarro en las familias.
Esa mujer que deambulaba por la calle Arroyo era bastante querida por las vecinas, porque era educada y se le notaba que en su vida había habido un corte abrupto. Las monedas se las daban. Pero un día una de las vecinas entró a la panadería del barrio y vio a esa mujer comprándose una medialuna con jamón y queso. Eso la alteró, y cuando se lo comentó a las otras, las alteró a todas. Sintieron que su generosidad estaba siendo usada para algo así como un exceso. No hacía falta que fuera una medialuna con jamón y queso la que esa mujer se comprara con las monedas que ellas le daban. Con que fuera una medialuna era suficiente, juzgaban. ¿O qué se creía? ¿O para qué pedía? ¿Para darse lujos? La mujer cayó en desgracia en esas cuadras. No le volvieron a dar nada. Recuerdo a Silvia Bleichmar narrando esa historia y afirmando tajante que “esa mujer no había renunciado a ser lo que era, a ser quien era, y pedirse una medialuna con jamón y queso era su manera de resistir desde su identidad. Esa era ella”. El 27 de enero de 2002 publiqué en este espacio una contratapa que se llamó “Naranjo en flor”. Esa semana el diario mexicano La Jornada había reproducido una fotografía de un anciano llorando mientras cantaba el Himno Nacional en una manifestación en Castelar, frente a la puerta de un banco. Al anciano no le habían confiscado los ahorros, pero lloraba de dolor. “El dolor argentino” era el título de la nota mexicana. Esa semana, también, había venido al país una delegación del FMI, para analizar con el gobierno de Eduardo Duhalde el nuevo plan de ajuste. No eran los capos del Fondo, sino sus técnicos los que habían venido. Era la primera vez que el FMI no se conformaba con dictar recetas, sino que exigía co-diseñarlas con los funcionarios políticos. Desde Australia, sin embargo, Horst Kohler, el titular del Fondo, advertía a los argentinos que “no hay salida sin sufrimiento”, y recalcaba que “el camino será doloroso”. Antes, había hecho una leve autocrítica, afirmando que el FMI “no había sabido leer correctamente las desviaciones económicas del gobierno de Carlos Menem”. El título de tapa de este diario al día siguiente fue: “Primero hay que saber sufrir”.
En aquella contratapa de 2002, yo asociaba la letra de ese tango a algo que se captaba en el aire si se olía muy fino, casi impalpablemente. Creo que, once años después, puedo suscribirla. El último párrafo decía: “La dignidad de ese viejo llorando que sacó La Jornada en su tapa estremece a quien ve la foto, pero sobre todo a quien ha visto la escena entera. Reúne, ese llanto, los dos sentimientos encontrados que hoy comulgan en el pecho de todos. La rabia incontenible por los que han hecho abuso de poder y confianza y la recuperación acongojada de una esencia común, de un fervor. Los argentinos siempre nos hemos caracterizado por ser un pueblo atravesado por una infinita nostalgia de un pasado que, en realidad, nunca existió. Esta es la primera vez que estamos teniendo nostalgias del futuro: es débil, pero la flor del naranjo es una flor”.
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